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La mujer me seguía mirando muy curiosa y yo no me sentía nada cómodo. Y después de un momento va y pregunta:

—¿Cómo habías dicho que te llamabas, guapa?

—M … Mary Williams.

No sé por qué pero no me parecía haber dicho que era Mary antes, así que no levanté la vista… Me parecía que había dicho que era Sarah, así que me sentí como acorralado y tenía miedo de que a lo mejor se me notara. Tenía ganas de que la mujer dijera algo más; cuanto más tiempo pasaba callada más incómodo me sentía. Pero entonces va y dice:

—Guapa, creí que al llegar habías dicho que te llamabas Sarah.

—Ay, sí, señora, es verdad. Sarah Mary Williams. Me llamó Sarah de primer nombre. Algunos me llaman Sarah y otros Mary.

—Ah, ¿eso es lo que pasa?

—Sí, señora.

Ya me estaba sintiendo mejor, pero con ganas de marcharme de allí de todas maneras. Todavía no me atrevía a levantar la mirada.

Bueno, la mujer se puso a hablar de lo difíciles que estaban los tiempos y lo pobres que eran y cómo corrían las ratas por todas partes, como si la casa fuera de ellas, y de esto y de aquello, y me empecé a sentir más tranquilo. Tenía razón en lo de las ratas. A cada rato se veía una que asomaba el hocico por un agujero en un rincón. Dijo que tenía que tener cosas a mano para tirárselas cuando estaba sola, porque si no, no la dejaban en paz. Me enseñó una barra de plomo retorcido en forma de nudo y dijo que en general tenía buena puntería, pero que hacía uno o dos días se había dislocado un brazo y no sabía si ahora podía apuntar bien. Esperó una oportunidad y en seguida le tiró la barra a una rata, pero le falló por mucho y dijo, «¡ay!», que le dolía mucho el brazo. Entonces me pidió que probara yo con la siguiente. Yo quería marcharme antes de que volviera su viejo, pero claro que no lo dije. Agarré la barra y a la primera rata que asomó el hocico se la tiré, y de haberse quedado donde estaba no se habría sentido nada bien. Dijo que yo tiraba de primera y que calculaba que a la siguiente le daría. Se levantó a buscar la barra y la trajo y también una madeja de lana con la que quería que la ayudara yo. Levanté las dos manos y ella me puso la madeja y siguió hablando de cosas suyas y de su marido. Pero se interrumpió para decir:

—Sigue atenta a las ratas. Más vale que tengas la barra a mano, en el regazo.

Así que me echó el trozo de plomo al regazo justo en aquel momento y yo apreté las piernas para acogerlo y ella siguió hablando. Pero sólo un minuto o así. Después me quitó la madeja y me miró a los ojos y me dijo muy amable:

—Vamos, ahora dime cómo te llamas de verdad.

—¿Cooo? ¿Cómo, señora?

—¿Cómo te llamas de verdad? ¿Bill o Tom, o Bob? ¿Cómo te llamas?

Creo que me puse a temblar como una hoja, sin saber qué hacer. Pero dije:

—Por favor, no se ría de una pobre chica como yo, senora. Si le molesto, me…

—No, nada de eso. Siéntate y quédate donde estás. No voy a hacerte nada ni voy a delatarte. Me cuentas tu secreto y confias en mí. Yo te lo guardo, y lo que es más, te ayudo. Mi hombre, lo mismo, si tú quieres. Ya entiendo que eres un aprendiz y te has escapado y nada más. No es nada. No tiene nada de malo. Te han tratado mal y has decidido escaparte. Hijo mío, yo no te delataría. Ahora cuéntamelo todo, sé buen chico.

Así que dije que no servía de nada seguir fingiendo y que me dejaría de mentiras y se lo contaría todo, pero que tenía que cumplir su promesa. Después le dije que mi padre y mi madre habían muerto y que la ley me había asignado a un campesino viejo y mezquino que vivía por lo menos a treinta millas del río y que me trataba tan mal que no lo pude seguir aguantando; se había ido un par de días y yo aproveché la oportunidad para robar un vestido viejo de su hija y largarme, y había tardado tres noches en recorrer las treinta millas. Viajaba de noche y me escondía a dormir de día, y la bolsa de pan y de carne que me había llevado me había durado todo el camino, y todavía me quedaba. Dije que creía que mi tío Abner Moore se haría cargo de mí y que por eso había venido a este pueblo de Goshen.

—¿Goshen, chico? Esto no es Goshen. Esto es Saint Petersburg. Goshen está diez millas río arriba. ¿Quién te dijo que esto era Goshen?

—Bueno, un hombre con el que me encontré al amanecer esta mañana, justo cuando iba a meterme en el bosque para dormir, como siempre. Me dijo que los caminos se dividían y que debía seguir el de la derecha y al cabo de cinco millas estaría en Goshen.

—Debía de estar borracho. Te dijo exactamente lo contrario de lo que es.

—Bueno, sí que parecía que estuviera borracho, pero ya no importa. Tengo que seguir. Llegaré a Goshen antes de que amanezca.

—Espera un momento. Voy a darte algo de comer. A lo mejor te hace falta.

Así que me preparó algo de comer y dijo:

—Oye, cuando una vaca se echa, ¿por qué parte se levanta? Responde rápido, vamos; no te pares a pensarlo. ¿Por qué lado se levanta?

—Por el de atrás, señora.

—Bueno, ¿y un caballo?

—Por el de delante, señora.

—¿De qué lado de un árbol crece el musgo?

—Del norte.

—Si hay quince vacas pastando en una cuesta, ¿cuántas de ellas comen con las cabezas mirando en la misma dirección?

—Las quince, señora.

—Bueno, supongo que es cierto que has vivido en el campo. Creí que a lo mejor pensabas engañarme otra vez. ¿Y cómo te llamas de verdad?

—George Peters, señora.

—Bueno, George, trata de recordarlo. No te vayas a olvidar y a decirme que es Elexander antes de irte y luego quieras arreglarlo diciendo que es George Elexander cuando te pesque. Y no te acerques a mujeres con ese vestido viejo. Haces bastante mal de chica, pero quizá puedas engañar a los hombres. Y recuerda, hijo, que cuando te pongas a enhebrar una aguja no tienes que sostener el hilo quieto y llevar la aguja hacia éclass="underline" ten quieta la aguja y pasa el hilo por ella; así es como lo hacen prácticamente todas las mujeres, pero los hombres siempre lo hacen al revés. Y cuando le tires algo a una rata o algo así, recuerda que te tienes que poner de puntillas y levantar la mano por encima de la cabeza lo más torpe que puedas y fallarle a la rata por seis o siete pies. Tira con el brazo tieso a partir del hombro, como si tuvieras un eje, como las chicas, y no con la muñeca y el codo con el brazo a un lado, como hacen los chicos. Y recuerda que cuando una chica trata de recoger algo en el regazo separa las rodillas, no las junta como hiciste tú cuando te tiré la barra de plomo. Pero hombre, si me di cuenta de que eras un chico en cuanto te pusiste a enhebrar la aguja, y las demás cosas las hice para estar segura. Ahora, vete corriendo con tu tío, Sarah Mary Williams George Elexander Peters, y si te metes en algún lío manda un recado a la señora Judith Loftus, que soy yo, y haré lo que pueda por sacarte de él. Sigue siempre por el camino del río, y la próxima vez que te eches a andar lleva zapatos y calcetines. La carretera del río tiene muchas piedras y calculo que vas a tener los pies hechos polvo cuando llegues a Goshen.