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Mary Smith no podía soportar la idea de rechazar a alguien, sobre todo a una mujer que nunca había conocido a su hija. «Ella te dio la vida», dijo, como si ésa fuera una razón suficiente para entablar relación con una desconocida. Nancy, que era bastante realista, quiso prevenir a Mary sobre lo que significaba abrir la caja de Pandora pero, como siempre, no podía obligarse a ir en contra de los deseos de su madre, una mujer de buen corazón. El mayor talento de Mary era poner de manifiesto lo mejor de las personas, porque su rechazo a ver los defectos significaba que no existían -al menos, ante sus ojos-, aunque eso la dejara expuesta al desengaño.

Nancy temía que ésta fuera otra de esas ocasiones. Pensando cínicamente, sólo podía imaginar dos caminos para la «reconciliación», y ésa era la razón por la que había rechazado las cartas del abogado. Podría llevarse bien con su madre biológica o no, y lo único que ofrecían ambas alternativas era sentimientos de culpa. Consideraba que, en la vida de una persona, sólo había espacio para una madre y añadir la carga emocional de una segunda era una complicación innecesaria. Mary, que insistía en ponerse en el lugar de la otra mujer, no podía ver el dilema. «Nadie te pide que elijas -argumentaba-, como nadie te pide que optes por mí o por tu padre. Todos queremos a muchas personas a lo largo de la vida. ¿Por qué tiene que ser diferente ahora?»

Era una pregunta que sólo podía responderse a posteriori, pensó Nancy, y en ese momento sería demasiado tarde. Una vez establecido, el contacto no podría deshacerse. Una parte de ella se preguntaba si la insistencia de Mary no obedecería a su orgullo. ¿Quería impresionar a aquella desconocida? Y si ése era su deseo, ¿había algo malo en ello? Nancy no era inmune al sentimiento de satisfacción que eso le daría. «Míreme. Soy la niña que usted no quiso. Esto es lo que he hecho de mí misma sin su ayuda.» Si su padre hubiera estado allí para apoyarla, ella se hubiera resistido con firmeza. Él entendía mejor que su esposa cuál era la dinámica de los celos porque había crecido entre una madre luchadora y una madrastra, pero era agosto y él se encontraba recogiendo la cosecha; en su ausencia, ella se rindió. Se dijo que no era un asunto importante. Nada en la vida era tan malo como lo describía la imaginación.

Mark Ankerton, a quien habían dejado encerrado en un salón que daba al pasillo central, comenzaba a sentirse incómodo. El apellido Smith, sumado a la dirección -Lower Croft, granja Coomb-, lo había llevado a considerar que se trataba de una familia de trabajadores agrícolas que vivía en una casa perteneciente a la finca. Ahora, en esa habitación llena de libros y muebles antiguos de piel, no estaba seguro de que el peso que había asignado en sus cartas a la relación con los Lockyer-Fox tuviera importancia para la hija adoptada.

Un mapa del siglo xix en la pared, sobre la chimenea, mostraba Lower Croft y Coomb Croft como dos entidades separadas, mientras que un mapa más reciente, a un lado del anterior, los incluía en un límite común, que ahora llevaba el nombre de granja Coomb. Como la casa rural de Coomb Croft tenía enfrente una carretera principal, era obvio que la familia hubiera elegido como residencia Lower Croft, que estaba más apartado, y Mark se maldijo por su tendecia a sacar conclusiones precipitadas. El mundo siempre se movía hacia delante. Debería haberse dado cuenta de que carecía de elementos para considerar trabajadores agrícolas a una pareja cuyos nombres eran Mary y John Smith.

Los ojos se le iban constantemente hacia la repisa, cuyo centro estaba ocupado por la foto de una joven con toga y birrete que reía y en cuya parte inferior una inscripción rezaba: «st. hilda, oxford, 1995». Pensó que se trataría de la hija. La edad era la correcta, a pesar de que no se pareciera en nada a su tonta madre con aspecto de muñeca. Todo aquello era una pesadilla. Se había imaginado a la chica como una presa fácil, una versión de Elizabeth más grosera y menos educada. En lugar de ello, se enfrentaba a una graduada de Oxford, de una familia tan próspera al menos como la que él representaba.

Cuando la puerta se abrió se levantó del sillón y dio un paso adelante para estrechar la mano tendida de Nancy en un sólido apretón.

– Gracias por recibirme, señorita Smith. Me llamo Mark Ankerton y represento a la familia Lockyer-Fox. Soy consciente de que ésta es una intromisión imperdonable, pero mi cliente me ha presionado para que la encuentre.

Tenía treinta y pocos años, era alto y moreno, y se parecía mucho a lo que Nancy había imaginado a partir del tono de sus cartas: arrogante, agresivo y con una fina capa de encanto profesional. Se trataba del tipo de persona a cuyo trato ella estaba acostumbrada y con el que trataba diariamente en su trabajo. Si no podía persuadirla de modo placentero, apelaría al acoso. Seguramente era un abogado de éxito. Si su traje había costado menos de mil libras era porque había encontrado un chollo, pero a ella le divirtió descubrir lodo en sus zapatos y los bajos de los pantalones, señal inequívoca de que había atravesado el lodazal del patio de la granja.

También ella era alta, y tenía un aspecto más atlético de lo que sugería la foto, con cabello negro espeso y ojos pardos. En persona, vestida con una sudadera ancha y vaqueros, era tan diferente de su madre, rubia y de ojos azules, que Mark se preguntó si no habría un error en los registros de la agencia, hasta que ella sonrió levemente y, con un gesto, lo invitó a sentarse de nuevo. La sonrisa, una cortesía momentánea que no se reflejó en sus ojos, era una reproducción tan exacta de la de James Lockyer-Fox que causaba asombro.

– ¡Dios mío! -exclamó.

Ella lo miró y frunció el entrecejo antes de ocupar el otro asiento.

– Llámeme capitana Smith -lo corrigió con suavidad-. Soy oficial de los Ingenieros Reales.

– ¡Dios mío! -volvió a decir Mark sin poder evitarlo.

Ella no le prestó atención.

– Ha tenido suerte de encontrarme en casa. Estoy aquí porque disfruto de un permiso de dos semanas, de Kosovo, pues de lo contrario estaría en mi base. -Ella vio cómo la boca de él comenzaba a abrirse-. Por favor, no vuelva a decir «Dios mío», hace que me sienta como un mono de feria.

«Dios, es igual que James.»

– Lo siento.

Nancy asintió con la cabeza.

– ¿Qué es lo que quiere de mí, señor Ankerton?

La pregunta era demasiado directa y él vaciló.

– ¿Ha recibido mis cartas?

– Sí.

– Entonces sabe que represento a la familia Lock…

– Eso es lo único que dice -lo interrumpió con impaciencia-. ¿Son famosos? ¿Se supone que debo saber quiénes son?

– Son de Dorset.

– ¿De veras? -Se mostró divertida-. Entonces, está hablando con la Nancy Smith que no es, señor Ankerton. No conozco Dorset. Aunque me devane los sesos, no recuerdo haber conocido a nadie que viva en Dorset. Y estoy segura de que no conozco a ninguna familia Lockyer-Fox… de Dorset o del lugar que sea.

Él se reclinó en el asiento y levantó los dedos hasta colocarlos delante de su boca.

– Elizabeth Lockyer-Fox es su madre biológica.

Si esperaba sorprenderla, sufrió una decepción, Nancy mostró tan poca emoción que hubiera dado lo mismo que le dijera que su madre pertenecía a la realeza.

– Entonces, lo que está haciendo es ilegal -dijo con serenidad-. Las reglas relativas a la adopción de niños son muy precisas. Un padre biológico puede manifestar públicamente su deseo de establecer contacto, pero el hijo no está obligado a responder. El hecho de que no respondiera a sus cartas era la indicación más clara que pude darle de que no tenía el menor interés por conocer a su cliente.