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—Con mucho gusto —Bartan hizo un gesto teatral señalando a la hondonada pantanosa—. A todos os gustará saber que ese plato de papilla enmohecida no es más que la señal que tanto hemos anhelado desde el principio. Al otro lado, justo detrás de esas colinas, encontraréis la mejor tierra que nunca hayáis visto, extendiéndose legua tras legua en todas las direcciones, hasta donde el ojo alcance a ver. Amigos míos, nuestro viaje casi ha terminado. Pronto nuestros días de fatigas y tribulaciones habrán llegado a su fin, y podremos reclamar…

—Basta de palabrería —gritó Trinchil, alzando las manos para sofocar la excitación creciente entre los espectadores—. Ya hemos sufrido tu retórica demasiadas veces en el pasado. ¿Por qué íbamos a creerte ahora?

—Sigo diciendo que tendríamos que volver al norte —dijo Raderan, adelantándose—. Y si vamos a hacerlo, sería mejor volver ahora desde aquí, antes que perder el tiempo bordeando esa ciénaga por las dudosas afirmaciones de un imbécil.

—Imbécil es una palabra demasiado suave para él —dijo Firenda, la voluminosa esposa de grado del granjero Raderan.

Después de reflexionar un momento, sugirió lo que ella consideraba una descripción más apropiada, arrancando una carcajada de muchas de las mujeres y una risa aún más exaltada por parte de los niños.

—Es una suerte que esté protegida por las faldas, señora —protestó Bartan, dudando en su interior de la posibilidad de soportar a la giganta más que unos segundos.

Para su consternación, ella empezó inmediatamente a manipular el nudo del cordel de su cintura.

—Si sólo son mis ropas lo que te frenan —dijo con voz áspera— pronto podremos…

—¡Déjame esto a mí, mujer! —Trinchil se había erguido en toda su estatura en afirmación de su autoridad—. Todos los que estamos aquí somos gente razonable, y nos conviene resolver nuestras disputas de una forma racional. Estarás de acuerdo con eso, ¿verdad, señor Drumme?

—Totalmente —dijo Bartan, aunque su alivio estaba limitado por la sospecha de que las intenciones de Trinchil respecto a él no se habían tornado amigables de repente.

Detrás del círculo de gente vio la figura rubia de Sondeweere que apartaba la lona de la carreta y se bajaba de ella. Supuso que volvería a subir al enterarse de que él se encontraba en nuevas dificultades, para no aumentar sus problemas con su presencia. Llevaba una blusa verde sin mangas y unos ceñidos pantalones de un tono más oscuro. Ese atuendo era bastante común en las jóvenes de las poblaciones campesinas, pero Bartan notaba que ella lo llevaba con una elegancia especial que la distinguía de todas las demás y que delataba cualidades espirituales igualmente excepcionales. Incluso con la mente ocupada por su difícil situación, experimentó un intenso placer al contemplar sus graciosos y lánguidos movimientos al descender por un lado de la carreta.

—Siendo así, señor Drumme —dijo Trinchil, acercándose a la carreta de Bartan—, creo que ha llegado el momento de despertar a tu pasajera durmiente y que empiece a pagar su viaje.

Este era el momento que Bartan había esperado evitar desde el comienzo de la expedición.

—Ah… Pero eso ocasionará mucho trabajo.

—No tanto como cruzar esas colinas y encontrar quizás otra ciénaga o un desierto al otro lado.

—Sí, pero…

—¿Pero qué? —Trinchil tiró de la cubierta de lona—. Tienes ahí dentro una aeronave, y puedes volar en ella, ¿no? Si se probara que has llenado la cabeza de mi sobrina con un montón de mentiras, me pondría muy furioso. Tan furioso como nunca me has visto. Más furioso de lo que puedas ser capaz de imaginar.

Bartan miró a Sondeweere, que ya estaba llegando al grupo, y se desconcertó al ver que le observaba con expresión interrogante, por no decir de duda.

—Desde luego, mi aeronave está ahí —dijo con precipitación—. Bueno, en realidad es más un aerobote que una aeronave; pero les aseguro que soy un piloto excelente.

—Nave, bote o cascarón, no vamos a escuchar ninguna excusa más.

Trinchil empezó a desatar la cubierta y otros hombres se acercaron voluntariamente para ayudarle.

Sin atreverse a plantar objeciones, Bartan contempló la operación con el ánimo cada vez más sombrío. El aerobote era el único objeto de valor que había heredado de su padre, un hombre cuya pasión por volar fue empobreciéndole poco a poco, y terminó matándolo. La capacidad de vuelo de la nave era dudosa en extremo, pero Bartan había ocultado esa circunstancia cuando se presentó para que le permitiesen unirse a la expedición. «Un explorador aéreo puede ser de gran valor para el grupo», había argüído; y Trinchil, de mala gana, asignó una carreta para transportar el artefacto. Hubo muchas ocasiones durante el viaje en las que un reconocimiento desde el aire habría sido muy útil a pesar de los problemas que suponía hacer volar el bote, y en cada ocasión había empleado su ingenio hasta el límite, inventando razones creíbles para permanecer en tierra. Ahora, sin embargo, parecía que por fin había llegado la ocasión.

—Míralos, revolviendo como locos —dijo, colocándose junto a Sondeweere—. ¡Para ellos es como un juego! Cualquiera pensaría que dudan de mi habilidad de piloto.

—Eso se demostrará en seguida —Sondeweere habló con menos afecto del que Bartan habría deseado—. Espero que seas mejor piloto que guía.

—¡Sondy!

—Bueno —dijo ella, sin cambiar el tono—. Tienes que reconocer que hasta el momento la has cagado en todo.

Bartan la miró herido y desconcertado. El rostro de Sondeweere era probablemente el más hermoso que había visto nunca —grandes y separados ojos azules, nariz perfecta y labios voluptuosos y bien dibujados— y su instinto le decía que poseía una belleza interior semejante. Pero de vez en cuando utilizaba un lenguaje que delataba que era tan grosera como los desharrapados con los que las circunstancias de su nacimiento la habían obligado a relacionarse. ¿Era una táctica deliberada por parte de ella? ¿Estaba previniéndolo a su modo de que la vida del campo que iba a adoptar no era indicada para remilgados? Pero sus pensamientos pronto se desviaron hacia asuntos más prácticos cuando vio que un campesino estaba subido en la carreta y cogía una caja pintada de verde con la intención de arrojarla al suelo.

—¡Cuidado! —gritó Bartan, acercándose rápidamente—. ¡Ahí dentro hay cristales!

El campesino se encogió de hombros sin inmutarse y bajó la caja hasta ponerla en manos de Bartan.

—Dame también los cristales púrpuras —dijo éste.

Cuando hubo recibido la segunda caja, se colocó una debajo de cada brazo y las llevó hasta un gran pedrusco de superficie plana. Los cristales verdes de pikon y los púrpura de halvell, ambos extraídos del suelo por el sistema radicular de los árboles de brakka, no eran realmente peligrosos —a menos que se mezclasen en un recipiente cerrado—, pero eran caros y difíciles de conseguir fuera de las grandes poblaciones, y Bartan cuidaba mucho la escasa cantidad que le quedaba. Una vez aceptada la necesidad de realizar el vuelo a pesar de los peligros implícitos, empezó a supervisar la operación de desembalar y montar el aerobote.

Aunque la pequeña barquilla era muy ligera, no le preocupaba en absoluto su resistencia, y el motor de propulsión, siendo de madera de brakka, podía considerarse indestructible. Lo que en realidad preocupaba a Bartan era el globo de gas. El lienzo barnizado ya se encontraba en condiciones dudosas cuando lo empaquetó, y el largo período de almacenamiento en la parte posterior de la carreta probablemente lo habría deteriorado aún más. Examinó la tela y las costuras de las bandas y cintas de carga mientras la iba extendiendo en el suelo, y lo que descubrió aumentó su desconfianza en el vuelo que tenía que emprender. Al tacto la lona parecía papel, y había muchos cabos de hilo sueltos agitándose sobre las cintas.