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Había montones de cuerpos desparramados por el suelo y apilados en torno a la cohorte. Había cientos de astas de flecha clavadas en el suelo y sobresaliendo de los cadáveres y de los escudos, los cuales en su gran mayoría estaban tan destrozados y astillados que ya no tenían arreglo. Por detrás de los escudos se alzaban las mugrientas y ensangrentadas formas de los legionarios exhaustos. El centurión Hortensio se abrió camino por entre sus hombres y se dirigió a grandes zancadas hacia el prefecto del campamento, con el brazo levantado a modo de saludo.

– ¡Buenos días, señor! -A pesar de todos sus esfuerzos, se notó que tenía que forzar la voz--. Sí que habéis tardado, carajo.

Sexto le estrechó la mano sin hacer caso de la sangre que se coagulaba en una herida que el centurión tenía en la palma. El prefecto del campamento se quedó ahí parado, con las manos en las caderas, e hizo un gesto con la cabeza en dirección a los supervivientes de la cuarta cohorte.

– ¿Y qué es todo este maldito desquicio? ¡Tendría que poneros a todos a hacer faenas durante un mes!

junto a Cato, Fígulo observó cómo el centurión y el prefecto del campamento intercambiaban sus saludos. Se quedó callado un momento antes de escupir en el suelo.

– ¡Malditos oficiales! joder! ¿Vosotros no los odiáis?

CAPÍTULO XVIII

El general se sentó con cuidado sobre el cojín de una silla con una momentánea mueca de dolor. Varios días de viaje a caballo no le habían ido muy bien a su trasero y la más mínima presión era dolorosa. Su expresión se fue relajando paulatinamente y aceptó la copa de vino caliente que Vespasiano le ofrecía. Quemaba quizás demasiado para su gusto, pero Plautio necesitaba una copa y algo caliente en el estómago para contrarrestar el entumecimiento del resto de su cuerpo. Así que apuró el vaso e hizo un gesto para que se lo volvieran a llenar.

– ¿Hay alguna otra noticia? -preguntó. -Ninguna, señor -respondió Vespasiano al tiempo que servía más vino-. Sólo los detalles que le mandé a Camuloduno.

– Bueno, ¿y algún tipo de información que sea de utilidad? -continuó diciendo Plautio, esperanzado.

– Todavía no, pero tengo una cohorte a punto de regresar de patrulla por la frontera con los Durotriges. Tal vez ellos hayan reunido alguna información útil. Por lo visto se han topado con un pequeño problema cuando regresaban. He mandado a unas cuantas cohortes para que se ocupen de que vuelvan a casa sin ningún percance.

– Ah, sí. Ésa debía de ser la escaramuza que vi al otro extremo del campamento mientras nos acercábamos.

– Sí, señor.

– Que el comandante de la cohorte rinda informe inmediatamente en cuanto llegue al campamento. -El general frunció el ceño un momento con la mirada fija en las débiles espirales de vapor que se alzaban de la copa que tenía apretada entre las manos-. Verás, es que… tengo que saberlo cuanto antes.

– Sí, señor. Por supuesto. Vespasiano tomó asiento frente a su general y se hizo un silencio incómodo. Aulo Plautio había sido su oficial al mando durante casi un año y no estaba seguro de cómo reaccionar en un contexto más personal. Por primera vez desde que conocía a Plautio (comandante de las cuatro legiones y las doce unidades auxiliares a las que se les había encomendado la tarea de invadir y conquistar Britania), el general se estaba mostrando como un hombre normal y corriente, un marido y padre al que consumía la preocupación por su familia.

– ¿Señor? Plautio siguió con la mirada baja, golpeando suavemente con el dedo el borde de su copa.

Vespasiano tosió. -Señor.

El general levantó la vista con un parpadeo, cansado y desesperado.

– ¿Qué es lo que debo hacer, Vespasiano? ¿Qué harías tú? Vespasiano no respondió. No podía hacerlo. ¿Qué puede decir una persona cuando otra está en una situación difícil? Si los Druidas tuvieran retenidos a Flavia y Tito, no dudaba que su primer y más poderoso impulso sería coger un caballo e ir a buscarlos. Liberarlos o morir en el intento. Y si llegaba demasiado tarde para salvarlos, entonces descargaría su más terrible venganza sobre los Druidas y su gente hasta que lo mataran también a él. Porque, ¿qué era la vida sin Flavia y Tito, y sin el bebé que Flavia esperaba? Vespasiano se aclaró la garganta con incomodidad. Para distraerse de aquel hilo de pensamiento se levantó bruscamente y se dirigió a la portezuela de la tienda para ordenar con un grito que trajeran más vino. Cuando regresó a su asiento ya había recobrado la compostura, aunque por dentro estaba furioso por lo que él consideraba su debilidad. El sentimentalismo no le estaba permitido a un soldado raso; en un comandante de la legión equivalía a un crimen. ¿Y en un general? Vespasiano dirigió una mirada comedida a Plautio y se estremeció. Si alguien tan poderoso y de tan alta posición como el comandante del ejército tenía tantos problemas para ocultar su sufrimiento personal, ¿qué se podía esperar de alguien de menos valía?

Con un esfuerzo evidente Aulo Plautio salió de su introspección y cruzó la mirada con la del legado. El general frunció el entrecejo un instante, como si no fuera capaz de precisar el tiempo que había estado sumido en su propia desesperación. Entonces movió la cabeza enérgicamente.

– Tengo que hacer algo. Necesito disponer las cosas para hacer que rescaten a mi familia antes de que se acabe el tiempo. Tan sólo faltan veintitrés días para la fecha límite que fijaron los Druidas.

– Sí, señor -replicó Vespasiano, y formuló su siguiente pregunta con cuidado para evitar cualquier dejo de censura-. ¿Va a intercambiar los prisioneros Druidas por su esposa e hijos?

– No… al menos de momento. No hasta que haya intentado rescatar a mi familia. ¡No dejaré que un puñado de asesinos supersticiosos le impongan condiciones a Roma!

– Entiendo. -Vespasiano no estaba convencido del todo. ¿Por qué si no iba el general a traer consigo a los Druidas desde Camuloduno?-. En ese caso, ¿qué plan tiene en mente para recuperar a su familia, señor?

– Todavía no lo he decidido -admitió Plautio-. Pero lo más importante es actuar con rapidez. Quiero a la segunda legión lista para ponerse en marcha lo antes posible.

– ¿Lista para ponerse en marcha? ¿Adónde, señor?

– Quiero empezar pronto la campaña. Al menos, quiero que la segunda legión la empiece pronto. He redactado las órdenes para que tu legión se adentre en el territorio de los Durotriges. Tenéis que arrasar todos los fuertes, todos los poblados fortificados. No se hará prisionero a ningún guerrero enemigo o druida. Quiero que todas las tribus de esta isla sepan cuál es el precio que se paga por matar a un prefecto y tomar rehenes Romanos. Si los Druidas y sus amigos Durotriges tienen un poco de sentido común nos devolverán a mi esposa e hijos enseguida, y harán el llamamiento a la paz. -¿Y si no lo hacen?

– Entonces empezaremos a matar a nuestros prisioneros Druidas y reservaremos a su cabecilla para el final. -La terrible determinación en la voz de Plautio era inconfundible-. No vamos a dejar nada con vida, ¿lo entiendes?