– No, señor -replicó Vespasiano con firmeza-. Yo diría que es nuestra gran oportunidad. Si su Britano realmente conoce el terreno que pisa y a sus gentes, tenemos muchas posibilidades de encontrar a los rehenes antes de que el enemigo se entere del avance de la segunda.
Plautio frunció el ceño.
– Tu gran oportunidad acaba de bajar a la categoría de muchas posibilidades.
– Mejor muchas que pocas o ninguna, señor.
– ¿Estás pensando en alguien para esta misión?
– No, señor -admitió Vespasiano-. No he previsto tantas cosas. Pero necesitamos a unos soldados con mucha iniciativa. Tendrán que ser personas de recursos, buenos en combate… si es que al final la cosa se reduce a eso…
Plautio alzó la vista. -¿Qué me dices del centurión que enviaste a recuperar el arcón de la paga del César poco después de desembarcar? Él y ese optio que tiene. Que yo recuerde lo hicieron muy bien.
– Sí, es cierto -reflexionó Vespasiano-. Muy bien, ya lo creo.
CAPÍTULO XIX
– ¡Vamos, bellezas soñolientas! -rugió el centurión Hortensio al tiempo que metía la cabeza en la tienda de Macro. Éste se hallaba profundamente dormido en su catre de campaña y roncaba con un profundo y grave retumbo. A un lado estaba Cato, desplomado sobre un escritorio en el que había estado recopilando los efectivos de la sexta centuria que habían regresado cuando la irresistible necesidad de descansar finalmente lo había vencido., Fuera, en la hilera de tiendas de la centuria, los soldados también estaban profundamente dormidos, y lo mismo ocurría con el resto de la cuarta cohorte; A excepción del centurión superior Hortensio. Tras ocuparse de los heridos y dar órdenes de que se preparara una comida caliente para la cohorte, se había ido a presentar su informe.
Estar en presencia no tan sólo del legado, sino también del comandante de todas las fuerzas Romanas en Britania, le sorprendió un poco. Cansado como estaba, Hortensio se cuadró y se quedó mirando rígidamente al frente mientras resumía la corta historia de la patrulla de la cuarta cohorte. Aportando los detalles estrictamente necesarios, sin aderezos, Hortensio dio el parte con la formal monotonía de un profesional con muchos años de servicio. Contestó a las preguntas con el mismo estilo.
Mientras rendía su informe, Hortensio tuvo la sensación de que, al parecer, el general quería mucho más de sus respuestas de lo que él podía proporcionar con ellas. El hombre parecía estar obsesionado hasta con los más pequeños detalles concernientes a los Druidas y se horrorizó cuando le contaron el asesinato de los prisioneros Druidas a manos de Diomedes.
– ¿Los mató a todos?
– Sí, señor.
– ¿Qué hicisteis con los cadáveres? -preguntó Vespasiano.
– Los arrojamos al pozo, señor, y luego lo rellenamos. No quería darles más excusas a sus amigos para que nos lo hicieran pasar mal.
– No, supongo que no -repuso Vespasiano al tiempo que le dirigía una rápida mirada al general. Las preguntas continuaron un rato más antes de que el general cediera y le señalara la puerta con un gesto brusco. A Vespasiano lo enojó el despreocupado modo en que el general había despedido al veterano centurión.
– Una última cosa, centurión -lo llamó Vespasiano. Hortensio se detuvo y se dio la vuelta.
– ¿Señor? -Hiciste un excelente trabajo. Dudo que haya muchos hombres que hubiesen podido dirigir la cohorte como tú lo hiciste.
El centurión inclinó levemente la cabeza como señal de reconocimiento ante aquel halago. Pero Vespasiano no estaba dispuesto a que el asunto quedara ahí. Puso mucho énfasis en sus siguientes palabras.
– Imagino que habrá algún tipo de distinción o galardón por tu comportamiento…
El general Plautio levantó la vista.
– Esto, sí… sí, por supuesto. Algún tipo de galardón.
– Muchas gracias, señor. -Hortensio dirigió la respuesta a su legado.
– En absoluto. Es algo bien merecido -dijo resueltamente Vespasiano-. Y ahora, una última cosa: ¿tendrías la gentileza de decirles al centurión Macro y a su optio que vengan a vernos? Enseguida, si eres tan amable.
Cato había sumergido la cabeza en un barril de agua helada para intentar estar más despierto frente a su legado y, cuando Macro y él entraron en la tienda de mando, ofrecía un aspecto lamentable. Tenía el cabello oscuro pegado a la frente y unas gotas de agua le bajaban por los lados de la nariz y goteaban dejando oscuras salpicaduras en su túnica. Macro lo miró de reojo y frunció el ceño, ajeno en gran medida a su propio aspecto. Desde que había regresado al campamento sólo se había quitado los correajes y la armadura y todavía llevaba puestas las mismas túnicas sucias, rotas y ensangrentadas de los tres últimos días de marcha y combate. Sus cortes superficiales y rasguños tampoco se habían vendado en absoluto; la sangre seca aún formaba una costra en sus brazos y piernas. El jefe administrativo del legado frunció el labio al verlos cuando se aproximaron a su escritorio situado en el exterior de la tienda de día del general; era muy poco probable que, a ojos de Plautio, esos dos hicieran mucho bien a la reputación de la legión. El administrativo añadió una nariz arrugada a su expresión de desagrado cuando los dos soldados se detuvieron ante él.
– ¿Centurión Macro? ¿No podía haberse presentado en condiciones más respetables, señor?
– Nos dijeron que viniéramos lo antes posible. -Sí, pero aun así… -El administrativo jefe miró con desaprobación a Cato, del que caían gotas peligrosamente cerca de sus papeles-. Al menos podrías haber dejado que primero se secara tu optio.
– Estamos aquí -dijo Macro, demasiado cansado para enfadarse con el administrativo-. Será mejor que se lo digas al legado.
El administrativo se levantó de su taburete.
– Esperen. -Se deslizó por la lona de la tienda y la volvió a cerrar a sus espaldas.
– ¿Tiene alguna idea de qué va todo esto, señor? -Cato se frotó los ojos; ya casi se le había pasado la refrescante impresión del agua fría.
Macro negó con la cabeza.
– Lo siento, muchacho. -Trató de pensar en alguna falta que él o sus hombres pudieran haber cometido de forma involuntaria. Probablemente habían vuelto a sorprender a alguno de los reclutas haciendo sus necesidades en la letrina de los tribunos, pensó para sus adentros-. Dudo que estemos metidos en ningún problema serio, así que tranquilízate.
– Sí, señor.
El administrativo reapareció. Se quedó de pie a un lado de la lona de la tienda y la mantuvo abierta para que pasaran.
– De todos modos, muy pronto lo vamos a averiguar -masculló Macro al tiempo que se adelantaba. Una vez dentro arqueó las cejas al ver al general, igual que Hortensio había hecho antes que él. Luego se acercó a los oficiales superiores y se puso en posición de firmes. Cato, que al ser más joven carecía de la resistencia del veterano centurión, avanzó arrastrando los pies hasta situarse a su lado y se puso rígido, adoptando la postura apropiada como pudo. Macro saludó a su legado.
– El centurión Macro y el optio Cato a sus órdenes, señor. -Descansen -ordenó Plautio. El general les lanzó una mirada de desaprobación antes de volverse hacia Vespasiano-. ¿Éstos son los hombres de los que estábamos hablando?
– Sí, señor. Acaban de volver de patrulla. No los ha pillado en su mejor momento.
– Eso parece. Pero, ¿son tan de fiar como dices? Vespasiano movió la cabeza afirmativamente, incómodo por estar hablando de los dos soldados como si ellos no estuvieran presentes. Había notado que las personas de ascendencia aristocrática, como Aulo Plautio, tenían tendencia a considerar a las clases bajas como parte del decorado sin pararse a pensar ni por un momento lo humillante que era ser tratado de esa manera. El abuelo de Vespasiano había sido un centurión, igual que aquel hombre que estaba ante ellos, y fue únicamente gracias a las reformas sociales del emperador Augusto que las personas de más humilde linaje pudieron ascender hasta los más altos cargos de Roma. A su debido tiempo, Vespasiano y su hermano mayor, Sabino, tal vez se convirtieran en cónsules, la posición más elevada que podía alcanzar un senador. Pero los senadores de las familias más antiguas seguirían mirando a los Flavios por encima de sus distinguidos hombros y mascullando comentarios maliciosos entre ellos acerca de la falta de refinamiento de los arribistas.