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El recuerdo le avivó el deseo mientras observaba su diminuta muñeca, hipnotizado por su delicadeza. Se la llevó a los labios y la besó, sonriendo al sentir los labios erráticos. La miró a la cara, ya sonrojada, y la vio envuelta en una fascinación arrobada.

Convencido de tener su atención, apartó el borde del guante con los dientes y tiró; Georgiana abrió mucho los ojos y los labios se le separaron en una respiración entrecortada. Despacio él reveló un centímetro de piel rosada, y luego otro. Se tomó su tiempo, como si le desnudara el cuerpo para su contemplación, y descubrió que el ritual acentuaba su propia excitación tanto como la de Georgiana.

Al hacer a un lado el guante y dejar al aire sus delicados dedos, gimió y pegó la boca al centro de la palma mientras trataba de contener su creciente pasión. El delicado aroma de ella llenó su olfato; en círculos lamió la piel fina del interior de la mano. Con la lengua siguió el contorno de los dedos hasta detenerse en cada yema.

Al final alzó la vista para capturar sus ojos con la mirada y se introdujo un dedo en la boca. Lo succionó y la observó parpadear. Su entrepierna se sacudió en respuesta, pero se obligó a quedarse quieto, y los únicos sonidos que se escucharon en la silenciosa arboleda fueron los de la respiración agitada de ambos. Despacio, con ternura, le mordió la pequeña uña; ella jadeó y se tambaleó.

Ashdowne se adelantó para sostenerla y pegar su espalda a la suavidad de la capa extendida en el suelo. Se sentía embriagado, excitado como nunca, cuando lo único que había hecho era concentrarse en su mano. Con impaciencia, se incorporó encima de ella, ansioso de surcar el resto de su cuerpo.

Sin embargo, algo lo detuvo.

Contempló su rostro hermoso y se quedó quieto. Tenía las mejillas encendidas, los labios separados y la cabeza echada para a tras, de modo que no podía malinterpretar su deseo. Pero los ojos estaban cerrados.

– Georgiana. Mírame -susurró.

Ella levantó los párpados y reveló un vistazo de sus profundidades azules antes de volver a bajarlos. Ashdowne permaneció a unos centímetros de su exuberante forma, con la entrepierna que le palpitaba dolorosamente y todo su cuerpo gritando su deseo de liberación ante el placer que iba a encontrar con ella. Solo tenía que descender un poco y…

No obstante, se apartó a un lado y gimió, tapándose la cara con el brazo. Sería tan fácil tomarla, o incluso satisfacerlos a ambos dejándola aún virgen, aunque se sentía un fraude, como si le hubiera arrebatado la elección que tenía en el asunto. A pesar de lo absurdo que parecía, quería que lo recibiera con los ojos bien abiertos, que le diera la bienvenida, que lo deseara.

Con otro gemido se dio cuenta de que estaba tan loco como ella. Primero había empezado a entenderla, lo cual resultaba bastante alarmante, y en ese momento empezaba a pensar como ella, de un modo tan enrevesado que no tenía sentido para nadie con un poco de sensatez. Soltó una maldición y se levantó para clavar la vista en la ciudad de Bath, sin verla.

– ¿Ashdowne?

Sintió que la mano de ella tiraba de su manga, pero no confiaba en sí mismo para mirarla. ¿Qué observaría en sus ojos? ¿Pasión obnubilada? ¿Rechazo?

– Solo la mano, ¿recuerdas? -repuso con la máxima ligereza que pudo-. Únicamente debía tocarte la mano, nada más -entonces se volvió con expresión en blanco.

– ¿Ashdowne?

Fuera lo que fuera que iba a decirle, se perdió en el viento cuando a sus oídos llegó el sonido de caballos. Ambos miraron hacia el camino, donde un par de caballos negros que tiraban de una especie de carro reconvertido apareció a la vista.

– ¡Ahí estáis!

Ashdowne reconoció los gritos pero no dio crédito a sus oídos. Hacia ellos avanzaban las hermanas de Georgiana en un transporte improvisado conducido por Bertrand,

Dedicó unos momentos a agradecer no encontrarse justo debajo de la falda de su acompañante, inmerso en su magnífico cuerpo. El vehículo se detuvo y las hermanas, que sostenían unos parasoles iguales, los saludaron con sus abanicos y soltaron unas risitas.

– ¡Os buscábamos! -reprendió Araminta, la más estridente-. Por suerte, la señorita Simms dijo que veníais hacia aquí.

– ¡Mamá nos mandó a buscarte! -explicó Eustacia, mirando de reojo a Ashdowne.

Bertrand, como de costumbre, guardaba silencio.

Georgiana, que no se parecía en nada a ninguno, los observó y luego miró a Ashdowne como desgarrada, hasta que él asintió en dirección a su familia.

– Es evidente que te necesitan -indicó, notando el nuevo rubor que se extendió por sus mejillas al pronunciar esas palabras. A pesar de su frustración, tuvo que admirar a su madre, quién evidentemente tenía más sensatez que su marido. Era inteligente al no confiarla a su hija, y también lo fue Georgiana al no entregarse.

– Bueno, supongo que he de irme -aceptó, aunque no parecía entusiasmada con la idea de unirse a sus hermanos. Cuando se acercó para despedirse con cariño, Ashdowne contuvo el aliento-. Esperaba que pudiéramos encontrar al señor Jeffries y comprobar si había proyectado alguna luz sobre el caso -confió.

– Reúnete conmigo en el Pump Room después del almuerzo y veremos lo que podemos hacer -al verla asentir, sonrió.-. Intenta no meterte en problemas sin mí -añadió, tocándole la nariz con gesto afectuoso.

Ella volvió a asentir y después de las despedidas los observó desaparecer colina abajo. En el silencio reinante, suspiró y al ir a recoger la capa de la hierba divisó una pieza de piel. La levantó del suelo y la tocó con cariño.

Era el guante de Georgiana. Lo guardó en el bolsillo y subió al coche. Se dijo que se lo devolvería más tarde, aunque sabía que no lo haría. A pesar de que jamás había sido un sentimental, no tenía intención de entregarle el guante. Frunció el ceño, incapaz de tener más que un solo pensamiento.

Estaba perdido.

Cuando al fin le pareció que había comenzado a concentrarse en la correspondencia, Finn llamó a la puerta, aun cuando tenía orden de no molestarlo.

– Será mejor que se trate de una buena excusa -musitó después de indicarle que pasara.

– Una mujer ha venido a verlo, milord -explicó el irlandés con rostro impasible-. La he hecho pasar al salón, a la espera de recibir sus instrucciones.

Ashdowne, que había dedicado mucho tiempo a pensar en Georgiana, no titubeó y se puso en pie. La había advertido de que no fuera a su residencia, pero jamás le hacía caso. Jamás. Se dirigió al salón y se detuvo en el umbral para evitar que se escapara.

– Será mejor que Bertrand te acompañe, o eres mujer muerta -espetó en voz baja.

Sólo después de que las palabras abandonaran su boca vio el desorden que había en la estancia. Cajas y baúles llenaban el suelo; a un lado había una doncella y la mujer que le daba la espalda se mostró boquiabierta al girar en redondo. Para su horror, comprendió de inmediato que no se trataba de Georgiana, sino de alguien más alto, esbelto y con el pelo oscuro.

Contuvo un juramento y reconoció a Anne, la esposa de su hermano muerto. Lo miraba con los ojos castaños muy abiertos, labios temblorosos y dando la impresión de que podía desmayarse. Conociéndola, supo que era una clara posibilidad, que se apresuró en evitar.

– ¡Anne! Te pido disculpas -en cuanto dio un paso, ella retrocedió, como si la asustara. Por desgracia, la esposa de su hermano consideraba que todo el mundo era aterrador, algo de lo que Ashdowne no pudo disuadirla-. ¿Qué haces aquí? -inquirió al comprender la magnitud de que se hubiera atrevido a emprender un viaje sola. Anne nunca había viajado hasta que él, cansado de su continua presencia en la mansión familiar, la había empujado a que fuera a ver a unos parientes a Londres… con resultados desastrosos. Al regresar a casa había jurado que jamás volvería a marcharse. Y allí estaba, ante su puerta, sin habérselo anunciado. Y al parecer lo lamentaba.