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– Buena cosa. Debería tirarlo. Dice que ha estado demasiado pendiente del pasado. -Ahora fue él quien suspiró-. Me temo que la policía está presionando para que los servicios sociales se ocupen de Wolfie. Quieren que ustedes lo convenzan.

– ¡Oh, Dios! -exclamó Nancy-. Le prometí que no tendría que hacer nada hasta que se sintiera preparado.

– Lo sé, pero creo que es importante. Tienen especialistas para tratar a niños como él y cuanto antes puedan comenzar a hacerlo, mejor. Es lo que Bella acaba de decir. Tiene que distanciarse de Fox y sólo podrá hacerlo con ayuda de profesionales.

– No tiene sentido que no pueda acordarse de quién es o de dónde viene -dijo Bella-. Quiero decir, tiene diez años y es un chico inteligente. Ayer, mientras comíamos, me dijo que siempre ha vivido con Fox, y hoy dice que cree que vivió alguna vez en una casa. Pero no tiene la menor idea de cuándo. Sólo sabe que fue cuando Fox no estaba… pero no sabe si fue porque Fox estaba lejos… o si fue antes de Fox. ¿Creen que el miedo puede hacer eso?

– No lo sé -dijo Mark-. Digámoslo así: no creo que las drogas y la desnutrición prolongada le hayan servido de ayuda.

– Lo sé -convino Nancy con vehemencia-. Nunca en mi vida tuve tanto miedo como anoche. Mi cerebro quedó anestesiado. Tengo veintiocho años, soy graduada universitaria, soy un soldado profesional y no recuerdo haber tenido un solo pensamiento durante todo el tiempo que estuve delante de estas ventanas. Ni siquiera sé cuánto tiempo estuve aquí. Imagínense cómo debe de haberse sentido un niño que ha sufrido el mismo terror día tras día durante meses. El milagro es que no se haya convertido en un simple vegetal. Yo lo hubiera hecho.

– Sí -dijo Bella pensativa-. Sin duda, Vixen y el Cachorro eran vegetales. Vera también, si la analizamos bien. ¿Qué le va a pasar a ella?

– He logrado encontrarle una residencia en Dorchester que la aceptará -explicó Mark.

– ¿Quién se hará cargo?

– James -dijo Mark con ironía-. La quiere fuera de la propiedad tan pronto como sea posible y dice que no le importa lo que le cueste, si eso evita que intente matarla.

Bella rió entre dientes.

– El anciano está cabreadísimo con toda esa historia del dinero. Nancy y yo hemos visto a Ivo escondido en el bosque, tratando de hacerle señas a su mujer. Es muy gracioso. Lo único que ella hace es mostrarle el dedo corazón.

– También ella tendrá que marcharse de aquí. Eso es lo que la policía me pide que haga. Quieren que los autocares vayan a un sitio seguro. Va a haber jaleo, me temo, porque la prensa vigila la carretera, pero tendrán escolta policial durante todo el recorrido.

– ¿Cuándo?

– Dentro de una media hora -dijo Mark en tono de excusa-. Les pedí más tiempo, pero tienen demasiado personal apostado en el lugar. Además, quieren evacuar la casa para que James pueda hacer inventario de cualquier cosa que haya perdido. Parece que la mayoría de la plata del comedor ha desaparecido.

La corpulenta mujer suspiró.

– Siempre pasa lo mismo. En cuanto uno comienza a sentirse cómodo, vienen los puñeteros maderos y nos echan. Pero no tiene importancia.

– ¿Hablará primero con Wolfie?

– Puede estar seguro -dijo ella con rotundidad-. Tengo que decirle cómo puede hallarme si me necesita.

Treinta y uno

A los fotógrafos no les gustó que, debido a las reglas del procedimiento judicial, no pudieran usar hasta después del juicio ninguna de las fotos de Julian Bartlett resistiéndose a una orden de registro. La policía llegó con sus efectivos a la casa Shenstead y la furia del hombre cuando el detective sargento Monroe le hizo entrega de la orden fue dramática. Intentó cerrar la puerta de un tirón y, -cuando eso no le funcionó- agarró una fusta de montar que había encima de la mesa del pasillo e intentó golpear el rostro de Monroe. El detective, mucho más joven y ágil, le agarró la muñeca en el aire y le torció el brazo a la espalda antes de obligarlo a caminar dando saltitos hasta la cocina. Nadie de los que estaban fuera pudo oír sus palabras, pero los periodistas escribieron lo mismo con total confianza: «El señor Julian Bartlett, de la casa Shenstead, arrestado por agresión a las 11.43».

Eleanor permaneció sentada en estado de shock mientras le ponían las esposas a Julian y le leían sus derechos en su presencia, antes de llevarlo a otra habitación y empezar el registro de la casa. Parecía incapaz de entender que el centro de la atención de la policía era su marido y no ella, y se golpeaba continuamente el pecho como si quisiera decir mea culpa. No abrió la boca hasta que Monroe puso delante de ella una serie de fotos y le preguntó si reconocía a alguna de las personas.

– Ese -dijo, señalando a Fox.

– ¿Podría decirme el nombre de ese hombre, señora Bartlett?

– Leo Lockyer-Fox.

– ¿Podría explicarme cómo lo conoció?

– Se lo conté ayer.

– Una vez más, por favor.

Ella se pasó la lengua por los labios.

– Me escribió. Me encontré con él y con su hermana en Londres. No recuerdo que llevara el cabello así, creo que entonces lo tenía mucho más corto, pero desde luego recuerdo perfectamente su rostro.

– ¿Reconoce a alguien más? Tómese todo el tiempo que necesite. Mírelas detalladamente.

Ella pareció entender que aquello era una orden y cogió cada foto con dedos temblorosos y la miró durante varios segundos.

– No -dijo finalmente.

Monroe apartó una fotografía del centro y la empujó hacia ella.

– Este es Leo Lockyer-Fox, señora Bartlett. ¿Está segura de que no es el hombre con el que usted se reunió?

El poco color que quedaba en su rostro desapareció de sus mejillas. Negó con la cabeza.

Monroe puso delante de ella otra serie de fotos.

– ¿Reconoce a alguna de estas mujeres?

Ella se inclinó hacia delante para mirar los rostros.

– No -dijo.

– ¿Está totalmente segura?

La mujer asintió.

De nuevo, apartó una foto.

– Ésta es Elizabeth Lockyer-Fox, señora Bartlett. ¿Está segura de que no es la mujer con la que habló?

– Sí. -Lo miró con lágrimas en los ojos-. No lo entiendo, sargento. La mujer que vi era tan convincente. Nadie podría fingir estar tan herida, ¿no cree? Mientras hablaba conmigo, temblaba. Yo la creí.

Monroe se sentó en una silla al otro lado de la mesa. Con el marido detenido, tenía tiempo más que suficiente para sembrar en el ánimo de la mujer el temor de Dios; por el momento, quería cooperación.

– Probablemente porque temía al hombre que decía ser Leo -dijo mientras se sentaba-. Además, puede que le estuviera diciendo la verdad, señora Bartlett… pero debió de haber sido su propia historia, no la de Elizabeth Lockyer-Fox. Desgraciadamente creemos que la mujer con la que usted se reunió está muerta, aunque es posible que hayamos encontrado su pasaporte. Dentro de uno o dos días le pediré que examine otras fotos. Si reconoce alguno de esos rostros, entonces quizá podamos ponerle un nombre y arrojar un haz de luz sobre su vida.

– Pero no lo entiendo. ¿Por qué lo hizo? -miró la foto de Fox-. ¿Quién es esta persona? ¿Por qué hizo todo eso?

Monroe apoyó la barbilla en las manos.

– Dígamelo usted, señora Bartlett. Era improbable que dos extraños supieran que a usted le interesaría una historia inventada sobre el coronel Lockyer-Fox. ¿Cómo sabían que usted les creería? ¿Cómo sabían que la señora Weldon era su amiga íntima y que podría participar en una campaña de llamadas de hostigamiento? ¿Cómo sabían que las dos pensaban que el coronel había matado a su esposa? -Se encogió de hombros en un gesto de comprensión-. Alguien muy cercano a usted debe de haberles dado su nombre, ¿no cree?