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– ¿Confías en ellos? -insistió Plautio.

– Sí, señor. Absolutamente. Si alguien puede hacer el trabajo son estos dos.

A pesar de su agotamiento, a Cato le picó la curiosidad y eso agudizó su concentración. Apenas pudo contener una mirada hacia su centurión. Fuera cual fuera ese «trabajo», provenía directamente de las altas esferas y tenía que ser una oportunidad para distinguirse y demostrarles a los demás soldados de la legión y, lo que era más importante, a sí mismo, que era digno del galón blanco de optio que llevaba en el hombro.

– Muy bien -dijo el general-. Entonces será mejor que los informes.

– Sí, señor. -Vespasiano puso en orden sus pensamientos rápidamente. Tal como estaban las cosas, la segunda tenía que desviar su ofensiva hacia el corazón del territorio de los Durotriges en lugar de apoyar la campaña principal al norte del Támesis. La preocupada mente de Vespasiano se veía atormentada por los peligros que aquello representaba para sí mismo y para sus hombres, a dos de los cuales debía mandar entonces a una muerte casi certera. Una muerte, además, a manos de los Druidas, que se asegurarían de causar el mayor tormento posible durante el proceso.

– Centurión, recordarás la muerte del prefecto de la flota, Valerio Maxentio, hace unos días.

– Sí, señor. -Quizá te acuerdes de las peticiones que le obligaron a hacer antes de asesinarlo.

– Sí, señor -repitió Macro, y Cato asintió con la cabeza, rememorando vívidamente la escena.

– Los rehenes que mencionó, los que se ofrecieron a cambio de los Druidas que capturamos en Camuloduno, son la esposa y los hijos del general Plautio.

Tanto Macro como Cato se quedaron estupefactos y no pudieron evitar dirigir la mirada al general. Estaba sentado con los ojos clavados en su regazo, completamente inmóvil. Cato vio los hombros caídos de cansancio y el rostro atribulado de aquel hombre. Por un momento sintió lástima del general hasta que lo vergonzoso de tal sentimiento lo incomodó. Cuando Aulo Plautio levantó la mirada y la cruzó con él fue como si intuyera que había revelado más cosas de sí mismo de las que debería. El general enderezó los hombros y se concentró en la elucidación del legado con una expresión severa y atenta.

– El general Plautio me ha autorizado para que mande a un pequeño grupo al territorio de los Durotriges para que busquen y, si se presenta la oportunidad, para que rescaten a su familia, a Pomponia y los dos niños, Julia y Elio. Se acuerda de la discreción con la que vosotros dos recuperasteis el arcón de la paga de César el año pasado y yo estoy de acuerdo con su elección para la tarea. -Vespasiano dejó que sus palabras hicieran mella-. Centurión, conozco tu valía, y el optio aquí presente no tiene necesidad de demostrarme nada más. No os voy a engañar, esta misión es más peligrosa que cualquier otra que os hayan podido encomendar hasta ahora. No os ordenaré que vayáis, pero no se me ocurren otros dos miembros de la legión con más probabilidades de realizar con éxito este cometido. La decisión es vuestra. Pero si lo lográis, el general y yo nos aseguraremos de recompensaros generosamente. ¿No es así, señor?

El general movió la cabeza afirmativamente. Macro frunció el ceño.

– Igual que nos recompensaron cuando recuperamos ese arcón…

– Ha mencionado un grupo pequeño, señor -lo interrumpió rápidamente Cato-. Imagino que el centurión y yo no vamos a estar solos en esto.

– No. Hay dos personas más, dos Britanos que conocen la zona. Os servirán de guías.

– Entiendo.

– Uno de ellos es una mujer -intervino el general-. Ella será vuestra intérprete. El otro fue un iniciado a druida, de la orden de la Luna Oscura.

– Igual que esos cabrones con los que nos tropezamos -dijo Macro-. ¿Cómo podemos estar seguros de que se puede confiar en él, señor?

– No sé si podemos fiarnos de él. Pero es la única persona que he encontrado que conoce bien la zona y que estaba dispuesta a guiar a los Romanos por territorio Durotrige. Es consciente de los riesgos. Si a él o a la mujer los descubren actuando al servicio de Roma, seguramente los matarán.

– A menos que quieran hacernos caer en una trampa, señor. Entregarles a los Druidas dos rehenes más para negociar.

Plautio se dirigió al centurión con una sonrisa forzada.

– Si estaban dispuestos a asesinar a un prefecto de la armada para reafirmar su postura, dudo que se molesten en tomar como rehenes a dos soldados de la tropa. Centurión, no te equivoques con esto, si el enemigo os captura lo mejor que podéis esperar es una muerte rápida.

– Si me lo plantea de esta forma, señor, no estoy seguro de que el muchacho y yo queramos presentarnos voluntarios para esta misión suya. Sería una completa locura.

Plautio no dijo nada, pero Cato se fijó en que agarraba los brazos de la silla con tanta fuerza que los tendones del brazo le sobresalían como nudosas varas de madera. Cuando se aplacó su furia, habló con voz forzada.

– Esto no es fácil para mí, centurión. Los Druidas retienen a mi familia… ¿Tú tienes familia?

– No, señor. La familia es un estorbo para un soldado.

– Comprendo. Entonces no puedes hacerte a la idea de lo mucho que me atormenta este asunto y lo degradante que es para mí tener que pediros a ti y al optio que los encontréis.

Macro apretó fuertemente los labios para contener su respuesta instintiva. Luego su habitual calma bajo presión se reafirmó.

– ¿Permiso para hablar con franqueza, señor? El general entrecerró los ojos. -Depende de lo que quieras decir.

– Bien, señor. -Macro alzó la barbilla, se cuadró y permaneció quieto y en silencio.

– De acuerdo, centurión. Habla sin tapujos. -Gracias, señor. Comprendo perfectamente lo que nos está diciendo. -Su tono era crispado debido a la fatiga y al mal disimulado desprecio-. Está en un aprieto y quiere que yo y mi optio arriesguemos el pellejo por usted. Y como somos plebeyos somos prescindibles. ¿Qué posibilidades tenemos si vamos deambulando por territorio enemigo con una condenada mujer y uno de esos magos charlatanes? Nos está enviando a la muerte y usted lo sabe. Pero al menos habrá intentado hacer algo, y eso hará que se sienta mejor. Mientras tanto, al muchacho y a mí nos habrán cortado la cabeza o nos habrán quemado vivos. ¿Resume esto la situación… señor?

Cato palideció ante aquel inusitado arrebato y contempló con preocupación a los oficiales superiores. La expresión indignada del rostro de Vespasiano era mucho menos alarmante que el siniestro brillo que centelleaba en los ojos del general.

– ¡Yo me ofrezco voluntario, señor! -espetó Cato. Los otros tres se lo quedaron mirando sorprendidos, y su atención se desvió instantáneamente de la tensa confrontación que sólo podía haber terminado en un desastre para Macro. Cato se pasó rápidamente la lengua por los labios y asintió con la cabeza para confirmar sus palabras.

– ¿Tú? -el general arqueó las cejas. -Sí, señor. Déjeme ir. Lo haré lo mejor que pueda. -Optio -dijo Vespasiano-. No dudo de tu coraje y de tu inteligencia. Y tienes cierta inventiva. Eso no puedo negarlo. Pero creo que es demasiado pedir para una sola persona, -Que apenas es un hombre, además -añadió el general-. No voy a mandar a un niño a hacer el trabajo de un hombre.

– No soy ningún crío -replicó Cato con frialdad-. Hace más de un año que soy soldado. Ya me han condecorado una vez y he demostrado que se puede confiar en mí. Señor, si realmente piensa que casi no hay posibilidades de tener éxito en esta misión, entonces seguro que la pérdida de un solo soldado es mejor que la pérdida de dos o más, ¿no?