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Varias horas después del anochecer, Cato se dio cuenta de que el valle se estrechaba. A ambos lados, las sombrías laderas, sólo levemente más oscuras que el cielo, empezaban a elevarse más abruptamente.

– ¿Qué es eso que hay allí delante? -preguntó de pronto Macro-. Allí. Tú tienes mejor vista que yo. ¿A ti qué te parece?

Al otro lado de la nieve que se extendía frente a la cohorte, una línea poco definida cruzaba el valle. Allí se percibía cierto movimiento y, cuando Cato forzó la vista para tratar de distinguir más detalles, un suave zumbido llenó el frío aire nocturno.

– ¡Arriba los escudos! La advertencia de Cato llegó momentos antes de que la descarga de las hondas saliera volando de la oscuridad y cayera sobre la cohorte con un estrepitoso traqueteo. Comprensiblemente, la puntería no fue muy buena y la mayor parte de los proyectiles pasaron de largo por encima de los legionarios o impactaron contra el suelo a poca distancia del objetivo. Aun así, se oyeron muchos gritos y un alarido por encima del estruendo.

– ¡Cohorte, alto! -exclamó el centurión Hortensio. La cohorte se detuvo y todos los soldados se encogieron bajo la protección de sus escudos cuando el zumbido empezó de nuevo. La siguiente descarga fue tan desigual como la primera y en esa ocasión las únicas bajas se produjeron en el grupo de prisioneros bajo vigilancia situados en el centro de la formación.

– ¡Espadas preparadas! La orden fue coreada por un áspero fragor proveniente de las oscuras filas de legionarios. Luego la cohorte volvió a quedar en silencio.

– ¡Adelante! La formación avanzó ondulante un momento antes de adaptarse a un paso más acompasado. Desde la primera línea de la sexta centuria, Cato pudo ver entonces con más detalle lo que había delante. Los Durotriges habían construido una tosca barrera con ramas y árboles caídos que se extendía a lo largo del estrecho suelo del valle y que se prolongaba ascendiendo un poco a ambos lados. Detrás de aquella ligera protección se aglomeraba una siniestra horda. Los honderos ya no disparaban a descargas, con lo que el zumbido de las hondas y el seco chasquido de los proyectiles era casi constante. Cato se estremeció ante aquel sonido y agachó la cabeza bajo el borde del escudo mientras la cohorte avanzaba hacia la barrera. Hubo más gritos en las filas de legionarios a medida que éstos se iban poniendo cada vez más cerca del alcance del enemigo y los honderos podían apuntar con más precisión. El hueco entre la cohorte y los árboles caídos se fue haciendo cada vez más pequeño hasta que al final los hombres de la primera fila se toparon con la maraña de ramas. Al otro lado, el enemigo había dejado de utilizar las hondas y ahora blandían lanzas y espadas al tiempo que proferían sus gritos de guerra en las mismísimas narices de los Romanos.

– ,Alto! ¡Levantad las barricadas! ¡Pasad la orden! -gritó Macro, consciente de que sus instrucciones apenas se oirían por encima del alboroto.

Los legionarios envainaron rápidamente las espadas y empezaron a arrancar -las ramas, dando desesperados tirones y sacudidas para deshacer aquella maraña. Cuando los soldados se lanzaron contra las improvisadas defensas de los Durotriges, un salvaje rugido de voces proveniente de detrás de la centuria resonó por todo el valle. Cato volvió la vista atrás y vio un oscuro remolino de hombres que avanzaba por la nieve en dirección a las dos centurias situadas en la retaguardia del cuadro. A voz en cuello Hortensio les dio la orden a aquellas dos centurias de que se dieran la vuelta y se enfrentaran a la amenaza.

– ¡Bonita trampa! -exclamó Macro con un resoplido al tiempo que tiraba de una gruesa rama para desprenderla de la barricada y se la pasaba a los hombres que tenía detrás-. ¡Deshaceos de esto cuanto antes!

Mientras los Durotriges se lanzaban contra la retaguardia de la formación, los legionarios del frente desmontaban la barrera con desesperación, sabiendo que, a menos que la cohorte pudiera continuar su avance, quedaría atrapada y sería aniquilada. Lentamente se logró romper la barrera y se abrieron unos pequeños huecos por los que podía pasar una persona. Macro enseguida hizo correr la voz de que nadie debía enfrentarse solo al enemigo. Tenían que esperar a que él diera la orden. No obstante, algunos Durotriges no fueron tan prudentes y salieron disparados a por los Romanos en cuanto apareció una abertura. Pagaron muy cara su impetuosidad y fueron abatidos en el mismo instante en que alcanzaron a los soldados. Pero con su muerte consiguieron al menos retrasar el trabajo de los legionarios. Finalmente hubo unas cuantas aberturas lo bastante grandes para que pudieran pasar varios hombres y Macro gritó la orden de desenvainar las espadas y formar junto a los huecos.

– ¡Cato! Ve al flanco izquierdo y encárgate de él. En cuanto dé la orden pasa al otro lado y vuelve a formar en línea a los hombres enseguida. ¿Entendido?

– ¡Sí, señor! -¡Vete! El optio se abrió camino por entre las filas de la centuria y luego corrió hacia el flanco izquierdo de la formación.

– ¡Dejad paso ahí! ¡Dejad paso! -gritó Cato al tiempo que avanzaba a empujones hacia el frente. Vio una abertura en la barricada, a no mucha distancia de donde se encontraba-. ¡Pegaos a mí! ¡Cuando el centurión dé la orden pasaremos todos juntos al otro lado!

Los legionarios se agruparon a ambos lados de su optio y juntaron los escudos para que el enemigo tuviera pocas probabilidades de alcanzarlos mientras se abrían paso hacia el otro lado. Entonces aguardaron, con las espadas preparadas y aguzando el oído a la espera de oír la orden de Macro por encima de los gritos de guerra y los alaridos de los Durotriges.

– ¡Sexta centuria! -A Cato le dio la impresión de que el centurión estaba muy lejos-. ¡Adelante!

– ¡Ahora! -gritó Cato-. ¡No os separéis de mí! Empujando un poco su escudo para absorber cualquier posible impacto, Cato inició la marcha asegurándose de que los demás no se separaran y conservaran la integridad de la pared de escudos. Aunque se habían quitado las ramas más grandes, el suelo estaba lleno de restos retorcidos de madera y cada paso debía darse con cuidado. En cuanto los Durotriges se percataron de la ofensiva Romana, sus gritos alcanzaron un nuevo tono de furia y se lanzaron contra los legionarios. Cato notó que alguien chocaba con su escudo y rápidamente clavó la espada, sintiendo que había herido de forma superficial a su enemigo antes de retirar la hoja a toda prisa y prepararse para asestar el próximo golpe. En ambos flancos y en la parte de atrás, los soldados de la centuria se abrían paso entre la oscura concentración de Britanos que había al otro lado de la barricada.

Estaba claro que los Druidas confiaban en que las descargas de las hondas y la barricada detendrían el avance de los Romanos, y habían guarnecido esta última con su infantería ligera en tanto que lo que quedaba de su infantería pesada atacaba la retaguardia del cuadro Romano. A los bien acorazados legionarios no les costó mucho abrir brechas en las filas enemigas y, a medida que más soldados iban atravesando la barricada, se fueron desplegando a ambos lados. Los ligeramente armados Durotriges se vieron totalmente superados. Ni siquiera su temeraria valentía podía hacer nada para alterar el resultado de aquel enfrentamiento. Al cabo de poco tiempo, las centurias que iban en cabeza del cuadro Romano habían formado una línea continua al otro lado de la barricada destrozada.

Los Britanos ya se habían enfrentado en otra ocasión a la implacable máquina de matar Romana y una vez más rompieron filas ante ella y se alejaron en tropel para ocultarse en la oscuridad de la noche. Mientras observaba cómo huían, Cato bajó la espada y se dio cuenta de que estaba temblando. Ya no sabía si era de miedo o de agotamiento. Era extraño pero tenía la mano que manejaba la espada tan apretada alrededor de la empuñadura que le dolía de una manera casi insoportable. No obstante, necesitó toda la fuerza de voluntad que pudo reunir para hacer que su mano se aflojara. Entonces, tuvo más conciencia de lo que le rodeaba y vio la línea de cuerpos que yacían a lo largo de toda la barricada, muchos de ellos aún retorciéndose y gritando a causa de las heridas.