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– ¿Es posible que alguien hubiera podido ocultarse dentro antes de la fiesta?

– No -movió la cabeza, aunque no mostró desdén por la pregunta-. Las doncellas entraron y salieron todo el día, y tengo entendido que su excelencia estuvo arreglándose aquí toda la tarde -musitó.

– ¿Y las ventanas estaban abiertas? -se acercó a él.

– Igual que ahora, me han dicho.

Georgiana apoyó las manos en el borde y asomó la cabeza al exterior. Como sospechaba, el arco amplio sobresalía a poca distancia más abajo. Giró la vista y vio otro a la derecha, lo bastante cerca como para usarlo como apoyo. Respiró hondo y se obligó a bajar la vista, para temblar al ver que el suelo se hallaba muy lejos.

Sí, era posible que un hombre hubiera obtenido acceso a la habitación trepando de un arco a otro, pero, ¿qué clase de persona arriesgaría la vida en semejante empresa? De inmediato pensó en Savonierre. Sospechaba que un hombre como él se reiría del peligro. Si no le dieran miedo las alturas.

Metió la cabeza y comenzó a rodear el perímetro de la habitación y se detuvo al oír el sonido de un juramento bajo. Se volvió para observar al detective imitar su postura unos momentos atrás y musitar algo acerca del tipo de idiota que escalaría el edificio para robar unas joyas.

En silencio, ya que todavía no quería compartir sus teorías, Georgiana se acercó a la cama, alerta ante cualquier cosa inusual. Manteniéndose fuera de un camino directo de la ventana, se inclinó para examinar la alfombra a lo largo de la cama.

La alfombra era dorada, con vetas rojas y verdes, y tuvo que concentrarse para ver más allá del dibujo. Si hubiera sido un poco más oscura, tal vez jamás habría notado las pequeñas motas de tierra. Alargó la mano y recogió un fragmento para probar su consistencia con los dedos.

No formaba parte del polvo que podría haberse acumulado en unos días. Ni era del tipo de tierra que se podía encontrar en el jardín. Era más oscura; parpadeó con horror cuando de repente la reconoció.

Aunque se hallaba agazapada próxima a la puerta, se sintió mareada, como si el mundo se hubiera ladeado, amenazando con tirarla al suelo. Luchó por respirar. Le temblaron las manos y se sintió tan mal que temió desmayarse, aunque al final el dolor atravesó su aturdimiento y le dio una claridad aguda.

Fue ese mismo dolor el que le proporcionó fuerzas para levantarse, con el fragmento diminuto de tierra aún en sus dedos como un talismán de su traición, ya que conocía la textura de ese tierra. Provenía de la maceta que había tirado la noche de la fiesta, la misma que se había incrustado en su vestido y caído sobre la elegante chaqueta de uno de los invitados.

Ashdowne.

Quince

Conteniendo las lágrimas que amenazaban caer de sus ojos, Georgiana comprendió que su ayudante, el hombre al que amaba, era el ladrón y, probablemente, El Gato en persona. Por fin consiguió terminar de inspeccionar el cuarto. Afortunadamente había poco que atraer la atención, ya que se movía de forma automática, sin ver otra cosa que la traición de Ashdowne.

A pesar de lo enfadad y dolida que estaba, no se hallaba en condiciones de compartir sus hallazgos con Jeffries. Primero debía meditar a solas, decidir qué hacer, de modo que tenía que mantener las apariencias.

Cuando le dijo que ya había terminado, mantuvo sus pensamientos a raya mientras el detective la acompañaba fuera. Por una vez, el investigador, por lo general callado, quería discutir el caso con ella, pero Georgiana expuso que la esperaban en casa y que no disponía de tiempo. Si Jeffries percibió su agitación, esperó que lo atribuyera a la desilusión de no haber localizado ninguna pista.

En vez de regresar junto a su familia, donde no tendría tranquilidad, se dirigió a Orange Grove, donde encontró un rincón sereno entre los olmos, en el que poder reflexionar sobre el hombre al que creía conocer mejor que a ningún otro, el hombre al que desconocía por completo.

Ashdowne. El Gato.

El noble que la había abrazado, besado y acariciado, quien había reído con ella, no era otra cosa que un ladrón. No se diferenciaba en nada de un delincuente común de la calle. Sintió una oleada de dolor y se dejó caer en un banco, incapaz de estar de pie.

¿Solo había jugado con ella? Resultaba demasiado monstruoso de creer, pero, ¿qué otro motivo podía tener El Gato para ofrecerse a ayudarla a resolver el robo que él había cometido? Se dio cuenta de que todas las veces que la había escuchado con atención, como si creyera en sus teorías, había sido una representación. ¡cuánto debió reírse de ella! Le había encantado su risa y en ningún momento había comprendido que era una burla.

Notó un escalofrío y contuvo las lágrimas. Bueno, se dijo que había aprendido algo de la experiencia. Había logrado satisfacer su curiosidad sobre la intimidad con un hombre, de modo que podía contar como útil la experiencia con Ashdowne. Desde luego, sería la última.

Nunca más se permitiría preocuparse tanto por alguien, ya que su tío abuelo se equivocaba. Las personas no eran la clave para la felicidad. Estaban llenas de engaño y usaban a los demás para sus propios fines. Hasta entonces se había considerado una buena conocedora del carácter, sin embargo se había enamorado de un ladrón infame. Era mejor que se recluyera con sus libros y periódicos, cosas que podía entender. Carecían de poder para lastimarla.

Aunque estaba dominada por el dolor, se negó a llorar. Era más fuerte de lo que Ashdowne imaginaba. Igual que los demás, la había subestimado, considerándola un cuerpo lleno de curvas sin nada en la cabeza. ¡Pues se equivocaba! Observó la tierra que aún manchaba sus dedos y recordó cómo al principio Ashdowne la había mirado como si fuera un insecto.

Al final, era él quien había demostrado ser un insecto, una araña negra y grande que tejía una vasta telaraña para su propia diversión. Pensaba aplastarlo.

Finn lo había convencido de que fuera. De repente al irlandés le preocupaba el bienestar de Georgiana. Después de seguirla toda la mañana, había regresado a Camden Place para informarlo de que la había observado en Orange Grove como si hubiera perdido a su mejor amigo.

A Ashdowne, que se sentía casi igual, le costaba mostrar mucha simpatía hacia ella. Quizá había sido un poco despótico la última vez que la vio, pero ese no era motivo para recurrir a Savonierre.

No supo si reír por la idiotez que había cometido o estrangularla por desafiarlo. Sabía que lo más probable fuera que Savonierre la destruyera sin parpadear, y el impulso de proteger lo que consideraba suyo batallaba con las amargas quejas de su maltrecho orgullo. Aunque no se consideraba taimado, jamás en su vida se había esforzado tanto para conquistar a una mujer. Y aún no sabía dónde estaba con la elusiva señorita Bellewether.

Sintió la tentación de regresar con su cuñada a la mansión familiar y no volver a verla jamás. Pero, ¿quién la protegería de Savonierre? ¿De otros hombres? ¿De sí misma? Contuvo una oleada de pánico que surgía cada vez que pensaba en que no la veía más. Y allí estaba, buscando en el parque a una mujer supuestamente abatida que le había echado a la cara los sentimientos que experimentaba por ella, prefiriendo a cambio el frío consuelo de su “caso”.

Cuando la encontró, tuvo que acallar una réplica mordaz, ya que se hallaba sentada en una zona aislada, como si invitara que algún desalmado la importunara. Pero no dijo nada. Solo se detuvo ante ella, inseguro del recibimiento que le daría. En el momento en que Georgiana alzó los ojos, enrojecidos y húmedos, sintió como si alguien le hubiera dado un golpe en el estómago. Si eso se lo había hecho Savonierre, mataría al bastardo sin pensar en las consecuencias.

Como no confiaba en lo que podía decir, se quedó de pie y la contempló mientras ella se incorporaba despacio con expresión altanera en sus facciones por lo general abiertas. Era evidente que esa tarde no lo iba a recibir con afecto; se tragó su decepción.