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—Te estás poniendo en ridículo. Vete a casa con tu radiante juguete y déjame que me ocupe de mis asuntos.

—Lo que he dicho es cierto —Toller le dio un tono de dureza a su voz—. El mejor espadachín de su ejército.

Chakkell respondió al nuevo desafío de Toller mirándole con los ojos entrecerrados.

—Parece que los años han debilitado tu mente tanto como tu cuerpo. Supongo que habrás oído hablar de Karkarand. ¿Tienes idea de lo que podría hacerle a un hombre de tu edad?

—Se quedará indefenso ante mí mientras yo tenga esta espada —Toller bajó el arma—. Estoy tan seguro de ello, que apostaría lo que queda de mis propiedades en un duelo con Karkarand. Sé que tiene afición por el juego, majestad. ¿Qué le parece? Todas mis propiedades contra la vida de un campesino.

—¡Así que es eso! —Chakkell sacudió la cabeza—. No estoy dispuesto a…

—Podemos hacerlo a muerte si lo desea —insistió Toller.

Chakkell saltó de su asiento.

—¡Eres un estúpido arrogante, Maraquine! Ahora tendrás lo que tan insistentemente has buscado desde el día en que nos conocimos. Será un gran placer ver como la luz del día traspasa tu duro cráneo.

—Gracias, majestad —dijo Toller secamente—. Mientras tanto…, ¿podría suspenderse la ejecución?

—No será necesario. El resultado se conocerá de inmediato.

Chakkell levantó una mano y un secretario cargado de espaldas, que seguramente había estado espiando por un agujero de observación, se deslizó en el salón por una pequeña puerta.

—¿Majestad? —dijo, inclinándose tan exageradamente que Toller dedujo que debía de haber adquirido aquel defecto a causa de muchos años de sumisión.

—Dos cosas —dijo Chakkell—. Informa a los que esperan fuera que debo salir para tratar otro asunto, pero que no se inquieten porque mi ausencia será breve. ¡Extremadamente breve! Y segundo, di al comendador de la casa que preciso que Karkarand esté en el patio de armas dentro de tres minutos. Que vaya armado y preparado para enfrentarse a un desafío.

—Sí, majestad.

El secretario se inclinó de nuevo y, tras dirigir una mirada prolongada y especulativa a Toller, se dirigió con rapidez hacia la puerta doble. Se movía con paso ansioso: un día que se anunciaba aburrido se había convertido de repente en promesa de memorable diversión. Toller observó cómo se alejaba y, habiéndosele concedido tiempo para pensar, empezó a preguntarse si habría sobrepasado los límites de la razón en su defensa de Spennel.

—¿Qué sucede, Maraquine? —dijo Chakkell recobrando su anterior jovialidad—. ¿Te arrepientes?

Sin esperar una respuesta, el rey le hizo un gesto con el dedo para que le siguiese y abandonó la sala de audiencias por una salida privada cubierta con una cortina. Mientras caminaba detrás del regente por el pasillo recubierto de madera, llegó a su mente la imagen de Gesalla en el momento de su partida: recordó sus preocupados ojos grises, y sus dudas se incrementaron. ¿Tenía su esposa el poder de intuir el peligro que saldría a su encuentro? Su coincidencia en el camino con Spennel y los soldados había sido casual, desde luego, pero Toller vivía en una sociedad donde la muerte violenta no era un suceso desacostumbrado, y en años anteriores no se había alterado por las noticias de ejecuciones sumarias e injustas. ¿Podría ser que, aquejado de una insatisfacción destructiva, hubiese buscado una forma de colocarse en una situación peligrosa, aunque aquel encuentro no se hubiera producido?

Si lo que procuraba inconscientemente era ponerse en peligro, lo había logrado. Nunca había visto a Karkarand, pero sabía que el hombre era un extraordinario luchador con la espada, desprovisto del más leve vestigio de consideración por la vida humana, con una complexión tan fuerte que se rumoreaba que había matado a un cuernazul de un puñetazo. Para un hombre de mediana edad, aunque estuviese armado, enfrentarse a tal máquina de matar era un acto que bordeaba el suicidio. Y como última muestra de imbecilidad, había apostado la hacienda que daba soporte a su familia al desenlace del duelo.

«Perdóname, Gesalla», pensó Toller, encogiéndose mentalmente ante la mirada severa de su esposa única. «Si sobrevivo a este episodio me comportaré con prudencia hasta el día que muera. Prometo ser lo que quieras que sea».

El rey Chakkell llegó hasta la puerta que conducía al exterior y, prescindiendo del protocolo, tiró de ella para abrirla haciendo un ademán a Toller para que le precediese en la salida al patio de armas. Un resto de sentido común hizo dudar a Toller; después, advirtió la sonrisa de Chakkell y comprendió el simbolismo de su acción: se alegraba de infringir sus reglas normales de conducta por el privilegio de conducir a un antiguo adversario fuera del mundo de los vivos.

—¿Qué te preocupa, Toller? —preguntó, nuevemente jovial—. Al llegar a este punto, cualquier otro hombre estaría reconsiderando su situación. Quizá tú la consideras por primera vez. ¿O te estás arrepintiendo?

—Al contrario —contestó Toller, volviendo a sonreír—. Estoy deseoso de hacer un poco de ejercicio.

Colocó la vaina de cuero sobre la superficie de grava del patio y sacó la espada. Era agradable apreciar su peso equilibrado y la precisión con que se adaptaba a la mano, y su ansiedad empezó a disminuir. Levantó la vista hacia el enorme disco del Viejo Mundo y vio que la hora novena acababa de iniciarse, lo que significaba que aún podría llegar a casa antes de la noche breve.

—¿Qué es eso, un canal para la sangre? —dijo Chakkell al acercarse para mirar la espada de acero y advirtiendo una estría que partía de la empuñadura—. Con una hoja tan larga no podrás hundirla hasta el mango.

—Nuevos materiales, nuevos diseños —Toller, que no deseaba que el secreto del arma fuese revelado prematuramente, se giró y examinó la hilera de cuarteles militares y almacenes que bordeaban el patio de armas—. ¿Dónde está su espadachín, majestad? Espero que se mueva con mayor presteza en el combate.

—Eso lo descubrirás pronto —dijo Chakkell con serenidad.

En ese momento se abrió una puerta en el muro del fondo y surgió un hombre vestido con uniforme de soldado. Tras él aparecieron otros soldados que se distribuyeron por los lados, mezclándose con la fila de espectadores que se formaba silenciosamente en el perímetro del patio. Toller comprendió que la noticia se había extendido con rapidez, atrayendo a aquellos que esperaban ver una pincelada rojiza añadida a la monótona vida de palacio.

Volvió su atención al soldado que salió primero y que ahora se dirigía hacia donde estaban ellos. Karkarand no era tan alto como Toller había imaginado, pero tenía un torso tremendamente ancho y unas piernas tan poderosas que avanzaba con paso ágil y elástico a pesar de su corpulencia. Sus brazos eran tan musculosos que, incapaces de colgar verticalmente a los lados, se proyectaban lateralmente en ángulo, dando un toque de monstruosidad a su aspecto ya intimidatorio. La cara de Karkarand era muy grande, pero más estrecha que el tronco de su cuello; sus facciones estaban veladas por una barba cerdosa y rojiza. Los ojos, fijos en los de Toller, eran tan claros y brillantes que parecían fosforescentes a la sombra del casco de brakka.

Toller comprendió de inmediato que había cometido un gran error al lanzar aquel reto ante el rey. Delante de él tenía a una criatura que más parecía una máquina de guerra que un ser humano, y que no necesitaba ningún arma para incrementar las fuerzas destructivas con que la naturaleza había dotado a su cuerpo grotesco. Aunque fuese desarmado casualmente por un oponente, sería capaz de dirigir el combate hasta un desenlace fatal. Toller aumentó de forma instintiva la presión de su mano sobre la espada y, decidiendo no esperar más, apretó el botón de la empuñadura. Sintió que el receptáculo de vidrio se rompía en su interior y soltaba su carga de fluído amarillo.