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El vehículo de transporte realizó un brusco giro a la izquierda y, en pocos minutos, su movimiento relativamente suave se transformó en una marcha tambaleante que produjo una serie de crujidos en el chasis. Toller se incorporó y miró hacia delante, más allá de la figura blanca de Sondeweere, y vio que habían abandonado la carretera y avanzaban a través de un prado abierto. El horizonte visto a través del vidrio salpicado de gotas era casi plano, y el terreno carecía de rasgos distintivos, exceptuando unos cuantos árboles chatos y cónicos.

—¿A qué distancia estamos ahora? —preguntó.

—No lejos, a unos veinte kilómetros —dijo Sondeweere—. Será incómodo para vosotros, pero a partir de aquí debemos ir a la máxima velocidad posible. Hasta ahora los simbonitas no tenían una verdadera razón de alarma, porque la carretera conduce a muchos destinos; pero por aquí sólo…

Se calló, su respiración se hizo jadeante y sus manos se apartaron del timón durante un momento, haciendo que el vehículo se desplazara a un lado. Los que estaban detrás de Toller se alertaron y buscaron sus armas.

—¿Ocurre algo? —preguntó él, casi seguro ya de lo que ocurría.

—Nos han descubierto. La alarma ha funcionado antes de lo que esperaba —dijo Sondeweere.

Su voz no reveló ansiedad alguna, pero alzó una palanca y el sonido del motor creció. Las protestas del chasis aumentaron a medida que el vehículo ganaba velocidad. Toller sintió que su antigua, y hasta entonces debilitada excitación, aumentaba.

—¿Tienen fortificaciones? ¿Armas? ¿Puedes adelantarnos algo de lo que nos espera?

—Muy poco, me temo. La inteligencia de estos seres es difícil de prever.

Sondeweere siguió hablando para informarles de que, por lo que ella sabía, la nave simbonita estaba guardada en el antiguo cráter de un meteorito, que servía como refugio natural. Creía que existía otra protección alrededor del borde del cráter. Habría guardianes armados, cuyo número no conocía, y sus armas debían de ser espadas y quizá lanzas.

—¿No tienen arcos y flechas?

—La complexión física de los nativos no les permite usar diestramente el arco o cualquier otro tipo de arma arrojadiza.

—¿Y armas de fuego?

—En este planeta no hay árboles de brakka, y los conocimientos de química de los farlandeses no están lo bastante avanzados para que hayan podido inventar explosivos artificiales.

—Eso parece bastante esperanzador —dijo Wraker, dándole un codazo a Toller—. Las defensas no están proporcionadas a las circunstancias.

—En una situación normal no habría necesidad de defender la nave, excepto de algún incordiante animal salvaje —dijo Sondeweere—. No hubiera servido de nada que yo intentara llegar aquí sola, y ninguna persona podría haber previsto, mediante el empleo de la lógica, la llegada de una nave de Overland antes de que pasaran cuatro o cinco siglos —sonrió, y su voz adquirió un tono cálido—. Según el punto de vista racional que tienen los simbonitas del universo, las personas como vosotros no existen.

Wraker sonrió.

—Pronto se enterarán de que existimos, y pagarán el precio.

Toller frunció el entrecejo.

—No debemos ser demasiado confiados. ¿Cuánto tiempo necesitarán los simbonitas para conseguir refuerzos?

—No lo sé —dijo Sondeweere—. Al norte de este sector se está haciendo una gran carretera, pero no sé a qué distancia.

—Pero tú conocías nuestra posición exacta cuando estábamos a miles de kilómetros en el vacío.

—Eso era porque existe una empatia natural y muy poderosa entre nosotros, porque tenemos el mismo origen humano. Las mentes de los farlandeses son poco parecidas a la mía.

—Ya entiendo —dijo Toller—. Es obvio que no podemos decidir nuestra táctica de antemano, pero tengo una última pregunta sobre la nave.

—¿Si sabré hacerla volar? La respuesta es sí.

—¿A pesar de no haberla visto nunca?

—Es otra cosa más que no puedo explicaros, ni siquiera telepáticamente, y lo siento de veras. Pero la nave no está gobernada por mandos mecánicos. Si una persona comprende por completo los principios de su funcionamiento, la nave hará lo que le ordene; sin esa comprensión necesaria no se moverá ni un centímetro.

Toller se quedó en silencio, confundido al recordar que Sondeweere, a pesar de su apariencia y comportamiento absolutamente normales, era en realidad un ser superior y enigmático. El hecho de que pudieran comunicarse con ella en lo que les parecía condiciones de igualdad tenía que deberse a una hábil tolerancia por su parte; como si un venerable filósofo procurara entretener a un niño de dos años.

Dirigió una mirada a Bartan, consciente por primera vez de la insólita situación del joven, y vio que sus ojos estaban clavados en la parte posterior de la cabeza de Sondeweere, con una expresión ensimismada y sombría. Al captar la mirada de Toller, Bartan esbozó una sonrisa triste y le ofreció el odre de coñac. Toller hizo ademán de evitarlo y percibió un inicio de desafío en el rostro del joven; entonces giró hacia arriba la palma de la mano con un movimiento reflejo. «Me estoy haciendo blando», pensó al aceptar el odre de coñac y beber un buen trago, «pero quizá no por demasiado tiempo».

—¿Y tú, Sondy? —preguntó Bartan, en franca actitud provocativa—. ¿Te apetece un trago de coñac para entrar en calor?

—No. Su calor es ficticio, y el sabor me parece desagradable.

—Me lo imaginaba —dijo Bartan, y ahora en su voz tenía un tono apesadumbrado y hosco—. ¿Cómo has sobrevivido todo este tiempo? ¿Con néctar y rocío? Cuando volvamos a nuestra granja tendrás la posibilidad de hartarte de eso, pero confío en que no pondrás ninguna objeción si yo sigo prefiriendo bebidas más fuertes.

Sondeweere le dirigió una mirada de súplica.

—Bartan, tienes derecho a forzar una salida… aunque algunas cosas que debo decirte sería mejor tratarlas en privado, pero nosotros…

—No tengo nada que ocultar a mis amigos, Sondy. ¡Adelante! Explícanos que no sería adecuado para una princesa acostarse con un campesino.

—Bartan, por favor, no te causes más daño inútil —Sondeweere había elevado el tono de voz para superar el ruido del vehículo que seguía avanzando velozmente, pero en ella había ternura y preocupación—. Incluso a pesar de que he cambiado mucho, seguiría siendo tu esposa, pero nunca podrá ser… porque…

—¿Por qué?

—Porque tengo un deber más importante con la población humana de Overland. Me niego a privar a mi propia gente de su patrimonio evolutivo fundando una dinastía de simbonitas que dominarían a los seres humanos corrientes y, por último, los conducirían a la extinción.

Bartan pareció asombrado al oír una razón en la que no había pensado, pero aún estaba excitado en exceso para comprender con rapidez.

—Pero no es necesario que tengamos hijos. Hay métodos… la doncellamiga es sólo uno… Y además, nunca entró en mis cálculos cargar con un montón de criaturas ruidosas.

Sondeweere consiguió reírse.

—No me mientas, Bartan. Sé lo mucho que te gustan los niños, pero los descendientes verdaderos; los nuestros serían híbridos extraños. Si tienes la gran fortuna de volver vivo a Overland, tu única posibilidad de ser feliz es establecerte con una joven normal que te dé hijos normales. Ése, créeme, es un futuro por el que vale la pena esperar y luchar.

—Pero es un futuro que rechazo —dijo Bartan.

—La decisión no está en tus manos, Bartan —Sondeweere se interrumpió cuando el vehículo transportador chocó contra una elevación del terreno y el estruendo hizo imposible la conversación—. ¿Te has olvidado de los simbonitas de este planeta? Si logramos robarles la nave y volver a Overland en ella, construirán otra e irán a buscarme. No correrán el riesgo de que sobreviva con la posibilidad de tener hijos. Creo que la segunda nave llevará armas, armas terribles, y los simbonitas estarán dispuestos a usarlas.