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– Pensaba que sólo nos quedaban veintitantos días, señor, Antes de que finalice el trato de los Druidas.

Plautio le respondió. -Sí, es cierto. Pero en cuanto haya vencido el plazo y… y si sucede lo peor, me gustaría poder ofrecerles un funeral como es debido. Aunque todo lo que quede sean huesos y cenizas.

Una mano agarró a Cato por el hombro y lo sacudió de forma violenta. Sus ojos parpadearon hasta abrirse y su cuerpo se puso tenso con aquel brusco despertar.

– ¡Shhh! -siscó Macro en la oscuridad-. ¡No hagas ruido! Es hora de irse. ¿Tienes tu equipo?

Cato asintió con la cabeza y luego se dio cuenta de que aún estaba demasiado oscuro para que Macro pudiera verle.

– Sí, señor. -Bien. Entonces vámonos.

Aún cansado y reacio a abandonar el relativo calor de la tienda, Cato se estremeció al salir de ella con sigilo, llevando consigo el fardo que había preparado la noche anterior antes de acostarse. Envueltos en una túnica de repuesto estaban su cota de malla y su arnés de cuero junto con su espada y su daga. El casco, el escudo y todo lo demás lo recogería el personal del cuartel general, que lo guardaría hasta su regreso para evitar que se lo robaran. A Cato no le cabía la menor duda de que acabaría convirtiéndose en propiedad de otra persona en un futuro próximo.

Mientras seguía a Macro entre las oscuras hileras de tiendas en dirección a los establos, el miedo a lo que le aguardaba empezó a deshacer su determinación de llevar la misión a buen término. Estuvo tentado de tropezar a propósito con una cuerda tensora y caerse para fingir que se había torcido un tobillo. En la oscuridad podría pasar por una excusa creíble. Pero podía imaginarse las desdeñosas dudas que con seguridad albergarían, o expresarían, Macro y el legado. Aquella vergonzosa perspectiva le hizo descartar la idea y pisar con más cautela, no fuera a darse el caso de que sufriera un accidente de verdad. Además, no podía dejar que Macro anduviera dando tumbos por lo más profundo del territorio enemigo con Prasutago y Boadicea como única compañía. El guerrero Iceni lo tendría demasiado fácil para cortarle el cuello a Macro mientras durmiera. Pero no lo sería tanto si se turnaban para vigilarse unos a otros. No había ninguna manera de salir de aquella situación, concluyó con tristeza. Si Macro no hubiera sido tan grosero con el general él no hubiese tenido que intervenir. Ahora los dos iban camino del matadero, gracias a Macro.

Refunfuñando en silencio para sus adentros, Cato olvidó prestar atención a donde ponía los pies. Se le enganchó la espinilla con una cuerda tensora y cayó de cabeza con un grito agudo. Macro se dio la vuelta rápidamente.

– ¡Silencio! ¿Quieres despertar a todo el maldito campamento?

– Lo siento, señor -susurró Cato mientras trataba de volver a ponerse en pie sujetando el pesado fardo con ambos brazos.

– No me lo digas, ahora resulta que te has torcido el tobillo.

– ¡No, señor! ¡Claro que no! Alguien se movió en el interior de la tienda.

– ¿Quién anda ahí?

– Nadie -respondió Macro con brusquedad-. Vuelve a dormirte… Vamos, muchacho, y mira por donde pisas.

junto a la caballeriza, una tenue luz brillaba en el interior de la gran tienda en la que se almacenaban los arreos y las armas de la caballería. Cato siguió a Macro a través de la portezuela de lona bajo el pálido resplandor de una lámpara de aceite que había colgada. Prasutago, Boadicea y Vespasiano los esperaban allí.

– Será mejor que os cambiéis ahora mismo -dijo Vespasiano-. Vuestros caballos y bestias de carga están preparados.

Dejaron los fardos que llevaban y se desnudaron hasta quedarse en taparrabos. Bajo la curiosa mirada de Boadicea, Cato se apresuró a cubrirse con una túnica limpia y se colocó encima la cota de malla. Se puso el arnés' sujetó las vainas de la espada y de la daga y alargó la mano para coger su capa militar.

– ¡No! -Vespasiano interrumpió el gesto-. Ésa no. Poneos éstas. -Señaló un par de mugrientas capas de color marrón, muy gastadas y manchadas de barro-. Será mejor que no parezcáis un par de legionarios cuando lleguéis a territorio Durotrige. Y poneos también estas correas alrededor de la cabeza.

Les dio dos tiras de cuero que eran anchas por delante y se estrechaban en los extremos.

– Los griegos las llevan para sujetarse el cabello hacia atrás.

Vuestro corte de pelo militar os delata al instante, así que no os las quitéis, llevad siempre las capuchas y tal vez paséis por un par de griegos… de lejos. No intentéis entablar conversación con nadie.

– De acuerdo, señor. -Macro hizo una mueca al ver la correa y luego se la ató a la cabeza. Prasutago observaba a Macro mientras Boadicea sonreía a Cato:

– No sé por qué pero tienes un aspecto más convincente como esclavo griego que el que nunca has tenido como legionario.

– Gracias. Te lo agradezco mucho.

– Dejadlo para después -ordenó Vespasiano-. Venid conmigo.

Le hizo una seña a Prasutago y los llevó fuera. Atados a los postes había cuatro caballos con unas sencillas mantas echadas sobre sus lomos que ocultaban la marca de la legión. De cada ijada colgaba una alforja y a un lado había dos ponis que llevaban más provisiones.

– Bueno, será mejor que os vayáis. El oficial de guardia os espera en la puerta, así podréis salir de aquí sin que algún idiota os grite el alto. -El legado los examinó por última vez y rápidamente le dio una palmada en el hombro a Macro-. ¡Buena suerte!

– Gracias, señor. Macro respiró hondo, puso una pierna por encima de su caballo y empujó el cuerpo tras ella. Acto seguido profirió una serie de maldiciones contenidas antes de que se hubiese sentado adecuadamente y tuviera bien agarradas las riendas. Al ser más alto, Cato logró montar su caballo con un poco más de estilo.

Prasutago le dijo algo entre dientes a Boadicea y Macro se volvió.

– ¿Qué ha dicho?

– Se preguntaba si no sería mejor que tú y tu optio fuerais a pie.

– ¿Ah, sí? Muy bien, pues le dices…

– ¡Basta, centurión! -exclamó Vespasiano con brusquedad-. Marchaos ya.

El guerrero Iceni y la mujer montaron con confiada soltura e hicieron girar sus caballos en dirección a la puerta del campamento. Tras ellos, Macro y Cato tiraron de las largas riendas de los animales de carga y los siguieron. Mientras los cascos golpeaban el barro helado del camino, Cato echó una última mirada por encima del hombro. Pero Vespasiano caminaba ya de vuelta al calor de sus aposentos y enseguida lo envolvió la oscuridad.

Frente a ellos se alzaba la puerta y mientras se acercaban a ella se dio una orden en voz baja. La tranca se deslizó en su soporte con un chirrido y uno de los portones se abrió hacia adentro. Cuando lo atravesaron, un puñado de legionarios los observaron en silencio, curiosos pero obedientes a las instrucciones estrictas de no pronunciar una sola palabra. Al otro lado de las defensas, Prasutago sacudió las riendas y los condujo cuesta abajo hacia el bosque del cual habían salido los Druidas con el prefecto de la flota varios días antes.

Sin el casco y el escudo, y sin la seguridad del campamento a su alrededor, de pronto Cato se sintió terriblemente expuesto. Aquello era peor que entrar en combate. Mucho peor. Por delante se extendía el territorio enemigo. Y aquel enemigo era de naturaleza diferente a la de cualquier otro al que los Romanos se hubieran enfrentado. Al mirar hacia el oeste, allí donde el terreno estaba tan oscuro que casi se fundía con la noche, Cato se preguntó si le engañaba la vista o si acaso las sombras de los Druidas de la Luna Oscura no ennegrecían más aún aquella negrura.

CAPÍTULO XXI

Cuando el sol ya había salido por encima del lechoso horizonte en un cielo de un apagado color gris, ellos ya se habían adentrado en lo más profundo del bosque. Cabalgaban por un sendero muy hollado que serpenteaba por entre los nudosos troncos de unos ancianos robles cuyas ramas retorcidas se veían más desnudas a medida que aumentaba la luz. Algunas de las ramas más altas tenían nidos y el áspero graznido de los cuervos se oía por todas partes mientras aquellos pájaros negros observaban al pequeño grupo que pasaba por debajo con ojos rapaces. El suelo del bosque estaba cubierto de oscuras hojas muertas. La nieve casi había desaparecido y el aire era frío y húmedo. La sombría atmósfera era opresiva y Cato miraba de un lado a otro con inquietud, atento a cualquier señal de presencia enemiga. Iba el último, con tan sólo un poni de carga tras él, avanzando sobre las hojas mojadas con un susurro. justo delante caminaba el poni que iba atado a la silla de Macro. El centurión, con la cabeza descubierta y balanceándose incómodamente encima de su montura, parecía indiferente al lúgubre entorno. Tenía mucho más interés en la mujer que tenía delante. Boadicea llevaba la capucha puesta y, que Cato supiera, no había mirado hacia atrás desde que habían abandonado el campamento.