Cato se resistía a recordar sus primeras experiencias de la vida en la segunda legión: la dura disciplina de los instructores que recaía mucho más sobre él que sobre cualquier otro recluta, la intimidación por parte de un cruel ex convicto llamado Pulcher y, tal vez lo peor de todo, la manifiesta desaprobación de su centurión. Eso le había dolido más que nada y lo había impelido a demostrar su valía siempre que le fue posible. Ahora, aquella lucha por el reconocimiento de sus aptitudes volvería a empezar de nuevo. Además, tenía cierta estima personal por Macro, junto al cual había combatido en las batallas más terribles de la campaña hasta el momento. No le iba a ser fácil adaptarse al estilo de otro centurión.
Vespasiano se había fijado en la expresión del optio y trató de ofrecerle unas palabras de consuelo.
– No importa. No puedes seguir siendo optio para siempre. Algún día, quizás antes de lo que crees, tendrás tu propia centuria.
Vespasiano no dudaba que estaba apelando a las ambiciones más íntimas del muchacho. Todos los jóvenes que había conocido soñaban con el honor y el ascenso, aun a sabiendas de lo muy poco probables que éstos pudieran ser. Pero aquél podría lograrlo. Había demostrado su coraje y su inteligencia y, con una pequeña ayuda por parte de alguien lo bastante bien situado como para poder influir, seguro que serviría bien al Imperio. Dado que había pocas posibilidades de que ni él ni Macro volvieran nunca a la segunda legión, aquellas palabras amables de Vespasiano eran claramente vanas. Eran típicas del manido ánimo que todos los comandantes dirigían a aquellos que se enfrentaban a una muerte segura y Cato había sentido desprecio por sí mismo por haberse dejado engañar por un momento por la astucia del legado. La amargura del joven no le había abandonado en toda la noche.
– ¡Idiota! -masculló para sus adentros dándose la vuelta en su saco de dormir relleno de helechos. Se envolvió bien con la gruesa manta del ejército y se tapó también la cabeza para resguardarse del frío. Una vez más trató de dormirse y apartar así de su mente cualquier pensamiento, y una vez más las sutiles artimañas del insomnio volvieron a empujarlo a pensar en el encuentro de la noche anterior.
La sorpresa al ver a Boadicea y a su peligroso primo se vio reflejada en los rostros del general Plautio y de Vespasiano cuando se dieron cuenta de que los recién llegados no eran unos desconocidos para el centurión y su optio.
– Veo que ya os conocéis -sonrió Plautio-. Esto tendría que facilitar las cosas en todos los sentidos.
– Yo no estoy tan seguro de ello, señor -replicó Macro al tiempo que miraba recelosamente al guerrero Britano, mucho más alto que él-. La última vez que nos vimos, Prasutago aquí presente no parecía sentir mucho afecto por los Romanos.
– ¿En serio? -Plautio miró fijamente a Macro-. ¿No mucho afecto por los Romanos, o no mucho por ti?
– ¿Señor?
– Deberías saber, centurión, que este hombre se ha ofrecido voluntario para ayudar en todo lo que pueda. En cuanto hice saber a los ancianos Iceni que mi familia estaba prisionera, este hombre se presentó voluntario para hacer todo lo que estuviera en sus manos para ayudarme a recuperarlos.
– ¿Se fía de él, señor?
– Tengo que hacerlo. ¿Qué otra alternativa tengo? Y vosotros vais a trabajar en estrecha colaboración con él. Es una orden.
– Creía que éramos voluntarios, señor.
– Lo sois, y ahora que lo sois vais a obedecer mis órdenes. Tenéis que cooperar totalmente con Prasutago. Conoce el territorio y las costumbres de los Durotriges y sabe muchas cosas sobre las prácticas y los lugares secretos de los Druidas de la Luna Oscura. Él es nuestra mejor oportunidad. De manera que cuidad de él y prestad mucha atención a lo que os diga, o mejor dicho, a todo lo que esta señora de aquí os traduzca. Al parecer también la conocíais de antes.
– Ni que lo diga, señor -replicó Macro en voz baja, e inclinó formalmente la cabeza ante Boadicea.
– Centurión Macro -respondió ella a su saludo-. Y tu encantador optio.
– Señora. -Cato tragó saliva, nervioso. Prasutago fulminó a Macro con la mirada un momento y luego se sirvió una copa del vino del legado, que bebió con tanta rapidez que por ambos lados del borde unas gotas del rojo líquido se derramaron sobre el grueso y abundante pelo rubio de su ornamentado bigote.
– Es curioso -dijo Vespasiano entre dientes al tiempo que alzaba las cejas con preocupación cuando el Britano volvió a tomar la jarra para servirse una tercera copa.
– Como parece que estáis de acuerdo… -Boadicea se unió a Prasutago y se sirvió una copa que llenó hasta el borde-. Por un regreso sin percances.
Se llevó la copa a los labios y bebió, apurando hasta la última gota, y luego la bajó de golpe. Boadicea esbozó una sonrisa burlona ante las escandalizadas expresiones del general y su legado. Aquél era un mundo alejado de las remilgadas pautas de comportamiento a las que estaban acostumbrados entre las mujeres Romanas de clase más alta.
Prasutago rezongó algo y le dio un suave codazo a Boadicea para que lo tradujera.
– Dice que el vino no está mal.
Vespasiano sonrió sin abrir la boca y se sentó.
– Muy bien, ya basta de formalidades. No disponemos de mucho tiempo. Centurión, daré las instrucciones a tu equipo con todo el detalle que pueda y luego os hará falta descansar. Tendré preparados unos caballos, armas y provisiones para que podáis salir del campamento antes de que amanezca. Es importante que nadie vea que tu grupo abandona la legión. Principalmente viajaréis por la noche y durante el día no os moveréis. Si por casualidad os tropezáis con alguien necesitaréis una historia que os sirva de tapadera. Lo mejor que podéis hacer es fingir que sois unos artistas ambulantes. Prasutago adoptará el papel de un luchador que se ofrecerá a enfrentarse por dinero a todos los que quieran. Ella se hará pasar por su mujer.
Vosotros dos vais a ser un par de esclavos griegos, unos ex soldados que compraron para proporcionarles protección en esta tierra salvaje. Las tribus del sur de Britania están acostumbradas a las idas y venidas de mercaderes, comerciantes y artistas.
Una imagen de las masacradas víctimas de la aldea incendiada le pasó fugazmente por la cabeza a Cato.
– Disculpe, señor, a juzgar por la manera en que tratan a los atrebates ¿qué le hace pensar que no nos matarán ya de entrada?
– Una convención tribaclass="underline" nadie tira piedras sobre su propio tejado. Hay que asaltar por todos los medios a las demás tribus, pero no hay que ahuyentar el comercio exterior. Ése es el modo de actuar de todas las tribus de los confines del imperio. No obstante, haréis bien en tener cautela. Los Druidas son un elemento desconocido en todo esto. No sabemos lo que harán los Durotriges bajo su influencia. Prasutago es el que se encuentra en mejor situación de resolver cualquier circunstancia a la que os enfrentéis. Observadlo con atención y seguid su ejemplo.
– Yo lo observaré con muchísima atención -dijo Macro en voz baja.
– ¿De verdad cree que va a funcionar, señor? -preguntó Cato-. ¿Los Durotriges no desconfiarán un poco de los desconocidos ahora que hay un campamento Romano tan cerca de sus fronteras?
– Admito que esto no soportará un escrutinio demasiado prolongado, pero puede que os haga ganar tiempo en caso de que lo necesitéis. A Prasutago lo recordarán en algunos lugares, cosa que tendría que servir de algo. El optio y tú deberéis permanecer ocultos lo más lejos posible y dejar que Prasutago y Boadicea se acerquen a los Durotriges de cualquiera de los poblados que os encontréis. Ellos estarán atentos a las noticias que haya sobre mi familia. Seguid cualquier pista que tengáis durante el tiempo que haga falta y encontradles.