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Los fuertemente armados Britanos se lanzaron contra la pared de escudos Romanos con una violencia fanática que horrorizó a Cato. A cada lado de la formación de cuadro, los nativos más ligeramente armados se fueron aproximando a los flancos, profiriendo sus gritos de guerra y siendo alentados por los Druidas. Los sacerdotes de la Luna Oscura permanecían un poco más atrás de la línea de combate, dejando caer una lluvia de maldiciones sobre los invasores y exhortando a los miembros de la tribu a expulsar a aquel puñado de Romanos del suelo Britano profanado por sus estandartes del águila. Pero el fervor religioso y el valor ciego no les proporcionaban ninguna protección a sus pechos desprovistos de armadura. Muchos sucumbieron a las mortíferas arremetidas de unas espadas diseñadas para acabar en un santiamén con los actos heroicos estúpidos como aquél.

Finalmente la infantería pesada britana se dio cuenta de la gran cantidad de bajas que se apilaban frente al cuadro acorazado, mientras que la línea Romana seguía intacta y firme. Los Durotriges empezaron a retroceder ante las terribles hojas que los acuchillaban por entre los escudos que casi no les dejaban ver a sus enemigos.

– ¡Ya los tenemos! -bramó Macro-. ¡Adelante! ¡Obligadlos a retroceder!

Los Durotriges, valientes como eran, nunca se habían topado con un rival tan implacable y eficiente. Era como luchar contra una enorme máquina de hierro, diseñada y construida únicamente para la guerra. Avanzaba sin piedad, demostrando a todo el que se encontraba a su paso que sólo podía haber un único desenlace para aquellos que osaran desafiarla.

Un grito de angustia y miedo se formó en las gargantas de los Durotriges y recorrió sus arremolinadas filas cuando se dieron cuenta de que los Romanos se estaban imponiendo. Los hombres ya no estaban dispuestos a lanzarse inútilmente contra aquel cuadro de escudos en movimiento que se abría camino a través de las hileras de espadas y lanzas. Cuando los Durotriges que había al frente retrocedieron, los hombres situados en la retaguardia empezaron también a echarse atrás, al principio sólo para mantener el equilibrio, pero luego sus pies fueron adquiriendo más velocidad, como si tuvieran voluntad propia y los quisieran alejar del enemigo. Les siguieron más hombres, veintenas y luego cientos de Britanos que se separaron de la densa concentración de sus compañeros y se dieron a la fuga camino abajo.

– ¡No os detengáis, maldita sea! -rugió Hortensio desde la primera fila de la primera centuria-. Seguid avanzando. ¡Si nos detenemos estamos muertos! ¡Adelante!

Un ejército menos experimentado se hubiese parado justo allí, exaltado por haber superado al enemigo, temblando con la emoción de haber sobrevivido y sobrecogido por la carnicería que había llevado a cabo. Pero los soldados de las legiones continuaron su avance tras una sólida pared de escudos, con las espadas preparadas y listas para atacar. Casi todos ellos habían llegado a adultos bajo la férrea voluntad de una disciplina militar que los había despojado del blando y maleable material de la humanidad y los había convertido en luchadores mortíferos, totalmente subordinados a los deseos y las palabras de mando. Tras una mínima pausa necesaria para alinearse, los hombres de la cuarta cohorte siguieron avanzando por el camino que atravesaba el valle.

El sol se había ocultado al otro lado del horizonte y la nieve iba adquiriendo un tono azulado a medida que caía la noche. A ambos lados, las filas desmembradas de los Durotriges se extendían de forma desordenada por las laderas y observaban en silencio cómo el cuadro progresaba pesadamente. Aquí y allá sus cabecillas, y los Druidas, se habían puesto a reagrupar a sus hombres a la fuerza y les propinaban crueles golpes con la carial de la hoja de las espadas. Los cuernos de guerra dejaban escapar las estridentes notas que los instaban a volver a la formación y los guerreros empezaron a recuperarse paulatinamente.

– ¡No aflojéis! -ordenó Macro-. ¡Mantened el paso! Las primeras unidades enemigas que volvieron a formar empezaron a marchar tras la cohorte. La formación de cuadro estaba pensada para proporcionar protección, no velocidad, y las unidades más ligeramente armadas dejaron atrás a los Romanos sin problemas. Mientras caía la noche, los soldados de la cuarta cohorte vieron, alarmados, la oscura concentración de hombres que los iban adelantando por las laderas en un intento por volverles a cortar el paso a los legionarios. Y en esa ocasión, reflexionó Cato, los Durotriges habrían preparado una línea de ataque más efectiva.

Las marchas nocturnas son difíciles aun en las mejores circunstancias. El suelo es prácticamente invisible y tiene muchas trampas para un pie desprevenido: una madriguera de conejos oculta o la entrada de una tronera pueden torcer un tobillo o quebrar un hueso con facilidad. La desigualdad del terreno enseguida amenaza con romper una formación y sus oficiales tienen que hacer subir y bajar las filas incansablemente para asegurarse de que se mantiene un ritmo regular y de que no aparecen huecos en la unidad. Aparte de estas dificultades inmediatas existe el más grave problema de encontrar el camino.

Sin la luz del sol para guiar a los hombres y, cuando está nublado, sin estrellas, poca cosa más que la fe puede servir para fijar la línea de marcha. Para los soldados de la cuarta cohorte las dificultades para la marcha nocturna eran especialmente grandes. La nieve había enterrado el sendero que llevaban varios días siguiendo en dirección sur y Hortensio no podía hacer otra cosa que seguir el curso del valle, evaluando cautelosamente todas las elevaciones y hondonadas por si la cohorte se equivocaba de camino. A ambos lados, los sonidos de los Britanos ocultos acababan con los agotados nervios de los soldados que seguían adelante arrastrando los pies.

Cato estaba más cansado de lo que nunca lo había estado en toda su vida. Hasta la última fibra de su cuerpo le pedía reposo a gritos. Le pesaban tanto los párpados que apenas podía mantenerlos abiertos y el frío ya no era aquella entumecedora distracción del comienzo del día. En aquel momento acrecentaba el deseo de sumirse en un profundo y cálido sueño. De manera insidiosa, su mente consideró la idea y poco a poco consumió la determinación de luchar contra la exigencia de descanso de todos sus doloridos músculos. Desvió la atención del mundo que lo rodeaba y dejó de vigilar las filas de legionarios y el peligro del enemigo que, sin dejarse ver, merodeaba más allá. El ritmo monótono del avance contribuyó al proceso y al final sucumbió al deseo de cerrar los ojos, sólo un momento, lo justo para librarse un instante de la sensación de escozor. Los abrió con un parpadeo para cerciorarse de por dónde iba y luego volvieron a cerrarse casi por propia voluntad. Lentamente la barbilla le fue bajando hacia el pecho…

– ¡Tente en pie, maldita sea! Cato abrió los ojos de golpe; por su cuerpo corría el frío temblor que se siente cuando a uno lo arrancan por la fuerza de su sueño. Alguien le sujetaba el brazo con una firmeza que le hacía daño.

– ¿Qué? -Te estabas quedando dormido -susurró Macro, que no quería que sus hombres le oyeran. Arrastró a Cato hacia delante-. Casi te me echas encima. Si vuelve a ocurrir te cortaré las pelotas. Venga, espabila.

– Sí, señor. Cato sacudió la cabeza, alargó la mano para coger un puñado de nieve y se la frotó Por la cara, agradeciendo el efecto reconstituyente de su gélido ardor. Volvió a colocarse junto a su centurión, lleno de vergüenza por su debilidad física. Aunque estuviera al límite de su resistencia no debía demostrarlo, no delante de los hombres. Nunca más, se prometió a sí mismo.

Cato se obligó a centrar su atención en los soldados mientras la cohorte seguía adelante penosamente. Recorrió las oscuras líneas de sus hombres arriba y abajo con más frecuencia que antes, dando bruscas órdenes a aquellos que daban muestras de rezagarse.