La sexta centuria formaba el lado izquierdo de la cara frontal de la formación de cuadro. A su derecha se encontraba la primera centuria y otras tres formaban los flancos y la retaguardia del cuadro. La última centuria actuaba como reserva y la mitad de sus efectivos vigilaban a los prisioneros. Macro y Cato se dirigieron al centro de la primera línea de su centuria y esperaron a que-Hortensio diera la orden. En el camino, por delante de ellos, los Druidas ya se habían dado cuenta de que algo pasaba. Estiraban el cuello para atisbar por encima de la pared de escudos en busca de sus compañeros. El cabecilla clavó los talones y espoleó a su montura para acercarse a los legionarios. Levantó una mano que se llevó a la boca para que se le oyera mejor.
– ¡Romanos! ¡Dadnos vuestra respuesta! ¡Ahora, o moriréis!
– ¡Cuarta cohorte! -rugió Hortensio-. ¡Adelante! La cohorte avanzó y sus botas hicieron crujir la nieve helada mientras se acercaban a la silenciosa concentración de Durotriges que los aguardaba. Cuando la pared de escudos empezó a avanzar, los Druidas hicieron girar sus monturas y volvieron al galope junto a sus seguidores para ponerse a salvo. Tras el brocal de su escudo, los ojos de Cato escudriñaron las oscuras figuras que bloqueaban el paso de la cohorte y después miraron con ansia más allá, hacia el lugar donde el sendero conducía a la seguridad del campamento de la segunda legión. Su mano izquierda se había asido con más fuerza a la empuñadura de la espada y la hoja se elevó hasta quedar en posición horizontal.
En tanto que la distancia entre los dos bandos iba disminuyendo, los Druidas bramaron unas órdenes a los guerreros Durotriges. Con un chasquido de riendas y el griterío de las instrucciones y el ánimo dirigidos a sus caballos, los aurigas de los flancos empezaron a desplazarse hacia el exterior, dispuestos a lanzarse como una exhalación contra cualquier hueco que se abriera en la formación Romana. Los ejes chirriaron y las pesadas ruedas retumbaron mientras los carros se movían bajo la ansiosa mirada de los legionarios. Cato intentó tranquilizarse diciéndose que poco tenían que temer de aquellas anticuadas armas. Siempre y cuando las líneas Romanas se mantuvieran firmes, las cuadrigas podían considerarse poco más que una desagradable distracción.
Siempre y cuando la formación se mantuviera firme.
– ¡Mantened la alineación! -gritó Macro cuando algunos de los soldados más nerviosos de la centuria empezaron a dejar atrás a sus compañeros. Al ser aleccionados, los hombres ajustaron el paso y las líneas se nivelaron para ofrecer al enemigo una pared de escudos continua. Los Durotriges se encontraban ya a no más de unos cien pasos de distancia y Cato pudo distinguir las facciones individuales de aquellos a los que mataría o a manos de quienes moriría en los momentos siguientes. La mayor parte de la infantería pesada enemiga llevaba puestas cotas de malla encima de sus túnicas y leotardos de vivos colores. Las barbas greñudas y las colas de caballo salían por debajo de los cascos bruñidos y cada uno de aquellos hombres llevaba una lanza de guerra o una espada larga. Aunque estaban organizados en una pequeña unidad, la desigualdad de su línea de escudos dejaba claro que era muy poca la instrucción que habían recibido.
Cato percibió un extraño zumbido que iba subiendo de tono por encima del crujido de la nieve y el tintineo del equipo y dirigió una rápida mirada a la infantería ligera a ambos lados del centro enemigo.
– ¡Honderos! -exclamó no se supo quién, por entre las filas Romanas.
El centurión Hortensio reaccionó enseguida. -¡Las primeras dos filas! ¡Los escudos en alto y agachados! Cato cambió la forma en que agarraba el escudo y se agachó un poco de manera que el borde inferior le protegiera las espinillas. El legionario que tenía justo detrás alzó su escudo por encima de Cato. Dicha acción se repitió a todo lo largo de las primeras dos filas de manera que el frente de la formación Romana quedó resguardado de la descarga que se avecinaba.
Al cabo de un momento el zumbido subió bruscamente de tono y fue acompañado de un sonido semejante al de un látigo. Un golpeteo ensordecedor inundó el aire cuando la mortífera descarga de proyectiles alcanzó los escudos Romanos. Cato se estremeció cuando uno de aquellos proyectiles de plomo golpeó contra una esquina de su escudo. Pero la línea Romana no flaqueó y avanzó implacablemente mientras los disparos de honda continuaban rebotando estrepitosamente en los escudos con un sonido igual al de mil martillazos. No obstante, unos cuantos gritos pusieron de manifiesto que algunos proyectiles habían alcanzado su objetivo. Aquellos que cayeron y rompieron la formación fueron rápidamente reemplazados por los legionarios de la siguiente fila y sus retorcidas figuras quedaron atrás para ser recogidas por un puñado de soldados que se encargaban de transportar las bajas y depositarlas en una de las carretas de la cohorte que también iba avanzando entre traqueteos en el interior del cuadro.
A poca distancia del hormiguero de la línea enemiga, Hortensio ordenó a la cohorte que se detuviera.
– ¡Filas delanteras! Jabalinas en ristre! -Aquellos que todavía tenían una jabalina que lanzar después del combate en la aldea echaron los brazos hacia atrás al tiempo que plantaban los pies separados en el suelo y se preparaban para la próxima orden-. ¡Lanzad las jabalinas!
Bajo la luz mortecina pareció como si un fino velo negro se lanzara de las filas Romanas y describiera un arco para descender sobre el remolino de Durotriges. Un traqueteo y estrépito tremendos fueron rápidamente seguidos de gritos cuando las pesadas puntas de hierro de las jabalinas atravesaron escudos, armaduras y carne.
– ¡Desenvainad las espadas! -bramó Hortensio por encima de aquel estruendo. Un áspero ruido metálico resonó en todos los lados del cuadro cuando los legionarios desenfundaron sus cortos estoques y mostraron sus puntas al enemigo. Casi al instante el discordante fragor de los cuernos de guerra sonó por detrás de los Durotriges que, con un enorme rugido de bélica furia, se precipitaron hacia delante.
– ¡Al ataque! -gritó Hortensio y, con los escudos firmemente sujetos al frente y las espadas a la altura de la cintura, las primeras líneas Romanas se lanzaron contra el enemigo. Cato sintió su corazón golpeando contra las costillas y el tiempo pareció ralentizarse, lo suficiente para que pudiera imaginarse que lo mataban o que caía gravemente herido a manos de uno de los hombres cuyos salvajes rostros se encontraban a tan sólo unos pasos de distancia. Una gélida sensación le recorrió las tripas antes de que se llenara de aire los pulmones y diera salida a un desaforado grito, decidido a destruir todo lo que encontrara a su paso.
Las dos líneas se precipitaron una contra otra con un vibrante traqueteo de lanzas, espadas y escudos que sonó como si una ola enorme batiera una orilla pedregosa. Cato notó la sacudida del escudo al golpear la carne. Un hombre dejó escapar un jadeo al quedarse sin aire en los pulmones y luego un estertor cuando el legionario que había junto a Cato le clavó la espada en la axila al Britano. Cuando se desplomó, Cato lo echó a un lado de un puntapié al tiempo que arremetía a su vez contra el pecho desprotegido de un Britano que empuñaba su hacha por encima de la cabeza de Macro. El Britano vio venir el golpe y retrocedió para apartarse de la punta de la espada de Cato que únicamente le rajó el hombro en lugar de causarle una puñalada mortal. No gritó cuando la sangre empezó a caerle por el pecho. Ni tampoco cuando Macro hincó su espada con tanta ferocidad que ésta atravesó al Britano y le salió, ensangrentada, por la parte baja de la espalda. Una expresión asustada cruzó su rostro desencajado y luego cayó entre los demás muertos y heridos que había tirados en la nieve revuelta y manchada de sangre.
– ¡Seguid avanzando, muchachos! -gritó Cato-. ¡No os separéis y dadles duro!
A su lado, Macro sonrió con aprobación. Por fin el optio se comportaba como un soldado en batalla. Ya no le turbaba dar voces de ánimo a unos hombres mayores y con más experiencia que él, y se mantenía lo bastante sereno para saber cómo tenía que luchar la cohorte para poder sobrevivir.