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De tal guisa, y apenas un año después de la primera edición de Raspe, Münchhausen vuelve a Alemania en olor de multitudes y se encarga su traducción del inglés a Gottfried August Bürger, quien utilizó para ello nada menos que la quinta edición inglesa. Bürger, que llevaba una existencia miserablemente poética, aceptó el encargo como antes había aceptado traducir a Homero y a Shakespeare: únicamente por dinero.

Sin embargo, no por ello chapuceó aún más el libro de Raspe, sino que, por el contrario, consiguió mejorarlo sensiblemente: refundió el texto, añadió algunas nuevas historias (sin duda, las mejores: el viaje de ida y vuelta a lomos de un par de balas de cañón, el autosalvamento mediante estirón de coleta, el ciervo de San Humberto, el brazo «incontrolado», etcétera), rescribió el conjunto con un estilo lleno de gracia, vitalidad y empuje, dotó al personaje del barón de un nuevo carácter y creó, sin más, un nuevo género intermedio entre la sátira («la mordedura de un perro disimulada por una sonrisa») y la narración «fantástica».

Como consecuencia de todo ello apareció en 1786, y de una forma anónima, su Wunderbare Reisen zu Wasser und zu Lande, Feldzüge und lustige Abenteuer des Freiherrn von Münchhausen (J. Ch. Dietrich, Gotinga, 1786, falso pie de imprenta: London), que habría de ser la versión definitiva de LAS AVENTURAS DEL BARÓN DE MÜNCHHAUSEN.

Bürger no sólo fue un excelente «traductor», sino también uno de los grandes nombres de la lírica alemana y, quizás, el más genuino representante de aquel curioso movimiento que dio en llamarse Sturm und Drang.

Bürger había nacido el 31 de diciembre de 1747 en Molmerswende (Harz) en el seno de una familia de predicadores evangélicos. Su abuelo, hombre deseoso de perpetuar la larga tradición familiar en el laboreo del ganado espiritual, le forzó a estudiar teología en la universidad de Halle.

Sin embargo, las «inclinaciones» del joven Bürger eran muy otras (acostumbraba ir «elegantemente inclinado» de mesón en mesón en compañía de escribanos, poetas y otras gentes de mal vivir), y frecuentemente descuidaba a causa de ellas sus estudios. No obstante, tras algunos años «perdidos» perpetrando baladas, sonetos y otras zarandajas, acabó su carrera y, en 1772, por recomendación de su amigo Boie, consiguió una plaza de «encargado» en la bailía de Altengleichen, cerca de Gotinga.

Precisamente, en aquella misma ciudad y aquel mismo año, un grupo de jóvenes estudiantes y poetas que querían pegarle fuego al tribunal de la razón se reunió bajo unas encinas sagradas y, maldiciendo a Wieland, decidieron constituir el Göttinger Hain. Entre esos jóvenes estaba Bürger, y con él, Boie, el conde Stolberg, Miller, Voss, Hölty y Claudius.

Conviene aquí que reparemos, aunque sea muy superficialmente, en lo que ellos representan, ya que nuestro «barón de Münchhausen» no será ajeno al espíritu de este joven Bürger, como tampoco él lo fue al espíritu de su tiempo; un tiempo de «tempestad y empuje».

Una «tempestad» que había comenzado tiempo atrás, cuando la ilustración, con su corrosivo escepticismo, liberó un sinfín de fuerzas que acabarían por reaccionar contra ella superándola. En Alemania, esa reacción se llamó Sturm und Drang.

El título del drama de Klinger sirvió para dar nombre a una corriente profundamente irracionalista y emotiva, dedicada a buscar signos en la Naturaleza y a unificar ésta con la Historia y con la Cultura, aferrándose a las raíces populares germánicas frente a un racionalismo ilustrado eminentemente francés. Será este empuje irracional el que sustituirá el imperativo categórico por la categoría del imperio, el ingenio por el genio, la mesura por el caos originario, la moral por la pasión, y el formalismo ilustrado por la pura libertad creadora.

La vida, puesta ahora en el lugar de la razón (Hamann la llamará «la puta razón») como valor supremo, rechaza las reglas que, aun siendo legítimas racionalmente, fijan un límite al libre desarrollo del individuo.

El genio será ese individuo por «excelencia» capaz de saltarse las reglas impuestas por una sociedad de mediocres, pero también ese ser que a través de la experiencia de su libertad creadora es capaz de expresar, en su voz particular, el sentido del todo y el sentir de todos (que se identifica ahora con el sentir popular).

La comunión de Bürger con estos principios del Sturm und Drang, formulados en su mayor parte por Hamann, Herder y Goethe, será la causa de que, entre la aparente intranscendencia de LAS AVENTURAS DEL BARÓN DE MÜNCHHAUSEN, habite una decidida voluntad de atropellar a la razón ordinaria, una reacción de la fantasía frente a una realidad inhabitable, abstrusa y gris, un cierto anticlericalismo y, en fin, esa genialidad del «barón» para crear con la magia, de sus narraciones un mundo que es tan de verdad como ese otro mundo que hay quien imagina real.

El Münchhausen «traducido» por Bürger representa respecto a la Ilustración algo parecido a lo que el Schelmuffsky de Reuter (1696) significó respecto al Barroco: un intento de dinamitar, mediante la sátira, la exageración y la mentira de guante blanco, la más peligrosa de las mentiras: la verdad envenenada (que suele coincidir con la verdad más comúnmente aceptada por cada época).

Contra esa «verdad» se revela la naturalidad con que el barón de Münchhausen se sube a lomos de una bala de cañón o trepa hasta la Luna por el tallo de un guisante turco; contra quienes la sostienen -caciques, pedantes, conserjes, mediocres, clérigos de vida disipada o filósofos ilustradamente restreñidos- el barón dirigirá todas sus sátiras, sus socarronería y alguna que otra blasfemia.

El barón de Münchhausen era, sin duda, un personaje extraordinario que podía permitirse el lujo de embarcarse en semejantes empresas y salir airoso de ellas; Bürger, sin embargo, era tan sólo un hombre, y a los hombres que se atreven aunque sea a imaginar tales cosas se les considera como «rebeldes» y se les condena de por vida a engrosar las filas de las gentes de mal vivir y peor morir.

Quizá sea ésa la razón por la que, tras aquellos años de Gotinga que tan decisivos habrían de ser en su obra literaria, la vida de Bürger comenzó a parecerse a un folletín prerromántico en el que le vino a tocar el papelón de «víctima» y el de Heautontimorúmenos. El primer acto de ese folletín fue, sin duda, su matrimonio en 1774 con Dorette Leonhardt, hija del magistrado rural de Niedeck. Nombrado él mismo magistrado, se trasladó a Wölmershausen, un poblacho miserable que caía dentro de su jurisdicción. Unos años más tarde, en 1777, su cuñada Augusta (la «Molly» de sus Molly Lieder) fue a pasar una temporadita a casa de su hermana mayor y acabó por quedarse allí algo así como cuatro años. Esto dio lugar a una curiosa situación familiar (provocada, en parte, por las desordenadas pasiones de Bürger hacia su cuñada y, en parte, por la ñoñez de su esposa) que, añadiéndose a las estrecheces y miserias propias del cargo de magistrado, sumió a Bürger en tal desarreglo de costumbres, que fue sometido a investigación por sus superiores, quienes, ya en alguna ocasión, le habían señalado como absolutamente incompetente.

La investigación no descubrió en Bürger más culpa que su ineficacia, y acabaron por declararle absolutamente «inocente»; sin embargo, este suceso le decidió a abandonar una profesión por la que nunca había sentido la más mínima afición y que, probablemente, dada la estima que despertaba en sus colegas, le hubiera llevado a dar con sus huesos en la cárcel. Así, tras la muerte por fiebres puerperales de su primera esposa en 1784, se trasladó de nuevo a Gotinga, donde se casó con su cuñada y comenzó a dar clases particulares. La vida absolutamente miserable que arrastró por aquel entonces hizo que su segunda esposa muriera de tuberculosis a los pocos meses de casarse (enero de 1786), lo que sumió a Bürger en un profundo dolor, que expresaría más tarde en sus Molly Lieder.