– Oh, sabía que no tendría que haber venido -susurró.
Antes de que Ashdowne pudiera obtener una explicación, estalló en lágrimas y huyó a la carrera, dejando a su doncella para que lo mirara enfadada.
Suspiró cuando la mujer fue tras ella. En vez de ponerse al día con la correspondencia, daba la impresión de que tendría que pasar la mañana tranquilizando a su irritante cuñada. Era uno de los deberes más onerosos que tenía como marqués.
– ¿Y bien? -preguntó Finn al aparecer en el umbral.
– Podías habérmelo advertido -se encogió de hombros y miró con dureza al irlandés.
Miró el reloj y fue hacia las escaleras. En poco tiempo debería reunirse con Georgiana en el Pump Room, y sin importar lo que sucediera en la casa, no podía llegar tarde. Aún había muchas cosas que resolver entre ellos, incluida la aciaga investigación del hurto del collar de lady Culpepper.
Doce
Georgiana temblaba. Iba de un lado a otro de su habitación, sin poder concentrarse. Aunque se había cambiado los guantes varias veces desde que regresó a casa por la mañana, no dejaba de mirarse los dedos trémulos, como si ya no le pertenecieran a ella.
Eran de Ashdowne.
A pesar de que siempre había negado esas tonterías románticas, por dentro se sentía mareada, acalorada y ligera, todos los supuestos síntomas de una mujer que había sucumbido al tipo de agitación emocional a que era propenso su sexo.
Y no solo sus manos. A él le faltaba poco para robarle el corazón.
La absurda atracción que existía entre ellos únicamente podía conducirla a la ruina, por lo que debería ponerle fin.
Pero una cosa era saberlo y otra hacerlo. Continuó andando, sin saber qué paso dar a continuación. Un momento estaba decidida a no reunirse con él en el Pump Room, pero al siguiente la idea de prescindir de su compañía la desconsolaba. No lo necesitaba… salvo para seguir viviendo y respirando. Ashdowne empezaba a convertirla en una mujer, con todos los atributos más desagradables de su género; ilógica, emocional y romántica.
Sin embargo, no era capaz de quitarse la sensación de euforia que se había apoderado de ella. La verdad era que le encantaba estar con él. La escuchaba. La hacía reír. Tocaba su cuerpo como un violín perfectamente afinado. Frunció el ceño y se dejó caer en una silla y analizó lo mucho que, después de todo, le gustaba ser una mujer.
En ese momento la cara y la figura que hacía tiempo había rechazado parecían una bendición, un instrumento maravilloso de placer en manos del marqués. Y esa parte más femenina de ella, su corazón, la dominaba por encima del cerebro. Descubrió que a pesar de la formidable capacidad de su cabeza, la meditación no le sirvió de nada; con un suspiro de entrega, dejó que ese órgano errático la condujera al Pump Room para encontrarse con el hombre que se lo iba a robar.
No tuvo que buscarlo mucho rato. La noticia de su gran presencia en el edificio llegó a sus oídos en cuanto entró. Se abrió paso entre la gente, aunque a menudo se detuvo a escuchar conversaciones aisladas, como era su costumbre. Sin embargo, en esa ocasión no se sintió complacida con lo que oyó, pues todos hablaban de Ashdowne… y de su cuñada.
¿Su cuñada? No le había mencionado nada de su inminente llegada aquella mañana cuando jugaba con sus dedos. Entonces, ¿por qué había quedado con ella cuando estaba comprometido con su cuñada? Los rumores que le llegaron no ayudaron en nada a tranquilizarla. Una y otra vez oyó a las mujeres mayores decir la pareja tan estupenda que formaban Ashdowne y la viuda de su hermano.
Cuando los vio, su corazón recién descubierto latió consternado, ya que su cuñada era hermosa. Alta y esbelta, con un pelo negro sedoso recogido con elegancia y unos movimientos delicados y gráciles que hicieron que se sintiera como una mujer muy torpe. La súbita percepción de sus deficiencias solo ayudaron a incrementar su torpeza y tropezar con una silla, a punto de quitarle la peluca a su ocupante.
Mientras intentaba enderezar la peluca del caballero, vio que Ashdowne se inclinaba para susurrar algo que provocó una sonrisa tímida en los labios de la dama. La boca de Georgiana tembló peligrosamente al luchar contra el absurdo impulso de llorar. ¡Jamás lloraba!
Era evidente que esa mujer no perseguía su título y que no soltaba risitas tontas. Exhibía una conducta tan serena y refinada que Georgiana se sintió demasiado estridente, vulgar e incómoda en su cuerpo de mujer. Y esa dama no solo parecía poseer todo lo que a ella le faltaba, ¡además era pariente de Ashdowne! Tenía un pasado en común que ella no podía reclamar, un vínculo familiar que nunca podría cortarse.
Por ello, en vez de avanzar hacia el marqués y su adorable cuñada, se desvió para marcharse del salón. No quería verlos, permitir que Ashdowne observara a la criatura horrenda y retorcida en que se había convertido, o extender un saludo cordial a la esposa de su hermano cuando la mujer solo le inspiraba antipatía.
Enderezó los hombros y partió en busca del señor Jeffries. Ya era hora de dejar que su corazón la guiara y centrar su atención donde debía, es decir, en el caso. Para deshacerse de todas esas debilidades lo que necesitaba era un buen misterio, y el detective de Bow Street quizá dispusiera de nueva información. Si unían sus cerebros, ¡sin duda que podrían resolver el caso sin la ayuda de su ayudante!
Al fin y al cabo, después de enviar una nota a los apartamentos del señor Jeffries pensó que había iniciado la investigación sin Ashdowne. ¡Ni siquiera había querido aceptarlo, ya que era uno de sus sospechosos! Eso le recordó que, al quedar descartados Whalsey y el vicario, el único nombre que permanecía en su lista original era el del marqués.
La idea le resultaba un poco inquietante. Pero, desde luego, la noción de que él fuera el ladrón resultaba demasiado ridícula, por lo que sencillamente debía comenzar otra vez, desde cero. A pesar de lo mucho que odiaba reconocerlo, se hallaba sin pistas.
No tuvo que esperar mucho, ya que el detective de Bow Street respondió en persona a su petición, y Georgiana, que aguardaba en el exterior del Pump Room, se sintió animada al ver al desarreglado investigador. Lo saludó con gesto feliz y él le respondió con un movimiento de la cabeza y ojos curiosos.
– ¿Quería verme, señorita? -preguntó.
– Sí. Me temo que tengo noticias desalentadoras.
– ¿Oh? -Jeffries se mostró sorprendido.
– Sí -corroboró con un suspiro-. Me parece que el señor Hawkins es inocente… del robo quiero decir -se apresuró a corregir. Al vicario, con sus extrañas inclinaciones, bajo ningún concepto se le podía considerar puro en ningún otro sentido.
– Creo, señorita, que probablemente esté en lo cierto en eso -se frotó el mentón pensativo-. Envié a alguien a investigar en el último sitio donde ejerció, y no me parece que descubra más que un poco de… indiscreción -añadió con un carraspeo. Ella asintió desanimada.
– Bueno, él afirma que estuvo en el armario de la ropa de cama con la señora Howard durante el hurto, y tal vez usted quiera verificarlo.
Jeffries la miró con una mezcla de asombro y renuente admiración.
– Lo haré, señorita. Y me cercioraré de que alguien lo vigile, aunque con sinceridad no creo que él tenga el collar. Es raro, de acuerdo, pero no el tipo capaz de planificar un robo tan osado.
– Está demasiado ocupado. Entre sus servicios con feligreses en potencia y sus otras… actividades, ¡no veo cómo podría disponer de tiempo!
– Señorita, usted ha encontrado a algunos sujetos culpables -rió Jeffries-, aunque no los adecuados.
– Pero, si no es el vicario, ¿quién ha sido? -frunció el ceño.
– No lo sé -el investigador meneó la cabeza-. No me importa reconocer que me encuentro desconcertado. He hablado con todos los criados y ninguno parece saber nada. Afirman que el que vigilaba ante la puerta en ningún momento abandonó su puesto o se quedó dormido. Y aunque dispongo de una lista de todos los invitados, la mayoría tiene coartada, salvo algunos que jamás podrían haberlo hecho.