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El viaje a través de aquella región de Farland fue uno de los más extraños que Toller había realizado en su vida.

Parte de su rareza provenía de que las circunstancias imperantes y el ambiente eran únicos. A pesar de la protección que ofrecía la cubierta de lona del transporte, los cinco astronautas estaban invadidos por una frialdad húmeda que no se parecía a ninguna de las que habían soportado con anterioridad. El alba llegó, no en forma de manantial de luz dorada y calor como sucedía en Overland, sino como un furtivo cambio en el color del paisaje, de negro a gris plomizo. Incluso el aire en el interior del vehículo se tiñó de gris, una mezcla de aliento exhalado y la pegajosa humedad que se filtraba desde el exterior y parecía inmovilizar a los pasajeros y helarles la sangre. Sólo Sondeweere, vestida con una túnica y unos pantalones, no parecía afectada por el frío penetrante.

Los viajeros separaban la lona de vez en cuando, ansiosos por ver el mundo extraño y a sus habitantes, pero poco descubrieron que les maravillase en sus fugaces visiones de las praderas verdiazules barridas por cortinas de lluvia y niebla. Toller observó que la carretera sobre la que viajaban estaba pavimentada y en buen estado, mucho mejor que cualquier carretera de Overland. A medida que se fue ensanchando, empezaron a divisar las primeras viviendas de los farlandeses.

Las casas llamaron su atención, no porque tuviesen un estilo exótico, sino por su aspecto absolutamente normal. De no ser por la inclinación de sus techos, las casitas de un solo piso, desprovistas de adornos, podrían haberse confundido con las edificadas en casi todos los lugares de los planetas gemelos. No había señal de los habitantes a esas horas tempranas de la mañana, y a Toller le pareció razonable que permaneciesen en la cama el mayor tiempo posible, en vez de aventurarse a salir con un clima tan inhóspito.

—No siempre es tan frío y lóbrego —explicó Sondeweere en un momento del viaje, hablando desde su posición aislada en el timón del vehículo—. Nos encontramos en las latitudes medias del hemisferio norte, y habéis llegado a mitad del invierno.

Toller conocía el concepto de las estaciones, gracias a que había nacido en una familia de filósofos del viejo Kolkorron; pero era nuevo para los miembros más jóvenes del grupo, mentalmente condicionados por vivir en un planeta cuyo ecuador estaba exactamente en el plano de su órbita alrededor del sol. Al principio, la idea de que Farland estuviese inclinado fue difícil de entender para ellos; y después, cuando empezaron a asimilarla, formularon multitud de preguntas a Sondeweere, intrigados por la idea de que los días y las noches variasen continuamente de duración y las consecuencias que se derivaban. Por su parte, Sondeweere parecía contenta de poder apartar el componente simbónico de su identidad durante un rato, y comportarse con naturalidad como un humano entre humanos.

Escuchando la conversación, a Toller le asaltaba de vez en cuando una sensación de irrealidad. Tenía que recordarse a sí mismo que Sondeweere había sufrido una metamorfosis increíble, y que el grupo se encontraba en camino hacia una batalla con seres desconocidos por la posesión de una nave que había surgido de los milagros y la magia. Y además, que todos podían morir en las próximas horas. Los jóvenes guerreros parecían haber prescindido de ese pensamiento, confiados, como en otras ocasiones, en que la muerte no podría alcanzarlos.

«Seguid así todo el tiempo que podáis», les aconsejó mentalmente, sabiendo que la euforia que siempre lo había sostenido al aproximarse la batalla estaba totalmente ausente. ¿Era ésta la reacción de un hombre acostumbrado al sol en un planeta desolado y envuelto en niebla, cuyo frío húmedo y pegajoso penetraba hasta los huesos? ¿O se trataba de una premonición? ¿Era que la capacidad para gozar de cualquier tipo de placer se le negaba, en preparación para el desengaño final?

Durante una de sus miradas al paisaje desierto, su atención fue atraída por un edificio alejado que, si bien se adecuaba al paisaje de aquel planeta, no se parecía a nada que hubiera visto antes. Enclavado en un estrecho valle, era poco más que una silueta casi negra entre los grises oscuros; pero parecía enorme en comparación con las casas farlandesas y tenía numerosas chimeneas que arrojaban humo al cielo tenebroso.

—Una fundición de hierro que abastece a las fábricas de toda la región —explicó Sondeweere a su pregunta—. En Overland las distintas tareas pueden ser realizadas al aire libre, pero aquí, a causa del clima, es necesario tener un recinto cerrado. Los nativos de Farland habrían edificado estructuras similares a su debido tiempo, pero los simbonitas han acelerado el proceso de industrialización. Es uno de los crímenes contra la naturaleza en general, y contra la gente de este planeta en particular.

«Pero tú eres una simbonita», pensó Toller. «¿Cómo puedes criticar las actividades de los de tu propia especie?».

La pregunta, que le llegó como de lejos, fue desplazada de inmediato por otras, menos especulativas, que habían empezado a abrumar su mente. Antes, sin adentrarse en su dimensión intelectual, se había representado una imagen simplista de los superseres que se apoderaban con facilidad del control de un mundo primitivo; pero ahora se le ocurría que los simbonitas habrían estado en una situación parecida a la de una pequeña compañía de soldados kolkorroneses bien armados enfrentándose a mil hombres de una tribu gethana. En un enfrentamiento simple y directo, no importaba cuál fuese la superioridad de sus armas, sin duda serían vencidos; por eso habían recurrido a otras estrategias.

—Tengo curiosidad por una cosa —le dijo a Sondeweere—: ¿han intentado alguna vez los farlandeses oponer resistencia a los invasores?

—Ellos ignoran la intrusión —contestó ella, con los ojos fijos en la carretera débilmente iluminada—, y ¿quién podría hacérselo notar? Tú te mostrabas remiso a aceptar cualquier cosa que Bartan dijera sobre mí…, de modo que imagina cómo habrías reaccionado si te hubiera dicho que el rey Chakkell y la reina Daseene y sus hijos, más todos los aristócratas del país y sus hijos, eran extraños conquistadores de apariencia humana. ¿Le habrías creído e intentado organizar una rebelión? ¿O lo habrías considerado como un lunático que deliraba?

—Pero hablas de las clases gobernantes. Nos dijiste que las esporas simbonas descendieron a este planeta al azar, y que no pudieron elegir a sus anfitriones.

—Sí, pero ¿no comprendes que los simbonitas en cualquier sociedad se infiltrarían rápidamente y dominarían la estructura del poder?

Sondeweere continuó exponiendo su visión sobre el desarrollo de Farland en los tres siglos anteriores. Al principio existía el abismo de incomprensión entre el pueblo y los gobernantes que se da en cualquier sociedad primitiva. Vistos por los farlandeses indígenas, sus amos y señores eran misteriosos y casi divinos, y progresivamente fueron haciéndose más innovadores, más inventivos. Introdujeron nuevas ideas, como la máquina de vapor para el trabajo duro; y a cada paso su posición se fortalecía, hasta ser inexpugnable.

Forzaron la marcha del desarrollo industrial, pero con mano segura y con paciencia. Habiendo comenzado con un mínimo quizá de seis individuos simbonitas, comprendieron la necesidad de proceder con precaución, pero a medida que las décadas se sucedían fueron extendiendo las bases para una cultura simbonita que estaba destinada a dominar todo el planeta. Se mezclaron libremente con la población nativa, pero también tenían refugios en los que no podía entrar ningún farlandés, lugares secretos donde llevaron a cabo trabajos de investigación y experimentaron con ideas científicas que podrían haber producido alarma de haberse hecho públicas. Fue en uno de esos enclaves protegidos donde diseñaron y construyeron la nave.