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No dormí mucho. No sé por qué, pero no podía, porque estaba pensando. Y cada vez que me despertaba creía que alguien me tenía agarrado por el cuello. Así que el sueño no me valió de nada. Al cabo de un rato voy y me digo: «No puedo seguir viviendo así; voy a enterarme de quién está en la isla conmigo; o me entero o me muero». Bueno, inmediatamente me sentí mejor.

Así que agarré el remo y bajé a sólo uno o dos pasos de la ribera, y después dejé que la canoa se metiera sola entre las sombras. Brillaba la luna, y donde no había sombra casi era como la luz del día. Estuve buscando casi una hora, en medio de un silencio como una tumba, mientras todo dormía. Bueno, para entonces ya había llegado casi a la punta de la isla. Empezó a soplar una brisa suave, rizada y fresca, que era como decir que estaba a punto de terminar la noche. Di un golpe de remo y acerqué la canoa a la ribera; después saqué la escopeta y fui deslizándome hasta el borde del bosque. Allí me quedé sentado en un tronco, mirando entre las hojas. Vi que la luna terminaba su turno y que el río empezaba a ponerse oscuro. Pero al cabo de un rato vi una franja pálida por encima de los árboles y supe que llegaba el día. Así que saqué la escopeta y avanzé hacia donde me había encontrado con aquella hoguera, parándome a escuchar cada minuto o dos minutos. Pero no sé por qué no tuve suerte; era como si no pudiera encontrar el sitio. Pero al cabo de un rato, por fin, vi un resto del resplandor del fuego entre los árboles. Fui hacia él, con mucho cuidado y calma. Poco después ya estaba lo bastante cerca para echar un vistazo, y allí había un hombre tumbado en el suelo. Casi me da un telele. Tenía la cabeza envuelta en una manta, justo al lado del fuego. Me quedé sentado junto a unos matojos a unos seis pies de él sin parar de mirarlo. Ya estaba empezando a verse una luz gris del día. Poco después bostezó, se estiró y se quitó la manta, ¡y era Jim, el de la señorita Watson! ¡Vaya si me alegré de verle! Voy y digo:

—¡Hola, Jim! —y salí de un salto.

Él se levantó de golpe y me miró con los ojos desorbitados. Después se dejó caer de rodillas, juntó las manos y dijo:

—No me hagas daño, ¡por favor! Yo nunca le he hecho daño a un fantasma. Siempre he sido amigo de los muertos y he hecho lo que podía por ellos. Vuélvete al río otra vez, que es tu sitio, y no le hagas nada al viejo Jim, que siempre fue amigo tuyo.

Bueno, no tardé en hacerle comprender que no estaba muerto. Estaba muy contento de ver a Jim. Ya no me sentía solo. Le dije que no me daba miedo que él dijese a la gente dónde me había visto. Yo seguía hablando, pero él continuaba allí sentado, mirándome, sin decir ni una sola palabra. Entonces voy y digo:

—Ya es de día. Vamos a buscar el desayuno. Atiza bien la hoguera.

—¿De qué vale atizar la hoguera para cocinar fresas y cosas así? Pero tú tienes una escopeta, ¿no? Así podemos comer algo mejor que fresas.

—Fresas y cosas así —voy y digo yo—. ¿Estás viviendo de eso?

—Es lo único que encuentro —dice él.

—Pero, ¿cuánto tiempo llevas en la isla, Jim?

—Vine la noche después que te mataran.

—¿Cómo, tanto tiempo?

—Sí, señor.

—¿Y no has comido más que cosas de ésas?

—No, señor; nada más.

—Bueno, debes estar muriéndote de hambre, ¿no?

—Calculo que me podría zampar un caballo. De verdad que sí. ¿Cuánto tiempo llevas tú en la isla?

—Desde la noche que me mataron.

—¡No! y, ¿de qué has vivido? Pero tienes una escopeta. Ah, sí, tienes una escopeta. Está muy bien. Ahora tú matas algo y yo hago una hoguera.

Así que fuimos adonde estaba la canoa y mientras él organizaba la hoguera en un claro de la hierba entre los árboles, yo fui a buscar harina y tocino y café, y cafetera y sartén y azúcar y unas tazas de hojalata, y el negro se quedó muy asombrado, porque pensó que todo lo hacía por brujería. También atrapé un buen pez gato y Jim lo limpió con su navaja y lo frió.

Cuando el desayuno estuvo listo nos tumbamos en la hierba y lo comimos mientras estaba calentito. Jim se puso a comer con mucha gana, pues estaba medio muerto de hambre. Cuando nos quedamos bien llenos, descansamos y nos tumbamos.

Poco después va Jim y dice:

—Pero, oye, Huck, ¿a quién mataron en la cabaña si no fue a ti?

Entonces le conté toda la historia y me dijo que había sido muy astuto. Dijo que Tom Sawyer no podía inventarse un plan mejor que el mío. Después voy yo y digo:

—Y, ¿cómo es que estás tú aquí, Jim, cómo has llegado? Pareció ponerse nervioso y no dijo nada durante un minuto. Después va y dice:

—A lo mejor más vale que no te lo cuente.

—¿Por qué, Jim?

—Bueno, hay motivos. Pero tú no te chivarías si te lo contara, ¿verdad, Huck?

—Por éstas que no, Jim.

—Bueno, te creo, Huck. Me… me he escapado.

—¡Jim!

—Pero acuérdate que dijiste que no lo dirías… sabes que dijiste que no lo dirías, Huck.

—Bueno, es verdad. Dije que no y lo mantengo. De verdad de la buena. La gente me llamará maldito abolicionista y me despreciará por no decir nada, pero no me importa. No voy a acusarte y de todos modos nunca voy a volver allí. Así que ahora cuéntamelo todo.

—Bueno, mira, pasó así. La moza vieja, o sea, la señorita Watson, se pasa el tiempo metiéndose conmigo y me trata muy mal, pero siempre dijo que no me vendería en Orleans. Pero he visto que había un tratante de negros que pasaba mucho tiempo por casa y empecé a ponerme nervioso. Bueno, una noche me acerco a la puerta muy tarde y la puerta no estaba cerrada del todo y oigo a la moza vieja que dice a la viuda que me va a vender en Orleans, aunque no quería, pero que me podía sacar ochocientos dólares, y era tanto dinero que no podía resistirse. La viuda trató de hacer que prometiese que no, pero yo no esperé a oír el resto. Te aseguro que me marché a toda velocidad.

»Me largué zumbando cuesta abajo, con la esperanza de robar un bote en la orilla, en alguna parte por arriba del pueblo, pero todavía había gente despierta, así que me escondí en el taller viejo del tonelero que está medio derrumbado en la orilla, a esperar que se fueran todos. Bueno, allí me pasé la noche. Siempre había alguien. Hacia las seis de la mañana empezaron a pasar botes, y hacia las ocho o las nueve todos los botes que pasaban contaban que tu papá había venido al pueblo a decir que te habían matado. Estos últimos botes estaban llenos de señoras y de caballeros que iban a ver el sitio. A veces amarraban a la orilla para descansar antes de empezar el cruce, y me enteré de tu muerte por lo que decían. Sentí mucho que te hubieran matado, Huck, pero ahora ya no.

»Me quedé allí escondido todo el día, debajo de las virutas y el serrín. Tenía hambre, pero no miedo, porque sabía que la moza vieja y la viuda iban a ir al sermón del campamento poco después del desayuno y faltarían todo el día, y ellas sabían que yo salía con el ganado al amanecer, así que no esperarían verme por la casa y no me echarían de menos hasta después de la oscurecida. Los otros criados tampoco, porque se iban a ir de fiesta en cuanto las viejas no estuvieran en casa.