Toller no tenía deseos de hablar; volvió a bajar la escalera y, casi escondiéndose, fue a situarse junto a una portilla en mitad de la nave, en un estrecho espacio entre dos embalajes de suministros. Era algo que a veces había hecho de pequeño, cuando necesitaba evadirse del mundo exterior; y en la soledad reencontrada intentó identificar la razón de su inquietud.
¿Se debería a que el cielo se había vuelto inesperadamente negro? ¿O sería una preocupación ya arraigada en él, una protesta emocional instintiva ante la idea de alcanzar una velocidad de miles de kilómetros por hora? El motor principal estaba funcionando casi sin interrupción desde el comienzo del viaje, y por tanto, según Zavotle, la velocidad de la nave debía superar largamente cualquiera que el hombre hubiese experimentado con anterioridad. Al principio fue claramente audible la embestida del aire contra el casco; pero cuando el cielo se oscureció, ese sonido fue desapareciendo poco a poco. La luz del sol que se filtraba a través de la portilla dificultaba a Toller la visión del universo exterior, pero la calma eterna parecía reinar como siempre, sin mostrar ningún signo de que la nave atravesaba el espacio a muchos cientos de kilómetros por hora.
¿Podía este hecho estar relacionado con su inquietud? ¿Le preocuparía a una parte de su mente aquella discrepancia entre lo que observaba y lo que sabía que estaba ocurriendo?
Toller reflexionó brevemente sobre esa idea, y después la rechazó. Nunca había sido demasiado sensible, y un viaje por el espacio no iba a cambiar su naturaleza. Si se estaba poniendo nervioso debía ser por asuntos más inmediatos, tales como haberse situado tan cerca de una portilla. El entablado del casco del Kolkorron estaba reforzado con aros de acero en el exterior y capas de alquitrán y lona en el interior, lo que proporcionaba una gran resistencia al conjunto de la estructura de la nave; pero existían zonas vulnerables alrededor de las portillas y compuertas. En uno de los primeros experimentos de vuelo había saltado una portilla, ocasionándole a un mecánico la rotura de los tímpanos, aunque el accidente no sucedió en el vacío.
Un ligero sonido silbante procedente de la cubierta superior le indicó que alguien había mezclado una proporción de sal de fuego con agua para mantener el aire respirable. Un minuto más tarde llegó a la nariz de Toller su aroma característico —que recordaba al de las algas marinas—, mezclado con el olor del alquitrán que parecía haberse intensificado.
Aspiró, y se dio cuenta de que el olor a alquitrán era mucho más notable, y su sensación de alarma creció. De un sólo movimiento se quitó un guante y tocó la superficie del casco que tenía cerca. Estaba un poco caliente, aunque no lo bastante para que se hubiera reblandecido el alquitrán; pero le extrañó, porque esperaba encontrarla fría. Ese descubrimiento abrió una puerta en su mente, y en seguida supo con exactitud qué era lo que le había provocado sus vagas inquietudes…
¡Estaba incómodo a causa del exceso de calor de su cuerpo!
El traje espacial acolchado había sido diseñado para proteger del intensísimo frío de la zona de ingravidez, y casi no consiguió su propósito; pero ahora estaba demostrando ser tan eficiente que a Toller le pareció que iba a empezar a sudar.
«¡Debe de haber un error! ¡No podemos estar cayendo hacia el sol!». Toller se esforzaba por controlar sus pensamientos, cuando el sonido del motor se apagó y en ese mismo instante oyó la voz de Zavotle que lo llamaba desde la parte más alta de la nave. Consciente otra vez de su carencia de peso, Toller se lanzó al aire hacia la escalera y subió ayudándose con las manos. Llegó a la cubierta superior y miró a los tripulantes. A excepción de Gotlon, todos estaban echados en sus camas de red.
—Ocurre algo extraño —dijo Zavotle—. La nave se está calentando.
—Ya lo he notado —Toller miró a Gotlon, que le contemplaba desde el asiento de piloto—. ¿Estamos en la ruta adecuada?
Gotlon asintió enfáticamente.
—Señor, la seguimos con exactitud desde el principio. Le juro que Gola no se ha apartado del centro de la retícula ni un segundo.
Gola era una figura de la mitología kolkorronesa que se aparecía a los marineros perdidos y los guiaba a puertos seguros, y se le había dado ese nombre a la estrella elegida como referencia para la primera parte del viaje.
Toller se dirigió a Zavotle.
—¿No podríamos estar desplazándonos lateralmente, cayendo hacia el sol, aunque la proa de la nave continúe apuntando hacia Gola?
—¿Por qué íbamos a caernos? E incluso en ese caso, sería demasiado pronto para que el calor se manifestara en esta proporción.
—Si miráis hacia atrás, veréis que aún estamos en la misma posición relativa respecto a Overland y Land —añadió Berise—. Vamos bien.
—Esto es algo que debo apuntar en mi diario de vuelo —dijo Zavotle casi para sí—. Tendremos que asumir que el espacio es caliente. En realidad no hay que sorprenderse, porque aquí el sol siempre brilla. Pero también brilla en la zona de ingravidez, y allí hace un frío terrible. Esto es otro misterio, Toller.
—Misterio o no —replicó Toller, decidiendo actuar de forma positiva para compensar la incertidumbre originada por el primer contacto con lo inesperado—, eso significa que podemos librarnos de estos malditos trajes, y es algo de lo que hay que alegrarse. Al menos podremos estar más cómodos.
Al tercer día de vuelo se estableció una rutina de a bordo, lo cual satisfizo a Toller. Era consciente de los peligros de la monotonía y el aburrimiento, pero estos eran problemas humanos conocidos y se sentía capaz de afrontarlos. Pero cuando la naturaleza se volvía caprichosa, contradiciendo las creencias más arraigadas del hombre, empezaba a sentirse como una criatura perdida en un peligroso bosque.
Después del descubrimiento inicial, ahora bien aceptado, de que el espacio era agradablemente cálido, la revelación que siguió fue producto de la observación. El primero en darse cuenta de que no había meteoros en el vacío interplanetario fue Wraker. Para sorpresa de Toller, Zavotle dio gran importancia al asunto, convencido en apariencia de que tenía algún significado, y éste fue objeto de una nueva anotación en su diario.
La enfermedad del hombre menudo parecía progresar de acuerdo con sus previsiones. Aunque no se quejaba, estaba visiblemente más delgado, y pasaba gran parte del tiempo presionando su estómago con los puños. También, cosa extraña en el carácter de Zavotle, se había vuelto colérico y agrio con los miembros jóvenes de la tripulación, en especial con Bartan Drumme. Los otros —aunque convencidos de que Bartan tenía accesos de locura— eran tolerantes, mientras que Zavotle lo convertía en centro de sus burlas y sarcasmos con harta frecuencia. Bartan aguantaba el abuso con ecuanimidad, seguro de la consistencia de su ilusión; pero en varias ocasiones Berise se sintió obligada a intervenir, y su relación con Zavotle se había hecho tensa.
Toller se mantenía al margen, sabiendo que su viejo amigo estaba gobernado por demonios peores que los suyos, y confiaba en que Berise no dejaría que la situación se le escapase de las manos. Su propia relación con ella —incluso después de los cinco días pasados en el universo exlusivo de la nave espacial descendente— era afectuosa, cómoda y totalmente desapasionada. Se habían encontrado en un momento determinado, un momento durante el cual sus necesidades se complementaron a la perfección, un momento que nunca se repetiría, y ahora habían tomado caminos separados hacia el futuro, sin obligaciones ni reproches. Ni siquiera se le ocurrió poner objeciones cuando ella solicitó un puesto en la expedición. Sabía que ella comprendía los peligros, y que sus razones tenían que ser al menos tan válidas como las de él.