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En realidad, la mujer era de una inteligencia elemental.

– ¿Alguien que odiaba a James? -sugirió-. Si no, ¿qué sentido tenía?

– Usted era un señuelo. Sus llamadas telefónicas debían tener el propósito de que el coronel pensara que no podía confiar en nadie… ni siquiera en sus hijos. El papel de usted -sonrió levemente-, que desempeñó a la perfección, fue que un anciano indefenso cayera en la confusión y la extenuación. Mientras él estaba concentrado en usted, y por ende en sus hijos debido a sus acusaciones, le estaban robando. -Enarcó las cejas, en gesto inquisitivo-. ¿Quién la conocía lo suficientemente bien para tenderle esa trampa? ¿Quién sabía que usted estaba resentida con los Lockyer-Fox? ¿Quién creyó que sería divertido dejar que usted le hiciera el trabajo sucio?

Como dijo posteriormente Monroe a su inspector, sería verdad que el infierno no guardaba furia igual a la de una mujer despechada, pero el infierno se desató en la casa Shenstead cuando una mujer despechada descubrió que le habían tendido una trampa.

Eleanor comenzó a hablar y no podía parar. Su memoria era colosal, recordaba con todo detalle las finanzas de su familia en el momento de la mudanza, el valor aproximado de las acciones de Julian, la cuantía de la indemnización por pre jubilación y la pensión mínima que recibía hasta que cumpliera los sesenta y cinco. Aprovechó la oportunidad para hacer una lista de sus propios gastos desde la mudanza a Dorset, incluyendo el coste de todas las mejoras de la casa. La lista que hizo de los gastos de Julian le ocupó dos páginas enteras y terminaba con los regalos mencionados en los correos electrónicos de GS.

Incluso Eleanor era capaz de ver que los gastos superaban con creces los ingresos, por lo que a no ser que Julian hubiera vendido hasta la última acción, el dinero llegaba de alguna otra parte. Demostró que las acciones no se habían vendido, llevando a Monroe al estudio de Julian y buscando el archivo del corredor de Bolsa en uno de sus gabinetes.

Siguió ayudando a la policía mediante la revisión de los otros archivos, de los que separó todo aquello que no pudo reconocer. Se volvió cada vez más confiada a medida que las pruebas de la culpabilidad de su marido se hacían evidentes -cuentas bancarias y de inversiones que él nunca le había mencionado, recibos de objetos vendidos que nunca les habían pertenecido, incluso correspondencia con una antigua amante-, y para Monroe resultó obvio que comenzaba a verse a sí misma como la víctima.

Él le había pedido que buscara un archivo que contuviera cartas del coronel Lockyer-Fox a la capitana Nancy Smith, y cuando ella por fin lo desenterró del fondo de una bolsa de basura que ella recordaba que Julian había sacado fuera esa mañana -«Normalmente, él nunca es tan cooperativo»-, se lo tendió al detective con una expresión de triunfo.

Se sintió todavía más triunfante cuando uno de los agentes registró el pote de café molido y encontró un distorsionador de voz.

– Le dije que no era culpa mía -exclamó ella con su voz estridente.

Monroe, que había supuesto la existencia de un segundo distorsionador de voz debido a la cantidad de llamadas que Darth Vader había hecho, abrió una bolsita de plástico para guardarlo.

– Quizás ésta sea la razón por la que tenía tanta prisa en salir -dijo el otro agente mientras dejaba caer el aparato en la bolsa-. Tenía la intención de tirarlo en alguna cañada al otro lado de Dorchester.

Monroe contempló a Eleanor mientras sellaba la bolsa.

– Él negará saber nada de esto -dijo, con naturalidad-, a no ser que su esposa pueda probar que no los había visto antes. En esta casa viven dos personas y, de momento, no hay ninguna prueba que indique quién es el responsable.

La mujer rió entre dientes como un pavo cuando todos sus temores retornaron. Era una reacción satisfactoria. Desde el punto de vista de Monroe, ella era tan culpable como el marido. Quizá su grado de implicación era menor, pero él había oído alguno de sus mensajes en la grabación y el deleite con el que acosaba al anciano le daba náuseas.

BBC Noticias Online, 17 de septiembre de 2002,

10.10, hora de Greenwich

Muerte de un zorro

Ayer se informó que Fox Evil, el principal sospechoso de una de las mayores investigaciones de homicidios llevadas a cabo en los últimos diez años, falleció en un hospital de Londres a causa de un tumor cerebral no operable. Había ingresado diez días antes, proveniente del área sanitaria de la Real Prisión de Belmarsh, donde aguardaba recluido a la espera de juicio.

Brian Wells, alias Liam Sullivan, alias Fox Evil, siguió siendo un enigma hasta el final. Su negativa a cooperar con la investigación dio lugar a una búsqueda de personas desaparecidas que implicó a veintitrés departamentos de policía. Descrito por unos como una persona encantadora y por otros como un horrible depredador nocturno, la detención de Wells el pasado año se consideró de interés público cuando la policía reveló que se sospechaba era el responsable del asesinato de tres mujeres y siete niños, cuyos cuerpos aún no han sido recuperados.

«Creemos que sus víctimas eran nómadas u okupas -dijo un portavoz de la policía-. Quizá madres solteras o madres a las que convenció para que abandonaran a sus parejas. Lo triste es que se trataba de personas cuyas familias apenas conocían sus movimientos, por lo que no se denunciaron sus desapariciones.»

Las sospechas de la policía surgieron después de que Wells fuera detenido el 26 de diciembre del pasado año. Vivía en un campamento con otros nómadas, en tierras sin dueño de la pequeña villa de Shenstead en Dorset, y fue acusado de atacar con un martillo a Nancy Smith, de veintiocho años, oficial del ejército, y del asesinato de Robert Dawson, de setenta y dos años, jardinero. En su vehículo hallaron armas de fuego y objetos robados y la policía comenzó a investigar sus contactos con los bajos fondos.

El rango de la investigación se amplió cuando un testigo declaró haber visto a Wells asesinar a una mujer y un niño. A las pocas horas se halló ropa ensangrentada, perteneciente a siete niños de corta edad y tres mujeres en un compartimiento oculto bajo el suelo del autocar. La policía temió haber hallado los «trofeos» de un asesino demente.

A principios de año llegó la confirmación de que dos de las víctimas, una mujer y su hijo de seis años, habían sido identificadas. Los nombres que se dieron fueron «Vixen» y «el Cachorro», para proteger a los miembros supervivientes de la familia. Se cree que las pruebas de ADN efectuadas a los parientes de la mujer han mostrado lazos genéticos con la sangre encontrada en un vestido de mujer y en una camiseta de niño. La policía se negó a proporcionar más información, limitándose a decir que la investigación avanzaba y que los nómadas no debían tener miedo de presentarse a declarar.

«Toda la información será tratada con reserva -se expresó en este sentido una detective-. Entendemos que algunas personas no quieran dar su verdadero nombre, pero les pedimos que confíen en nosotros. Nuestro único interés radica en identificar a aquellos que han desaparecido.»

El horror, en particular el brutal asesinato de siete niños inocentes, conmocionaron a la opinión pública. Como enfatizaron los titulares de los periódicos, ¿a quién le importa volver a ver a un nómada? «En mi patio trasero, no», gritó uno. «Ojos que no ven, corazón que no siente», dijo otro. «La tribu invisible.» Fue un horrible recordatorio de la vulnerabilidad de las personas que viven marginadas.

El propio Wells podía ser considerado un hombre marginado. Nacido en la pobreza en el sureste de Londres, fue el único hijo de una madre soltera adicta a las drogas. Descrito por los maestros de su escuela primaria como «dotado» y «de carácter dulce», se creyó destinado a tener un futuro más allá de la zona de perdición donde creció. Cuando llegó a secundaria, todo había cambiado. Conocido por la policía como un adolescente fuera de control, recibió una serie de advertencias por hurto, consumo de drogas y venta de estupefacientes.