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Toller vio en la lejanía un grupo de soldados que avanzaban por la carretera. No les prestó mucha atención durante varios minutos, hasta que se dio cuenta de que su marcha hacia Prad era demasiado lenta para tratarse de un destacamento montado. Contento por haber encontrado una distracción, sacó del bolsillo su pequeño telescopio y enfocó al distante grupo. La razón de su lentitud se hizo evidente. Cuatro hombres en cuernazules escoltaban a otro que iba a pie, seguramente un prisionero.

Toller cerró el telescopio y lo guardó, frunciendo el entrecejo con extrañeza, ya que en Overland los delitos eran prácticamente inexistentes. Había demasiado trabajo que hacer, pocas personas poseían algo que valiese la pena robar y la diseminación de la población dificultaba el escondite de malhechores.

Su curiosidad creció, y le hizo acelerar la marcha hasta alcanzar el cruce con el camino principal, que le dejó un poco adelantado respecto al grupo que avanzaba lentamente. Detuvo su montura y estudió a los hombres que se aproximaban. Los emblemas del guantelete verde en los pechos de los jinetes le revelaron que eran soldados privados del barón Panvarl. El hombre de débil complexión que andaba a tropezones en el centro del cuadrado formado por los cuatro cuernazules vestía ropas de campesino. Llevaba las muñecas atadas delante y unos hilos de sangre seca bajaban desde su enmarañado cabello negro, evidenciando malos tratos.

Toller era consciente de su antipatía hacia los soldados cuando vio que los ojos del prisionero estaban fijos en él y expresaban reconocimiento. Esto hizo que su memoria se activara. Al principio, no había identificado al hombre a causa de su aspecto desastrado, pero ahora supo que era Oaslit Spennel, un fruticultor cuya parcela estaba a seis kilómetros hacia el sur. De vez en cuando suministraba fruta a la casa Maraquine, y tenía fama de ser un hombre de buen carácter, tranquilo y trabajador. El desagrado inicial que sintió hacia los soldados se transformó, al momento, en hostilidad.

—Buen antedía, Oaslit —gritó, adelantando su cuernazul para obstruir la carretera—. Me sorprende encontrarte en tan dudosa compañía.

Spennel le mostró sus muñecas atadas.

—He sido arrestado ilegalmente, mi…

—¡Silencio, comemierda!

El sargento que encabezaba la compañía le hizo un gesto amenazador a Spennel, después se volvió con mirada furiosa hacia Toller. Era un hombre de torso robusto, un poco viejo para su rango, con las toscas facciones y la expresión adusta de los que han visto mucho en su vida, pero sin beneficiarse de la experiencia. Su mirada recorrió en zigzag a Toller, que lo contemplaba impasible, sabiendo que el sargento intentaba encontrar una conexión entre la sencillez de sus ropas con el hecho de que montara un cuernazul que lucía las guarniciones más distinguidas.

—Apártate del camino —dijo finalmente el sargento.

Toller negó con la cabeza.

—Exijo información sobre los cargos que se le imputan a este hombre.

—Exiges mucho para andar desarmado.

El sargento echó una ojeada a sus tres compañeros y éstos le respondieron con sonrisas irónicas.

—No necesito armas en estos parajes —dijo Toller—. Soy lord Toller Maraquine. Quizás hayas oído hablar de mí.

—Todo el mundo ha oído hablar del regicida —murmuró el sargento, aumentando la descortesía del tono al retrasar el tratamiento correcto—, milord.

Toller sonrió mientras grababa en su memoria el rostro del sargento.

—¿Cuáles son los cargos contra tu prisionero?

—Este cerdo es culpable de traición; y tendrá que enfrentarse al verdugo hoy en Prad.

Toller desmontó, moviéndose lentamente para darse tiempo de asimilar la noticia, y fue hacia Spennel.

—¿Qué es lo que he oído, Oaslit?

—Todo son mentiras, mi señor —Oaslit habló con voz baja y aterrorizada—. Le juro que soy del todo inocente. No he insultado en absoluto al barón.

—¿Te refieres a Panvarl? ¿Por qué ha creído él tal cosa?

Spennel miró nerviosamente a los soldados antes de responder.

—Mi campo linda con las propiedades del barón, milord. El manantial que riega mis árboles desagua en sus tierras y…

A Spennel le falló la voz y sacudió la cabeza, incapaz de continuar.

—Sigue —dijo Toller—. No puedo ayudarte a menos que conozca la historia.

Spennel tragó saliva.

—El agua va a parar a un llano donde al barón le gusta que sus cuernazules se ejerciten, y lo enfanga. Hace dos días vino a mi casa para ordenarme que clausurase el manantial con piedras y cemento. Le dije que necesitaba el agua para vivir y me ofrecí a canalizarla fuera de sus tierras. Se puso furioso e insistió en que lo clausurase de inmediato. Le dije que sería de poca utilidad hacerlo, porque el agua encontraría otro camino para salir a la superficie. Entonces…, entonces me acusó de haberle insultado. Se marchó jurando que obtendría una orden del rey para arrestarme y ejecutarme bajo el cargo de traición.

—¡Todo eso por un pedazo de tierra enfangada! —Toller se mordió el labio inferior, desconcertado—. Panvarl debe de estar perdiendo la razón.

Spennel logró esbozar una triste sonrisa.

—Seguramente no, milord. A otros campesinos les han sido confiscadas sus tierras.

—De modo que así van las cosas —dijo Toller con voz baja y ronca, sintiendo el regreso de la decepción que a veces casi lo convertía en un solitario.

Hubo un período, inmediatamente después de la llegada de la humanidad a Overland, en el que creyó que la raza iniciaba una nueva ruta. Aquellos fueron los años impetuosos de exploración y asentamiento en el verde continente que circundaba el planeta, cuando parecía que todos los hombres podrían considerarse iguales y que los viejos boatos serían abandonados. Persistió en sus esperanzas aun cuando la realidad comenzó a contradecirlas, pero al fin tuvo que preguntarse si el viaje entre los dos mundos había sido un esfuerzo inútil.

—No tengas miedo —le dijo a Spennel—. No vas a morir por el asunto de Panvarl. Te doy mi palabra.

—Gracias, gracias, gracias… —Spennel dirigió una mirada a los soldados y bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Milord, ¿no tendrías poder suficiente para liberarme ahora?

Toller negó con la cabeza.

—Que yo fuese en contra de las órdenes del rey sólo te perjudicaría. Además, nos conviene más que continúes hasta Prad a pie; así tendré tiempo suficiente para hablar con el rey.

—Gracias otra vez, milord, desde lo más profundo de mí… —Spennel se interrumpió, como si se avergonzara de sí mismo, como un comerciante que trata de obtener una ganancia que él mismo considera ilegítima—. Si algo me ocurriese, milord, ¿sería tan…, informaría a mi mujer y a mi hija, y se preocuparía de que ellas…?

—No va a sucederte nada malo —dijo Toller, casi con brusquedad—. Ahora tranquilízate cuanto puedas y deja el resto de este triste incidente en mis manos.

Se volvió, caminando con aire indiferente hasta su cuernazul y lo montó, sintiendo cierta preocupación por el hecho de que Spennel, a pesar de las garantías que él le había dado, seguía convencido de que iba a morir —o, al menos, tenía sus dudas—. Era señal de que los tiempos habían cambiado, un indicio de que ya no contaba con el respaldo del rey, y de que esta disminución del respaldo era conocida. Hasta el momento no le había preocupado mucho, pero le preocupaba ahora saber que era incapaz de ayudar a un hombre en la situación de Spennel.