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Georgiana pensó que quizá lo único que había hecho era cambiar de lugar de acción. Sabía que más allá del entorno inmediato de Londres, el campo se hallaba en las dudosas manos de los alguaciles y magistrados locales, muchos de los cuales no estaban preparados para sus puestos. Algunos eran deshonestos, otros sencillamente carecían de conocimientos y a casi todos les faltaba dinero y personal. Y entre las diversas autoridades existía muy poca comunicación.

¿Habría pasado El Gato el último año en un ambiente rural, robando invaluables joyas aquí y allá de los lujosos hogares de la aristocracia? En ese caso, sería un asunto local a menos que alguien llamara a Bow Street, algo muy raro. Y los periodistas de la ciudad, la principal fuente de información de Georgiana, tampoco estarían al corriente.

Se apoyó en una pared baja y analizó las pruebas de las que disponía. Aunque sospechaba que la prensa había exagerado algunas de las fechorías de El Gato, sabía que debía ser extremadamente ágil y mucho más inteligente de lo que ella misma había calculado. Cualidades que parecían encajar con el señor Savonierre.

¡Disfrutaría de la compañía más elegante y selecta, un hombre rico por derecho propio, de quien nadie sospecharía que fuera capaz de actos tan nefastos! ¿Por qué lo haría? Llegó a la conclusión de que disfrutaba con el peligro y en secreto despreciaba a sus conocidos nobles. ¿Qué mejor modo de manifestar dicho desprecio sin cortar los lazos con ellos?

Se irguió y supo que había dado con el culpable de verdad. Pero, ¿cómo iba a demostrarlo? Comprendió que debía situar a Savonierre en la escena no solo de ese hurto, sino también de los otros. Y para ello necesitaba descubrir sus movimientos de un año atrás, en particular durante el apogeo de las infamias de El Gato.

Sin embargo, no quería que ese caballero intimidador descubriera su interés. Necesitaba rastrear sus movimientos sin que lo supiera, y el sitio por el que empezar eran los periódicos donde por primera vez se había enterado de la existencia de El Gato.

Con sonrisa de triunfo, se dirigió a toda velocidad a su casa, ya que sabía de dónde obtenerlos.

Necesitó sus dotes de persuasión, pero al final logró conseguir permiso de sus padres para ir a visitar a su tío abuelo. Sospechó que la desaprobación que sentía su madre por Silas Morcombe se vio superada por la ansiedad que tenía de separar a su hija mayor de un cierto marqués, lo cual era perfecto para Georgiana. Solo tuvo que sobornar a Bertrand para que la acompañara, lo cual logró entregándole dinero, que consideró bien empleado en la resolución del caso.

Alquilaron un coche, y aunque Georgiana pasó el resto del día dentro del habitáculo pequeño, el viaje pasó más deprisa que el realizado desde su casa de campo a Bath; esa misma noche los viajeros fueron recibidos con mucho entusiasmo por Silas.

No fue hasta después de la tardía cena, con Bertrand dando cabezadas en un sillón, al estilo de su padre, cuando Georgiana al fin pudo confiarle a su tío abuelo la naturaleza de su visita.

– Necesito repasar tus periódicos -indicó mientras él se movía por el acogedor salón lleno de libros y papeles de todo tipo buscando sus gafas-. Las tienes en la cabeza, tío -señaló Georgiana.

– Ah, sí, desde luego -se las puso sobre los ojos y se dejó caer en un sillón gastado pero cómodo y mullido-. ¿Por dónde íbamos?

– Tus periódicos -le recordó.

– Ah, desde luego, desde luego -sonrió-. Bueno, están en el desván, años de ejemplares del Morning Post, el Times y la Gazette, aunque será mejor que esperes hasta la mañana para examinarlos. ¿Buscas algo en particular? -preguntó con mirada astuta.

– Sí. Trabajo en un caso nuevo.

– Eso pensaba.

– Puede que incluso apareciera mencionado en los periódicos. El famoso collar de esmeraldas de lady Culpepper fue robado, ¡y yo estaba presente! Por supuesto, se trata de mi investigación más importante. Cuento con ella para garantizar mi éxito.

Morcombe frunció el ceño y repitió el nombre de la víctima.

– Culpepper, Culpepper. Ah, sí, he oído hablar de ella -aunque no se movía en los círculos más elevados, Silas siempre sabía algo de todo el mundo-. Su problema es el juego, pequeña, algo que ya ha sucedido con gente mejor que lady Culpepper -indicó.

– ¡Oh! ¿Quieres decir que ha estado perdiendo su fortuna en las mesas? -preguntó sorprendida. Recordó la acusación del vicario de que las esmeraldas jamás fueron robadas, sino desmontadas y vendidas por su propietaria. Aunque había descartado la posibilidad, parecía regresar como un penique falso.

– No creo que corra peligro de ir a la cárcel por sus deudas, pero es una jugadora empedernida y han corrido rumores de la peor clase al respecto -explicó Silas.

– ¿Te refieres a que… hace trampas? -inquirió espantada. Su tío rió entre dientes ante su expresión de horror.

– Ciertamente no puedo garantizar su veracidad, pero es lo que ha llegado a mis oídos. Y es un hecho que gana grandes cantidades de dinero con frecuencia, en particular de mujeres inexpertas que jamás podrían reconocer si ha manipulado las cartas.

– ¡Oh! ¡Pero eso es una vergüenza! -se preguntó si la información podía afectar al caso. Al parecer lady Culpepper carecía de escrúpulos, al menos en el juego. ¿Llegaría tan lejos como para robar su propio collar? ¿Qué papel desempeñaría Savonierre en el asunto? ¿Y El Gato?

– Quizá una de las jóvenes damas decidió vengarse robándole el collar -sugirió Silas.

– Quizá -reconoció con renuencia. Aunque no podía imaginar a ninguna mujer de la nobleza perpetrando ese hurto osado, en particular alguien que era incapaz de reconocer cuando su oponente hacía trampas-. No cabe duda de que el caso empieza a resultar mucho más complicado de lo que en un principio pensé -musitó con pesar.

– Un reto mayor par ti, querida -Silas sonrió y alargó la mano hacia su pipa.

– Si -convino.

Hacía tiempo que deseaba una prueba para su intelecto, y al fin la había encontrado, aunque tal vez habría deseado un contrincante distinto del peligroso Savonierre. De algún modo, había experimentado una afinidad y admiración por el ladrón que no había podido trasladar bien a ninguno de sus sospechosos.

Resultaba un poco decepcionante, pero no había muchas elecciones cuando se trataba con criminales. Sabía que debía centrarse en las posibles recompensas de sus esfuerzos. Durante el largo trayecto en coche, había estado imaginando, siempre que no la distraían los pensamientos del marqués, su éxito, en particular si lograba desenmascarar a El Gato.

Al día siguiente repasaría los periódicos y acopiaría más información. Y si esta conducía a la identidad del famoso ladrón, mejor. De momento, sin embargo, comenzaba a sentir los efectos de un día largo al tiempo que distintos fragmentos remolineaban en su cabeza.

– Todo es muy curios -murmuró-. Muy curioso, en verdad.

Trece

A pesar de su nuevo entorno, descubrió que le costaba desterrar a Ashdowne de la cabeza. Ni siquiera dormida podía escapar de él, ya que pasó la noche soñando con el marqués… visiones encendidas y de anhelo, entremezcladas con extrañas pesadillas en las que tanto él como Savonierre se convertía en bestias.

Después de abandonar toda intención de descansar, subió al desván, sonde pasó un día fructífero repasando los viejos montones de periódicos. No le costó encontrar menciones de Savonierre, ya que era un favorito de las columnas de sociedad.

“El señor Savonierre celebró una fiesta elegante anoche”, leyó en voz alta. Tomó nota de la fecha y pasó por alto los detalles de la comida que se sirvió y de las diversas personalidades que asistieron. Luego recogió el siguiente diario.