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Aquel día corría yo por un anfiteatro de rocas porosas como esponjas, todo perforado de arcos detrás de los cuales se abrían otros arcos: en una palabra, un lugar accidentado en el que la ausencia de color se jaspeaba de esfumadas sombras cóncavas. Y entre las pilastras de esos arcos incoloros vi algo como un relámpago incoloro que corría veloz, desaparecía y reaparecía más lejos: dos resplandores acoplados que aparecían y desaparecían de repente; aún no había comprendido qué eran y ya corría enamorado siguiendo los ojos de Ayl.

Me metí en un desierto de arena; avanzaba hundiéndome entre dunas siempre de algún modo diversas y, sin embargo, casi iguales. Según el punto desde el que se las mirara, las crestas de las dunas eran como relieves de cuerpos acostados. Allá parecía modelarse un brazo cerrándose sobre un tierno seno, con la palma tendida bajo una mejilla inclinada; más acá, asomar un pie joven de pulgar esbelto. Allí parado, observando aquellas posibles analogías, dejé transcurrir un buen minuto antes de darme cuenta de que bajo mis ojos no había una cresta de arena, sino el objeto de mi persecución.

Yacía, incolora, vencida por el sueño, en la arena incolora. Me senté al lado. Era la estación -ahora lo sé- en que la era ultravioleta llegaba a su término para nuestro planeta; un modo de ser que estaba por terminar desplegaba su extrema culminación de belleza. Jamás nada tan bello había recorrido la tierra como el ser que tenía ante mi vista.

Ayl abrió los ojos. Me vio. Creo que primero no me distinguió -como me había sucedido a mí- del resto de aquel mundo arenoso; que después reconoció en mí la presencia desconocida que la había seguido y se asustó. Pero al final pareció comprender nuestra común sustancia y hubo un temblor entre tímido y risueño en su mirada que me hizo lanzar, de felicidad, un gañido silencioso.

Me puse a conversar, todo con gestos. -Arena. No arena -dije, señalando primero en torno y luego nosotros dos.

Hizo una señal de que sí, había entendido.

– Roca. No roca -dije, por seguir desarrollando el tema. Era una época en que no disponíamos de muchos conceptos: designar, por ejemplo, lo que éramos nosotros dos, lo que teníamos de común y de diverso, no era empresa fácil.

– Yo. Tú no yo -traté de explicarle con gestos.

Se contrarió.

– Sí. Tú como yo, pero más o menos -corregí.

Se había tranquilizado un poco, pero desconfiaba todavía.

– Yo, tú, juntos, corre, corre -traté de decir.

Lanzó una carcajada y escapó.

Corríamos por la cresta de los volcanes. En el gris meridiano el vuelo de los cabellos de Ayl y las lenguas de fuego que se alzaban de los cráteres se confundían en un batir de alas pálido e idéntico.

– Fuego. Pelo -le dije-. Fuego igual pelo.

Parecía convencida.

– ¿No es cierto que es lindo? -pregunté.

– Lindo -contestó.

El Sol ya se hundía en un crepúsculo blanquecino. Sobre un despeñadero de piedras opacas, los rayos pegando al sesgo hacían brillar algunas.

– Piedras allá nada iguales. Lindas, ¿eh? -dije.

– No -contestó, y desvió la mirada.

– Piedras allá lindas, ¿eh? -insistí, señalando el gris brillante de la piedra.

– No.

Se negaba a mirar.

– ¡A ti, yo, piedras allá -le ofrecí.

– ¡No, piedras aquí! -respondió Ayl y tomó un puñado de las opacas. Pero yo ya había corrido adelante.

Volví con las piedras brillantes que había recogido, pero tuve que forzarla para que las tomase.

– ¡Lindo! -trataba de convencerla.

– ¡No! -protestaba, pero después las miró; lejos del reflejo solar, eran piedras opacas como las otras; y sólo entonces dijo-: ¡Lindo!

Cayó la noche, la primera que pasé abrazado no a una roca, y por eso quizás me pareció cruelmente corta. Si la luz tendía a cada momento a borrar a Ayl, a poner en duda su presencia, la oscuridad me devolvía la certeza de que estaba.

Volvió el día a teñir de gris la Tierra, y mi mirada giraba en torno y no la veía. Lancé un grito mudo: -¡Ayl! ¿Por qué te has escapado? -Pero ella estaba delante de mí y también me buscaba y no me veía y silenciosamente gritó-: ¡Qfwfq! ¿Dónde estás?-. Hasta que nuestra vista se acostumbró a escrutar aquella luminosidad caliginosa y a reconocer el relieve de una ceja, de un codo, de una cadera.

Entonces hubiera querido colmar a Ayl de regalos, pero nada me parecía digno de ella. Buscaba todo lo que de algún modo se destacara de la uniforme superficie del mundo, todo lo que indicase un jaspeado, una mancha. Pero pronto hube de reconocer que Ayl y yo teníamos gustos diferentes, si no directamente opuestos: yo buscaba un mundo diverso más allá de la pátina desvaída que aprisionaba las cosas, y espiaba cualquier señal, cualquier indicio (en realidad algo estaba empezando a cambiar, en ciertos puntos la ausencia de color parecía recorrida por vislumbres tornasoladas); en vez, Ayl era una habitante feliz del silencio que reina allí donde toda vibración está excluida; para ella todo lo que apuntaba a romper una absoluta neutralidad visual era un desafinar estridente; para ella allí donde el gris había apagado cualquier deseo, por remoto que fuera, de ser algo distinto del gris, sólo allí empezaba la belleza.

¿Cómo podíamos entendernos? Ninguna cosa del mundo tal como se presentaba a nuestra mirada bastaba para expresar lo que sentíamos el uno por el otro, pero mientras yo me afanaba por arrancar a las cosas vibraciones desconocidas, ella quería reducir toda cosa al más allá incoloro de su última sustancia.

Un meteorito atravesó el cielo, en una trayectoria que pasó delante del Sol; su envoltura fluida e incendiada hizo por un instante de filtro a los rayos solares, y de improviso el mundo quedó inmerso en una luz jamás vista. Abismos morados se abrían al pie de peñascos anaranjados y mis manos violetas señalaban el bólido verde flameante mientras un pensamiento para el que no existían todavía palabras trataba de prorrumpir de mi garganta:

– ¡Esto para ti! ¡De mí esto para ti ahora, sí sí, es lindo!

Y al mismo tiempo giraba de repente sobre mí mismo ansioso por ver de qué modo nuevo resplandecía Ayl en la transfiguración general; y no la vi, como si en aquel repentino desmenuzarse del barniz incoloro hubiera encontrado la manera de esconderse y escurrirse entre las junturas del mosaico.

– ¡Ayl! ¡No te asustes, Ayl! ¡Sal y mira!

Pero el arco del meteorito ya se había alejado del Sol, y la Tierra había sido reconquistada por el gris de siempre, aun más gris para mis ojos deslumbrados, e indistinto, y opaco, y Ayl no estaba.

Había desaparecido de veras. La busqué durante un largo pulsar de días y de noches. Era la época en que el mundo estaba probando la forma que adoptaría después: la probaba con el material que tenía a su disposición, aunque no fuera el más adecuado, quedando entendido que no había nada definitivo. Arboles de lava color humo extendían retorcidas ramificaciones de las cuales colgaban finas hojas de pizarra. Mariposas de ceniza sobrevolando prados de arcilla se cernían sobre opacas margaritas de cristal. Ayl podía ser la sombra incolora que se mecía en una rama de la incolora floresta, o que se inclinaba a recoger bajo grises matas grises hongos. Cien veces creí haberla percibido y cien veces perderla de nuevo. De las landas desiertas pasé a las comarcas habitadas. En aquel tiempo, en el presagio de las mutaciones que advendrían, oscuros constructores modelaban imágenes prematuras de un remoto posible futuro. Atravesé una metrópoli nurágica toda torres de piedra; franqueé una montaña perforada de galerías subterráneas como una tebaida; llegué a un puerto que se abría sobre un mar de fango; entré en un jardín en cuyos canteros de arena se elevaban al cielo altos menhires.

La piedra gris de los menhires era recorrida por un dibujo de apenas insinuadas vetas grises. Me detuve. En medio de aquel parque Ayl jugaba con sus amigas. Lanzaban en alto una bola de cuarzo y la cogían al vuelo.