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Hablaba con la suave cadencia de sus padres de Herefordshire, pero su tono era tan vigoroso como el de Mark y eso lo ponía en desventaja. Había confiado en cambiar el enfoque y apelar a su lástima, pero la inexpresividad de la chica sugería que no sentía ninguna. Era difícil que pudiera contarle la verdad. Se sentiría todavía más molesta al oír que él se había esforzado al máximo para evitar aquella búsqueda a ciegas. Nadie sabía dónde estaba el bebé o cómo había sido educado, y Mark había aconsejado abstenerse de inmiscuir a la familia en un problema mayor si se trataba de una buscavidas de poca importancia.

«¿Y acaso podríamos estar peor?», había sido la seca respuesta de James.

Nancy hizo que la incomodidad del abogado aumentara al mirar el reloj de forma intencionada.

– No tengo todo el día, señor Ankerton. El viernes me reincorporo a mi unidad y me encantaría aprovechar el tiempo que me queda. Como nunca he manifestado el menor interés en conocer a mis padres biológicos, ¿podría explicarme por qué está usted aquí?

– No estaba seguro de que hubiera recibido mis cartas.

– En ese caso debió comprobarlo en la oficina de correos. Todas fueron enviadas por correo certificado. Incluso dos de ellas me siguieron hasta Kosovo, cortesía de mi madre que firmó por mí.

– Esperaba que hubiera firmado los avisos de entrega en las tarjetas prepagadas que adjunté. Pero como nunca lo hizo, supuse que no la habían encontrado.

Ella negó, sacudiendo la cabeza. «¡Cabrón mentiroso!»

– Si ésa es toda la sinceridad de la que puede hacer gala, entonces podríamos poner punto final a esta conversación ahora mismo. Nadie tiene la obligación de responder una correspondencia no solicitada. El hecho de que usted hiciera los envíos por correo certificado -ella lo miró fijamente-, y yo no respondiera era prueba suficiente de que no tenía ninguna intención de mantener correspondencia con usted.

– Lo siento -volvió a decir él-, pero los únicos detalles que tenía eran el nombre y la dirección registrados en el momento de su adopción. Por lo que yo sabía era posible que usted y su familia se hubieran mudado… o que quizá la adopción no hubiera funcionado… o que usted se hubiera cambiado el nombre. En cualquiera de esas circunstancias, era del todo imposible que mis cartas hubiesen llegado a sus manos. Por supuesto, hubiera podido enviar a un detective privado para que preguntara a sus vecinos, pero creí que eso sería una intromisión peor que presentarme en persona.

Era demasiado locuaz al excusarse y a Nancy le recordaba a un enamorado que la dejó plantada dos veces y del que después se deshizo. «No fue culpa mía… tenía un trabajo importante… las cosas salieron así…» Pero a Nancy no le gustaba tanto como para creerle.

– ¿Qué intromisión puede ser peor que una mujer desconocida quiera establecer un parentesco conmigo?

– No se trata de que quiera establecer un parentesco.

– Entonces, ¿por qué me ha mencionado su apellido? La presunción que estaba implícita era la de que una Smith común y corriente daría saltos de alegría por reconocer su vínculo con una Lockyer-Fox.

«¡Dios mío!»

– Si ésa es la impresión que ha recibido, entonces ha leído en mis palabras más de lo que había en ellas. -Se echó hacia delante con ardor-. Lejos de pretender establecer un parentesco, mi cliente se encuentra en la situación de quien hace una súplica. Si acepta sostener un encuentro, estaría haciendo un acto de bondad.

«¡Rufián odioso!»

– Se trata de un asunto legal, señor Ankerton. Mi situación como hija adoptada está protegida por la ley. No debió proporcionarme una información que nunca solicité. ¿Se le ha ocurrido que pudiera desconocer que era adoptada?

Mark se refugió en una formulación jurídica.

– En ninguna de mis cartas hice mención alguna sobre la adopción.

Cualquier diversión que Nancy hubiera podido encontrar pinchando las defensas que el abogado había preparado se estaba convirtiendo a toda velocidad en ira. Si aquel individuo representaba de alguna manera los puntos de vista de su madre biológica, entonces ella no tenía la menor intención de «hacer un acto de bondad».

– ¡Oh, por favor! ¿Qué se supone que debía inferir? -Era una pregunta retórica, y ella miró hacia la ventana para calmar su irritación-. Usted no tenía derecho a hacerme saber el apellido de mi familia biológica ni a decirme dónde viven. Es una información que nunca he deseado ni he solicitado. ¿Debo ahora evitar ir a Dorset, no sea que me tropiece con un Lockyer-Fox? ¿Debo preocuparme cada vez que me presentan a una persona, sobre todo si es mujer y se llama Elizabeth?

– Me he limitado a seguir instrucciones -repuso Ankerton, algo incómodo.

– Por supuesto. -La chica se volvió de espaldas a él-. Es su salvoconducto para no ir a la cárcel. La verdad es tan ajena para los abogados como para los periodistas y los agentes inmobiliarios. Debería probar a hacer mi trabajo. Cuando se tiene el poder de decidir quién vive y quién muere, únicamente se piensa en la verdad.

– ¿Y no sigue instrucciones, como yo?

– Rara vez. -Hizo un gesto de rechazo-. Mis órdenes protegen la libertad… Las suyas apenas reflejan los intentos de un individuo de aprovecharse de otro.

Mark se atrevió a formular una leve protesta.

– Y en su filosofía, ¿los individuos no cuentan? Si los números avalan la legitimidad, entonces un puñado de sufragistas nunca hubiera podido conquistar el derecho al voto de las mujeres… y usted no estaría ahora en el ejército, capitana Smith.

El rostro de ella reflejó una expresión divertida.

– Dudo que en las actuales circunstancias hablar de los derechos de las mujeres sea la mejor analogía posible. ¿Quién tiene preferencia en este caso? ¿La mujer a la que representa o la hija que ella abandonó?

– Usted, por supuesto.

– Gracias. -Nancy se echó hacia delante en su silla-. Puede decirle a su cliente que soy feliz y estoy bien de salud, que no lamento mi adopción y que los Smith son los únicos padres que reconozco y deseo tener. Si mis palabras le parecen poco caritativas lo siento, pero al menos son sinceras.

Mark se desplazó hasta el borde de su asiento, obligándola a seguir sentada.

– No es Elizabeth la que me ha dado instrucciones, capitana Smith. Es su abuelo, el coronel James Lockyer-Fox. Él supuso que usted sería más proclive a responder si creía que su madre la buscaba -hizo una pausa-, aunque, por lo que acaba de decir, considero que esa suposición era errónea.

Pasaron uno o dos segundos antes de que ella respondiera. Como en el caso de James, Mark observó que la expresión de la joven era de difícil lectura y su desprecio sólo logró manifestarse a través de las palabras.

– ¡Dios mío! Usted es un ejemplar único, señor Ankerton. Suponiendo que yo hubiera respondido… suponiendo que estuviera desesperada por hallar a mi madre biológica… ¿Cuándo pensaba decirme que lo mejor que podía esperar era un encuentro con un anciano coronel?

– En realidad lo que se pretendía era que usted conociera a su madre.

La voz de Nancy rebosaba sarcasmo.

– ¿Se tomó la molestia de informar de esto a Elizabeth?

Mark sabía que estaba manejando mal la situación, pero no veía cómo arreglarla sin meterse en un callejón sin salida. Volvió a desviar la atención hacia el abuelo.

– James tiene ochenta años, pero se encuentra en plena forma -explicó-, y creo sinceramente que usted y él harían buenas migas. Mira a la gente a los ojos cuando les habla y no soporta a los tontos… igual que usted. Le pido perdón por haber enfocado esto… -buscó la palabra adecuada- con tan poco tacto, pero James dudaba de que un abuelo pudiera resultar más atractivo que una madre.

– Tiene razón.

Aquello podía haber sido dicho por el coronel. Una réplica desdeñosa, que dejaba temblando a su interlocutor. Mark comenzó a desear que la buscadora de oro de su imaginación se hiciera realidad. Hubiera podido enfrentarse a una compensación económica. El desprecio absoluto por la relación con los Lockyer-Fox lo desconcertaba. En cualquier momento, ella le preguntaría por qué su abuelo la buscaba y él no podría responder libremente a esa pregunta.