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Por supuesto, sentía lástima de ellos. Se consideraba una «trabajadora social», porque ella y sus hijas atraían a personas abandonadas cada vez que acampaban. Su televisor de baterías tenía algo que ver con ello, así como el carácter generoso de Bella, que la convertía en una persona con la que uno podía sentirse cómodo. Pero cuando ella mandó a sus hijas para que se hicieran amigas de los dos chicos, éstos se deslizaron bajo el autocar de Fox y huyeron.

Ella hizo un intento de entablar conversación con la mujer, ofreciéndole compartir un cigarrillo, pero resultó infructuoso. Todas las preguntas fueron recibidas con silencio e incomprensión, excepto por un ansioso gesto de asentimiento cuando Bella dijo que lo más duro de estar en la carretera era la educación de los niños.

– A Wolfie le gustan las bibliotecas -dijo aquella criatura escuálida, como si Bella supiera de quién estaba hablando.

– ¿Cuál de los dos es Wolfie? -preguntó Bella.

– El que siempre anda tras el padre… el más inteligente de los dos -dijo, antes de marcharse en busca de más limosnas.

El tema de la educación surgió de nuevo el lunes por la mañana, cuando el terreno donde se hallaba el autocar lila y rosado de Bella apareció cubierto de cuerpos postrados.

– Mañana lo mando todo al diablo -dijo, soñadora, mirando el cielo estrellado y los reflejos de la luna en el agua-. Lo único que necesito es que alguien me dé una casa con un jardín que no esté en el medio de una puñetera urbanización en el centro de una puñetera ciudad llena de puñeteros delincuentes. Algo por aquí me serviría… Un sitio decente, donde mis niñas pudieran ir a la escuela para que ninguna carne de presidio les joda el cerebro… Eso es todo lo que pido.

– Son unas niñas muy guapas, Bella -dijo una voz soñolienta-. En cuanto vuelvas la espalda les joderán otra cosa además del cerebro.

– Como si no lo supiera. Le cortaré la polla al primero que lo intente.

De la esquina del autocar donde Fox estaba de pie en la sombra le llegó una risa queda.

– Entonces será demasiado tarde -murmuró-. Tienes que actuar ahora. Prevenir es mejor que curar.

– ¿Hacer qué?

El hombre se apartó de las sombras y se inclinó sobre Bella, con las piernas abiertas en tijera y su figura tapando la luna.

– Reclama un terreno libre mediante posesión hostil y construye tu propia casa.

Ella lo miró de reojo.

– ¿De qué rayos estás hablando?

Una sonrisa mostró el brillo de los dientes del hombre.

– De ganar la lotería -respondió.

Tres

Lower Croft, granja Coomb, Herefordshire; 28 de agosto de 2001

Aunque era poco habitual veintiocho años atrás, Nancy Smith había nacido en el dormitorio de su madre, pero no porque ella tuviera puntos de vista avanzados sobre el derecho de una mujer a parir en casa. Elizabeth Lockyer-Fox, una adolescente alocada y perturbada, se había sometido a un ayuno riguroso durante los primeros seis meses de su embarazo, y cuando con tales artes no logró matar al íncubo que llevaba dentro, huyó del internado y pidió a su madre que la salvara de aquello. ¿Quién estaría dispuesto a casarse con una madre soltera?

En aquel momento el asunto pareció importante, Elizabeth tenía apenas diecisiete años y la familia cerró filas para proteger su reputación. Los Lockyer-Fox eran una antigua familia de militares que había prestado servicios distinguidos desde la guerra de Crimea hasta el armisticio de Corea en el paralelo 38. El aborto quedaba fuera de toda consideración porque Elizabeth había esperado demasiado y se decidió que la adopción era la única opción si querían evitarle los estigmas de ser madre soltera y tener un hijo bastardo. Quizá de manera ingenua, y sobre todo porque en 1973 el movimiento feminista estaba en pleno apogeo, la única solución que encontraron los Lockyer-Fox, para el inaceptable comportamiento de su hija fue un «buen» matrimonio.

La historia que acordaron fue que Elizabeth sufría de fiebre glandular, y hubo una muda simpatía entre los amigos y conocidos de sus padres -ninguno de los cuales sentía mucho afecto por los hijos de los Lockyer-Fox- cuando quedó claro que la fiebre era extenuante y lo bastante contagiosa como para tenerla en cuarentena durante tres meses. Para los demás, los granjeros arrendatarios y los trabajadores de la finca de los Lockyer-Fox, Elizabeth seguía siendo la misma persona montaraz que se zafaba de las riendas de su madre por la noche para beber y follar hasta perder el sentido, sin preocuparse por el daño que podría causar al feto. Si no iba a ser suyo, ¿por qué preocuparse? Todo lo que quería era librarse de él, y mientras más violento fuera el sexo, más probabilidades habría de que aquello ocurriera.

El médico y la comadrona mantuvieron la boca cerrada, y en la fecha fijada vino al mundo un bebé asombrosamente saludable. Al final de aquella experiencia, con una fragilidad y una palidez que la hacían interesante, Elizabeth fue enviada a una escuela para señoritas en Londres donde conoció al hijo de un barón que encontraba muy tiernas aquella fragilidad y su propensión al llanto. Se casó con él.

Y en lo que respecta a Nancy, su estancia en la mansión Shenstead fue bastante breve. Pocas horas después de su nacimiento la entregaron a través una agencia de adopción a una pareja sin hijos que vivía en una granja de Herefordshire, quienes no conocían los orígenes de la recién nacida ni le daban importancia. Los Smith eran personas bondadosas que adoraban a la niña que les entregaron y nunca ocultaron que fuera adoptada, atribuyendo siempre sus mejores cualidades -sobre todo la inteligencia que la llevó luego a Oxford- a sus padres biológicos.

Nancy, por contraste, lo atribuía todo a su condición de hija única, a la generosa crianza que le dieron sus padres, a su insistencia de que tuviera una buena educación y al incansable apoyo que prestaban a sus ambiciones. Casi nunca pensaba en su herencia biológica. Segura del amor de dos buenas personas, Nancy no le veía sentido a fantasear sobre la mujer que la había abandonado. Quienquiera que fuera, su historia había sido contada mil veces con anterioridad y sería contada mil veces más. Mujer sola. Embarazo accidental. Niño no deseado. La madre no tenía un sitio en la historia de su hija…

… O no lo hubiera tenido a no ser por un persistente abogado que rastreó a Nancy a través de los registros de la agencia hasta encontrarla en la casa de los Smith, en Hereford. Después de varias cartas sin respuesta, llamó a la puerta de la casa principal y, gracias a un golpe de suerte, encontró a Nancy en casa, de permiso.

Fue su madre quien la persuadió de que hablara con él. Encontró a Nancy en las caballerizas, donde cepillaba los flancos de Red Dragon para quitarle el fango tras una larga cabalgata. La reacción del caballo ante la presencia de un abogado en el lugar -un resoplido desdeñoso- fue tan parecida a la de Nancy que la chica depositó un beso de aprobación en el morro del caballo. «Aquí tienes a alguien con sentido común», le dijo a su madre. Red Dragon podía oler al diablo a mil pasos. ¿Entonces? ¿Había dicho el señor Ankerton qué deseaba o seguía ocultándose tras alusiones?

Sus cartas eran verdaderas obras maestras de destreza legal. Una lectura superficial parecía sugerir la existencia de un legado: «Nancy Smith, nacida el 23 de mayo de 1973… algo conveniente para usted…». Pero entre líneas se leía otro mensaje: «Por instrucciones de la familia Lockyer-Fox… asuntos relativos… confirme, por favor, fecha de nacimiento…», lo que sugería una cautelosa aproximación por parte de su madre biológica, algo ajeno a las reglas que regulaban la adopción. Nancy no había querido nada de aquello -«Yo soy una Smith»-, pero su madre adoptiva le había rogado encarecidamente que se mostrara amable.