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– ¡No se te ocurren más que conversaciones tristes! -dije, frívolo-. ¡Termínala, ven a bailar!

No me entendió. Hizo una mueca.

– ¡Y si no bailas conmigo, bailaré con otra! -exclamé. Tomé por una pata a la Mulata, llevándomela en las propias narices de Zahn, que primero la miró alejarse sin entender, tan absorto estaba en su contemplación amorosa, después tuvo un sobresalto de celos. Demasiado tarde; la Mulata y yo ya nos habíamos zambullido en el río y nadábamos hacia la otra orilla, para escondernos en los matorrales.

Quizá sólo quería dar a Flor de Helecho una prueba de quién era realmente yo, desmentir las ideas siempre equivocadas que se había hecho de mí. Y quizá me movía también un viejo rencor hacia Zahn, quería ostentosamente rechazar su nuevo ofrecimiento de amistad. O bien, más que nada, las formas familiares y sin embargo insólitas de la Mulata eran las que me daban ganas de una relación natural, directa, sin pensamientos secretos, sin recuerdos.

La caravana de vagabundos partiría por la mañana. La Mulata consintió en pasar la noche en los matorrales. Me quedé haciendo el amor con ella hasta el alba.

Éstos no eran sino episodios efímeros de una vida por lo demás tranquila y escasa de acontecimientos. Había dejado hundirse en el silencio la verdad acerca de mí y acerca de la era de nuestro reino. Ahora de los Dinosaurios casi no se hablaba; tal vez nadie creía ya que hubieran existido. Hasta Flor de Helecho había dejado de soñar con ellos.

Cuando me contó: -Soñé que en una caverna quedaba el único sobreviviente de una especie cuyo nombre nadie recordaba, y yo iba a preguntárselo, y estaba oscuro, y yo sabía que estaba allí, y no lo veía, y sabía bien quién era y cómo era pero no hubiera podido decirlo, y no entendía si era él el que contestaba a mis preguntas o yo a las suyas… -fue para mí la señal de que finalmente había empezado un entendimiento amoroso entre nosotros, como lo deseaba desde que me había detenido por primera vez en la fuente y aún no sabía si me sería permitido sobrevivir.

Desde entonces había aprendido tantas cosas, y sobre todo la forma en que vencen los Dinosaurios. Primero creí que desaparecer habría sido para mis hermanos la magnánima aceptación de una derrota; ahora sabía que los Dinosaurios cuanto más desaparecen más extienden su dominio, y sobre selvas mucho más inmensas que las que cubren los continentes: en la maraña de pensamientos del que se queda. Desde la penumbra de los miedos y las dudas de generaciones ahora ignaras, continuaban extendiendo el cuello, levantando sus zarpas, y cuando la última sombra de su imagen se había borrado, su nombre continuaba superponiéndose a todos los significados, perpetuando su presencia en las relaciones entre los seres vivientes. Ahora, borrado hasta el nombre, les aguardaba convertirse en una sola cosa con los moldes mudos y anónimos del pensamiento, a través de los cuales cobran forma y sustancia las cosas pensadas: por los Nuevos, y por los que vendrían aún después.

Miré alrededor: la aldea que me había visto llegar como extranjero, ahora bien podía decirla mía, y decir mía a Flor de Helecho: de la manera en que un Dinosaurio puede decirlo. Por eso, con un silencioso gesto de saludo me despedí de Flor de Helecho, dejé la aldea, me fui para siempre.

Por el camino miraba los árboles, los ríos y los montes y no sabía distinguir los que ya estaban en los tiempos de los Dinosaurios y los que habían venido después. Alrededor de algunas guaridas habían acampado unos vagabundos. Reconocí de lejos a la Mulata, siempre agradable, un poco más gorda. Para que no me vieran me resguardé en el bosque y la espié. La seguía un hijito que apenas podía correr sobre sus piernas meneando la cola. ¿Cuánto tiempo hacía que no veía a un pequeño Dinosaurio tan perfecto, tan pleno de la exacta esencia de Dinosaurio, y tan ignorante de lo que el nombre Dinosaurio significaba?

Lo esperé en un claro del bosque para verlo jugar, perseguir una mariposa, deshacer una piña contra una piedra para sacar los piñones. Me acerqué. Era realmente mi hijo.

Me miró con curiosidad. -¿Quién eres? -preguntó.

– Nadie -dije-. Y tú, ¿sabes quién eres?

– ¡Claro! Lo saben todos: ¡soy un Nuevo! -dijo.

Era exactamente lo que esperaba oír. Le acaricié la cabeza, le dije: -Muy bien -y me fui.

Recorrí valles y llanuras. Llegué a una estación, tomé el tren, me confundí con la multitud.

La forma del espacio

Las ecuaciones del campo gravitacional que ponen en relación la curvatura del espacio con la distribución de la materia empiezan ya a formar parte del sentido común.

Caer en el vacío como caía yo, ninguno de ustedes sabe lo que quiere decir. Para ustedes caer es tirarse quizá desde el piso veinte de un rascacielos, o desde un avión que se avería en vuelo: precipitarse cabeza abajo, manotear un poco en el aire, y la tierra está de pronto ahí, y uno se da un gran porrazo. Yo les hablo en cambio de cuando no había debajo tierra alguna ni nada sólido, ni siquiera un cuerpo celeste en lontananza capaz de atraerte a su órbita. Se caía así, indefinidamente, durante un tiempo indefinido. Bajaba en el vacío hasta el extremo límite a cuyo fondo es pensable que se pueda bajar, y una vez allí veía que aquel extremo límite debía estar mucho, pero mucho más abajo, lejísimos, y seguía cayendo para alcanzarlo. No habiendo puntos de referencia, no tenía idea de si mi caída era precipitada o lenta. Ahora que lo pienso, no tenía pruebas siquiera de que estuviera cayendo realmente: quizá había permanecido siempre inmóvil en el mismo sitio, o me movía en sentido ascendente; como no había ni un arriba ni un abajo, éstas eran sólo cuestiones nominales y daba lo mismo seguir pensando que caía, como era natural pensarlo.

Admitiendo pues que cayéramos, caíamos todos con la misma velocidad y aceleración; en realidad estábamos siempre más o menos a la misma altura, yo, Ursula H'x, el Teniente Fenimore. No le quitaba los ojos de encima a Ursula H'x porque era muy hermosa de ver, y tenía en el caer una actitud suelta y laxa; esperaba atinar alguna vez a interceptar su mirada, pero Ursula H'x mientras caía estaba siempre ocupada en limarse y lustrarse las uñas o en pasarse el peine por el pelo largo y lacio, y no volvía jamás los ojos hacia mi. Hacia el Teniente Fenimore tampoco, debo decirlo, aunque hiciera de todo para atraer su atención.

Una vez lo sorprendí -creía que yo no lo veía- haciendo señas a Ursula H'x: primero golpeaba los dos índices extendidos uno contra el otro, después hacía un gesto de rotación con una mano, después señalaba hacia abajo. En una palabra, parecía aludir a un entendimiento con ella, a una cita para más tarde, en una localidad cualquiera de abajo donde se encontrarían. Todas patrañas, yo lo sabía perfectamente: no había encuentros posibles entre nosotros, porque nuestras caídas eran paralelas y entre nosotros se mantenía siempre la misma distancia. Pero que al Teniente Fenimore se le metiese en la cabeza una idea de este tipo -y tratara de metérsela en la cabeza a Ursula H'x- bastaba para atacarme los nervios, a pesar de que ella no le hiciera caso, e incluso emitiera con los labios un leve trompeteo dirigiéndose -creo que no cabían dudas- justamente a él. (Ursula H'x caía rodando sobre sí misma con movimientos perezosos como si se arrebujara en su cama y era difícil saber si un gesto se dirigía a uno y no a otro, o si estaba jugueteando por su cuenta, como de costumbre.)

También yo, naturalmente, no soñaba más que con encontrar a Ursula H'x, pero como en mi caída seguía una recta absolutamente paralela a la de ella, me parecía fuera de lugar manifestar un deseo irrealizable. Desde luego, si se quería ser optimista, quedaba siempre la posibilidad de que, siguiendo nuestras dos paralelas hasta el infinito, llegara el momento en que se tocasen. Esta eventualidad bastaba para darme algunas esperanzas, más aún, para mantenerme en una continua excitación. Les diré que un encuentro de nuestras paralelas yo lo había soñado tanto, en todos sus detalles, que formaba parte ya de mi experiencia como si lo hubiera vivido. Todo sucedería de un momento a otro, con sencillez y naturalidad: después de tanto andar separados sin poder acercarnos un palmo, después de haberla sentido extraña, prisionera de su trayecto paralelo, la consistencia del espacio, que siempre había sido impalpable, se volvería más tensa y al mismo tiempo más blanda, un espesarse del vacío que parecería venir no de afuera sino de dentro de nosotros, y nos apretaría a Ursula H'x y a mí (me bastaba cerrar los ojos para verla adelantarse, en una actitud que sabía suya aunque fuera distinta de todas las actitudes que le eran habituales: los brazos extendidos hacia abajo, pegados a las caderas, torciendo las muñecas como si se estirara y al mismo tiempo intentara un forcejeo que era también una manera casi serpentina de echarse hacia adelante), y entonces la línea invisible que recorría yo y la que ella recorría se convertirían en una sola línea, ocupada por una mezcolanza de ella y de mí donde todo lo que en ella era suave y secreto era penetrado, más aún, envolvía y casi diría sorbía todo lo que en mí con más tensión había llegado hasta allí, padeciendo por estar solo y separado y seco.