– No tienes que hacerlo -dijo Macro entre dientes.
– Señor, estoy decidido. Voy a ir.
Macro fulminó a Cato con la mirada. El chico estaba loco, completamente loco; sin duda fracasaría estrepitosamente al primer obstáculo. Imaginarse a Cato, sin lugar a dudas inteligente y valeroso pero que aún estaba un poco verde y pecaba de ingenuo, en manos de algún taimado Britano y su mujer llenó de consternación a Macro. ¡Maldito fuera el muchacho! ¡Maldito fuera! De ninguna manera podía dejar que el chico se las arreglara solo.
– ¡Muy bien, de acuerdo! -Macro se volvió de nuevo hacia el general-. Iré. Si tenemos que hacerlo, será mejor que lo hagamos como es debido.
– Gracias, centurión -dijo el general en voz baja--. Ya verás que no soy un desagradecido.
– Si es que regresamos. Plautio se limitó a encogerse de hombros. Antes de que la situación pudiera volver a degenerar, Vespasiano se puso en pie y gritó una orden para que trajeran más vino. Luego se situó entre su general y los dos soldados y señaló unos asientos que había a un lado de la tienda.
– Debéis de estar cansados. Sentaos y beberemos algo mientras mando avisar a nuestros exploradores Britanos. Ahora que habéis aceptado ir es mejor que los conozcáis. Queda poco tiempo, tan sólo faltan veintidós días para que se cumpla el plazo de los Druidas. Partiréis mañana al amanecer.
Macro y Cato fueron andando hasta los asientos y descansaron sus agotados cuerpos sobre los cómodos almohadones.
– ¿A qué demonios ha venido todo eso? -susurró Macro con enojo.
– ¿Señor?
– ¿Qué te he dicho yo sobre presentarse voluntario? ¿Es que no escuchas ni una puta palabra de lo que digo?
– ¿Y qué me dice del arcón de la paga, señor? Nos presentamos voluntarios para eso.
– ¡No, yo no lo hice, maldita sea! El maldito legado me dijo que lo hiciera. Pero ni siquiera él hubiera sido capaz de ordenarle hacer esto a nadie. ¿En qué jodida mierda nos has metido?
– Usted no tenía que presentarse voluntario, señor. Dije que iría solo. -Macro dio un resoplido de desprecio ante semejante idea y movió la cabeza con desesperación por la presteza con que su optio parecía aceptar la oportunidad de morir de forma macabra y solitaria en algún sombrío rincón de un campo bárbaro. Cato, por su parte, se preguntaba qué otra cosa habría podido hacer en tales circunstancias. El ejército Romano no toleraba la clase de insubordinación que Macro había manifestado… y nada menos que a un general. ¿Qué demonios le había pasado? Cato maldijo a su centurión y a sí mismo por igual. Él había dicho lo primero que se le había pasado por la cabeza y ahora sentía náuseas ante la perspectiva de aventurarse en el territorio de los Druidas, ante la certeza de su propia muerte. Aparte de eso sólo había una fría rabia dirigida a esa parte de él que había querido salvar al centurión de la ira de su general.
Un suave ruido áspero de cuero hizo que Cato levantara la vista. Un esclavo había entrado en la tienda con una bandeja de bronce en la que había seis copas y una jarra angosta, también de bronce, llena de vino tinto. El esclavo dejó la bandeja y, cuando Vespasiano le hizo una señal con la cabeza, llenó las copas sin derramar ni una gota. Cato lo estaba observando y por eso no vio entrar a los Britanos hasta que casi llegaron a la mesa. El antiguo iniciado druida era un individuo enorme y descollaba sobre los oficiales Romanos. A su lado había una mujer alta envuelta en una capa oscura cuya capucha echada hacia atrás revelaba un cabello pelirrojo peinado en apretadas trenzas. El general saludó con la cabeza y Vespasiano irguió los hombros de forma inconsciente al tiempo que miraba a la mujer con apreciación.
– ¡Me cago en la mar! -susurró Macro cuando la mujer se volvió un poco y le vieron la cara-. ¡Boadicea!
Ella oyó su nombre y los miró, poniendo unos ojos como platos a causa de la sorpresa. Su compañero también volvió la vista en la misma dirección.
– ¡Oh, no! -Cato retrocedió ante la fulminante mirada de aquel gigante-. ¡Prasutago!
CAPÍTULO XX
Cato se despertó con un persistente dolor de cabeza que le martilleaba la frente. Fuera era de noche y sólo una rendija apenas visible indicaba el lugar donde la portezuela de lona de la tienda se había bajado pero no atado. Sin saber la hora que era, cerró los ojos y trató de volver a dormirse. Fue inútil; pensamientos e imágenes se deslizaron de nuevo por los límites de su conciencia, negándose a no ser tomados en cuenta. Todavía no se había recuperado de las noches en blanco de marcha y combate y ya estaba a punto de embarcarse en aquella nueva y peligrosa empresa cuando debería estar descansando. A pesar de sus preocupaciones tras la larga reunión de la noche anterior, se había quedado dormido enseguida cuando se acurrucó bajo la manta. Los demás soldados de su sección ya estaban fuera de combate, con Fígulo que rezongaba para sí mismo en sueños como siempre.
Cuando los soldados de la sexta centuria se levantaran al amanecer, su centurión y su optio habrían abandonado el campamento. Ése sería el menor de los cambios en su mundo inmediato. Aquélla iba a ser la última mañana en la que se levantarían siendo compañeros de la misma unidad. La sexta centuria iba a desintegrarse y los hombres que aún la formaban serían repartidos por otras centurias de la cohorte para cubrir sus bajas.
A Macro le dio mucha pena cuando Vespasiano le informó de ello. La sexta centuria había sido suya desde que lo habían ascendido a centurión y Macro había desarrollado el acostumbrado orgullo intenso y la actitud protectora típicos del primer mando de un oficial. Desde que desembarcaron en Britania, él y sus hombres habían luchado juntos en numerosas batallas sangrientas y enconadas escaramuzas. Muchos habían muerto, otros habían quedado tullidos y los habían mandado de vuelta a Roma para que les concedieran la baja prematura. Los huecos en las filas se habían llenado con un torrente de nuevos reclutas. Pocas caras quedaban de los ochenta hombres originales que tuvo frente a él por primera vez hacía año y medio en la plaza de armas. Pero mientras que los soldados iban y venían, la centuria, su centuria, había perdurado, y Macro había llegado a considerarla como una prolongación de sí mismo que respondía a su voluntad y estaba orgulloso de su reñida eficiencia en combate. Perder la sexta centuria era para él como perder un hijo y Macro estaba enojado y afligido.
Pero ¿qué otra cosa se podía hacer?, había razonado con él el legado. La centuria no podía quedarse sin nadie al mando mientras esperaba el regreso de su comandante y las demás centurias necesitaban unos reemplazos experimentados. El general Plautio ya había recurrido a todos los refuerzos destinados a las legiones en Britania y no cabía esperar más en varios meses. Cuando terminara la misión y volviera a la legión, a Macro le ofrecerían el primer mando que quedara vacante.
Cato había mirado a Macro y el centurión se había encogido de hombros con pesar. El ejército no hacía distinción de equipos bien forjados y no había nada que hacer si el legado había tomado una decisión.
– ¿Y qué pasa con mi optio, señor? -había preguntado Macro-. Si es que conseguimos regresar.
Vespasiano había mirado al joven alto y delgado un momento y luego había asentido con la cabeza.
– Cuidaremos de él. Tal vez un puesto temporal en mi Estado Mayor mientras esperamos una vacante en la lista de optios.
Cato había intentado que no se notara su decepción; ser destinado a una centuria distinta de la de Macro no era una perspectiva tentadora. Había tardado meses en ganarse el renuente respeto de su centurión y en convencerlo de que era digno del rango de optio. Cuando se había alistado en la legión Cato, un antiguo esclavo imperial, había sido víctima de un amargo resentimiento y de muchos celos a causa de su inmediato ascenso, del cual tenía que dar las gracias al mismísimo emperador. El padre de Cato había sido un distinguido miembro del servicio imperial y, al morir, el emperador Claudio le había concedido la libertad al chico y lo había mandado a que se uniera a las águilas, con un amable empujón hacia el primer peldaño de la escala de ascensos. Había sido un gesto hecho con la mejor intención, pero una persona tan noble como el emperador no podía imaginarse la amargura con la que las personas de los estratos más bajos de la sociedad reaccionaban ante el nepotismo descarado.