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»Bueno, cuando oscurició subí por la carretera del río, unas dos millas o más hasta donde ya no había casas. Había decidido lo que iba a hacer. O sea, si trataba de escaparme a pie, los perros me encontrarían; si robaba un bote para cruzar, lo echarían de menos, comprendes, y sabrían que iba a dar al otro lado y dónde buscarme la pista. Así que digo: «Lo que necesito es una balsa; eso no deja huellas».

»Vi una luz que pasaba por la punta, así que me metí y empujé un tronco delante de mí y nadé más de la mitad del río y me metí entre el maderamen que bajaba, con la cabeza baja, y como que nadé contracorriente hasta que parició la balsa. Entonces nadé a la popa para agarrarme. Llegaron nubes y estuvo oscuro un rato. Así que me subí a tumbar en las planchas. Los hombres estaban todos en el medio, donde el farol. El río estaba creciendo y había buena corriente, así que pensé que para las cuatro de la mañana estaría veinticinco millas río abajo y entonces volvería al agua antes de echarme otra vez a nadar y meterme en el bosque del lado de Illinois.

»Pero no tuve suerte. Cuando habíamos llegado casi a la punta de la isla un hombre empezó a venir a popa con el farol. Vi que no valía de nada esperar, así que me dejé caer y me eché a nadar hasta la isla. Bueno, creía que podía hacer pie casi en cualquier parte, pero no; la ribera estaba demasiado empinada. Tuve que llegar casi al final de la isla antes de encontrar un buen sitio. Me metí en el bosque y pensé que no volvería a subirme en más balsas mientras siguieran andando por ahí con el farol. Tenía la pipa y un poco de picadura en la gorra que no se habían mojado, así que no había problema.

—¿Así que no has comido ni carne ni pan todo este tiempo? ¿Por qué no buscaste tortugas de río?

—¿Y cómo las iba a agarrar? No se les puede uno echar encima y agarrarlas; y, ¿cómo va uno a matarlas de una pedrada? ¿cómo se hace eso de noche? Y no iba a dejar que me vieran en la orilla de día.

—Bueno, es verdad. Claro, has tenido que seguir en el bosque todo el tiempo. ¿Oíste cómo disparaban el cañón?

—Ah, sí. Sabía que te buscaban a ti. Los vi pasar por aquí… los miré entre los arbustos.

Pasaron unos pajaritos que volaban una yarda o dos cada vez y se volvían a posar. Jim dijo que era señal de que iba a llover. Dijo que eso significaba cuando lo hacían los pollitos, así que pensaba que era lo mismo cuando lo hacían los pajaritos. Yo iba a cazar algunos, pero Jim no me dejó. Dijo que traía la muerte. Dijo que su padre se puso muy enfermo una vez y alguien de su familia atrapó un pájaro y su abuelita dijo que su padre se moriría y eso fue lo que pasó.

Y Jim dijo que no había que contar las cosas que iba uno a cocinar para la cena, porque traía mala suerte. Lo mismo que si se sacudía el mantel después de anochecer. Y dijo que si un hombre tenía una colmena y se moría ese hombre, había que decírselo a las abejas antes de que volviera a salir el sol a la mañana siguiente, porque si no las abejas se ponían enfermas y dejaban de trabajar y se morían. Jim dijo que las abejas no picaban a los idiotas, pero yo no me lo creí, porque me había metido con ellas docenas de veces y a mí nunca me picaban.

Algunas de esas cosas ya las había oído yo decir antes, pero no todas ellas. Jim se sabía montones de señales de ésas. Dijo que se las sabía casi todas. Yo dije que me parecía que todas las señales traían mala suerte, así que le pregunté si había alguna señal de buena suerte. Y va y dice:

—Muy pocas, y no le valen a nadie. ¿Para qué quieres saber cuándo viene la buena suerte? ¿Quieres que no llegue? —y añadió—: Si tienes los brazos peludos y el pecho peludo, es señal de que vas a ser rico. Bueno, eso vale de algo, porque siempre es para dentro de mucho tiempo. Sabes, a lo mejor tienes que ser pobre mucho tiempo antes, y entonces podrías desanimarte y matarte, si no supieras por esa señal que con el tiempo vas a ser rico.

—¿Tú tienes pelos en los brazos y en el pecho?

—¿Y para qué me lo preguntas? ¿No ves que sí?

—Bueno, ¿eres rico?

—No, pero fui rico una vez y voy a volver a serlo. Una vez tuve catorce dólares, pero me dediqué a especular y me arruiné.

—¿En qué especulaste, Jim?

—Bueno, empecé con valores.

—¿Qué clase de valores?

—Bueno, valores de verdad: ya sabes, ganado. Invertí diez dólares en una vaca. Pero no volveré a arriesgar dinero en valores. La vaca fue y se me murió.

—O sea, que perdiste los diez dólares.

—No, no los perdí todos. Sólo unos nueve. Vendí la piel y la cola por un dólar y diez centavos.

—Te quedaban cinco dólares y diez centavos. ¿Seguiste especulando?

—Sí. ¿Te acuerdas de ese negro del viejo señor Bradish que sólo tiene una pierna? Bueno, pues puso un banco y dijo que todo el que depositara un dólar recibiría cuatro dólares más al final del año. Bueno, todos los negros depositaron, pero no tenían mucho. Yo era el único que lo tenía. Así que deposité más de cuatro dólares y dije que si no me daba lo que me tocaba, yo abría mi propio banco. Bueno, claro que aquel negro no quería que yo le hiciera la competencia, porque decía que no había negocio bastante para dos bancos, así que dice que yo podía meter mis cinco dólares y él me pagaría treinta y cinco al final del año.

»Así que eso hice. Después pensé que invertiría los treinta y cinco dólares para que las cosas siguieran moviéndose. Había un negro que se llamaba Bob que tenía una barca plana y su amo no lo sabía, y se la compré y le dije que le daría los treinta y cinco dólares a fin de año; pero alguién robó la barca aquellas noche y al día siguiente el negro cojo dijo que el banco había quebrado, así que todos nos quedamos sin el dinero.

—¿Qué hiciste con los diez centavos, Jim?

—Bueno, iba a gastármelos, pero tuve un sueño y el sueño me dijo que se los diera a un negro que se llama Balum, que lo llaman Asno de Balum; ya sabes, uno de esos medio tontos, pero dicen que tiene suerte, y ya estaba visto que yo no la tenía. El sueño dice que Balum invierta los diez centavos y haga que crezcan. Bueno, pues Balum se llevó el dinero, y cuando estaba en la iglesia oyó que el predicador decía que quien daba a los pobres prestaba al Señor y con el tiempo recibiría el dinero multiplicado por cien. Así que va el Balum y les da los diez centavos a los pobres y se queda esperando a ver qué pasa.

—Bueno, y, ¿qué pasó, Jim?

—No pasó nada. No conseguí que me devolviera ese dinero pa na, y Balum tampoco. No voy a volver a prestar más dinero hasta que me den un aval. ¡Y decía el predicador que te devolverían el dinero cien veces! Si me devolviera los diez centavos quedaríamos en paz y yo tan contento.

—Bueno, Jim, de todas maneras no importa, si vas a volver a ser rico tarde o temprano.

—Sí, y ya soy rico ahora si lo piensa uno bien. Soy dueño de mí mismo y valgo ochocientos dólares. Ojalá tuviera el dinero; ya no querría más.