Ya había anochecido del todo cuando, andando con mucho cuidado, se dirigieron a la gran choza redonda hecha con la gruesa y aislante mezcla de paja y juncos. El granjero los hizo entrar y luego corrió una pesada cubierta de cuero que tapaba la entrada. En contraste con el cortante frescor del aire del exterior, la humeante fetidez del interior hizo toser a Cato.
Pero al menos allí se estaba caliente. El suelo de la choza se inclinaba hacia el hogar donde la madera silbaba y crujía entre las parpadeantes llamas anaranjadas que se alzaban del tembloroso resplandor de la base de la hoguera. Por encima de las llamas, un caldero ennegrecido colgaba de un trébede de hierro. Inclinada sobre el vapor que emanaba del caldero había una mujer en avanzado estado de gestación. Se sujetaba la espalda con la mano que le quedaba libre al tiempo que removía el contenido con un largo cucharón de madera. Cuando ellos se acercaron levantó la mirada y le dirigió una sonrisa a su marido a modo de saludo antes de que sus ojos se posaran en los invitados y su expresión se volviera recelosa.
Vellocato señaló los anchos y confortables taburetes dispuestos a un lado de la chimenea e invitó a sus huéspedes a que se sentaran. Prasutago le dio las gracias y los cuatro viajeros, agradecidos, acomodaron sus entumecidos y doloridos miembros. En tanto que Prasutago hablaba con el granjero, los demás se quedaron mirando las llamas con satisfacción y absorbiendo el calor. El rico aroma a carne guisada que salía del caldero hizo que Macro se sintiera desesperadamente hambriento y se relamió. La mujer se dio cuenta y alzó el cucharón. Hizo un gesto con la cabeza hacia él y dijo algo.
– ¿Qué dice? -le preguntó él a Boadicea.
– ¿Cómo pretendes que yo lo sepa? Ella es atrebate. Yo soy Iceni.
– Pero las dos sois celtas, ¿no?
– El hecho de que seamos de la misma isla no significa que hablemos todos el mismo idioma, ¿sabes?
– ¿En serio? -Macro puso cara de ingenua sorpresa.
– En serio. ¿En el imperio todo el mundo habla latín?
– No, claro que no.
– ¿Y cómo os hacéis entender los Romanos?
– Gritamos más al hablar. -Macro se encogió de hombros-. Por regla general la gente capta la idea esencial de lo que estás diciendo. Si eso no funciona, empezamos a repartir golpes.
– No lo dudo, pero, en nombre de Lud, aquí no intentes esa forma de aproximación. -Boadicea movió y sacudió la cabeza-. Y luego hablan de la sagacidad de la raza superior… Da la casualidad de que conozco bastante bien este dialecto. Te está ofreciendo comida.
– ¡Comida! Vaya, ¿por qué no lo decías antes? -Macro miró a la mujer y movió vigorosamente la cabeza en señal de asentimiento. Ella se rió, metió la mano en un gran cesto de mimbre que había junto a la chimenea y sacó algunos cuencos que depositó en el duro suelo de tierra. Sirvió el humeante caldo en los cuencos y los repartió, primero a los invitados, como dictaba la costumbre. Del cesto de mimbre salieron también unas pequeñas cucharas de madera y momentos después se hizo el silencio en la choza cuando todos se pusieron a comer.
El caldo estaba hirviendo y Cato tuvo que soplar cada cucharada antes de llevársela a la boca. Al mirar el cuenco con más detenimiento se dio cuenta de que era de cerámica de Samos, esa loza barata fabricada en la Galia y exportada a gran parte del Imperio occidental. Y más allá, por lo visto.
– Boadicea, ¿puedes preguntarle de dónde ha sacado estos cuencos?
Las dos mujeres conversaron con dificultad unos momentos antes de que la pregunta se comprendiera del todo y obtuviera una respuesta.
– Se los cambió a un mercader griego. -¿Griego? -Cato codeó ligeramente a Macro-. ¿Eh?
– Señor, la mujer dice que consiguió estos cuencos de un mercader griego.
– Ya lo he oído, ¿y bien?
– ¿El mercader se llamaba Diomedes?
La mujer asintió con la cabeza y sonrió, luego le dirigió unas rápidas palabras a Boadicea con el tono cadencioso de la lengua celta.
– Diomedes le cae muy bien. Dice que es una persona encantadora. Siempre tiene a punto un pequeño obsequio para las mujeres y una aguda ocurrencia para apaciguar después a sus maridos.
– Hay que tener cuidado con los griegos que traen regalos, puede haber gato encerrado -masculló Macro-. Esa gente es capaz de saltar sobre cualquier cosa que se mueva, ya sea hombre o mujer.
Boadicea sonrió.
– Según mi propia experiencia yo diría que vosotros los Romanos sois tan sólo un poquito más refinados. Debe de ser a causa de algo que le ponen a todo ese vino que a las razas del sur os gusta tanto beber.
– ¿Es un reproche? -preguntó Macro mirando atentamente a Boadicea.
– Digamos que fue instructivo. -Y supongo que ya te has enterado de todo lo que te hacía falta saber sobre los hombres de Roma.
– Algo parecido. Macro miró a Boadicea con un brillo enojado en sus ojos antes de volver a su caldo y continuar comiendo en silencio.
Una incómoda tirantez embargó el ambiente. Cato removió el caldo y desvió la conversación de nuevo al tema, menos delicado, de Diomedes.
– ¿Cuándo fue la última vez que lo vio? -Hace tan sólo dos días.
Cato dejó de remover.
– Llegó a pie -continuó diciendo Boadicea--. Sólo se quedó a comer y siguió su camino, rumbo al oeste, hacia territorio Durotrige. Dudo que allí haga mucho negocio.
– No va en busca de negocio -dijo Cato en voz baja-. Ya no. ¿Lo ha oído, señor?
– Pues claro que lo he oído. Esta maldita misión ya es bastante peligrosa de por sí sin ese griego complicando las cosas. Esperemos que lo encuentren y lo maten pronto, antes de que nos cause algún problema.
Continuaron comiendo en silencio y Cato no hizo ningún intento más por mantener la conversación. Reflexionó sobre las implicaciones de la información acerca de Diomedes.
Por lo visto al griego no le bastaba con haber matado a los prisioneros Druidas. Su sed de venganza lo estaba llevando al corazón del territorio de los Druidas de la Luna Oscura. Él solo tenía muy pocas posibilidades de salir airoso, podría alertar a los Durotriges y que éstos anduvieran a la caza de forasteros. Eso sólo podía aumentar el riesgo al que ellos cuatro se enfrentaban ya. Con pesimismo, Cato tomó otra cucharada de caldo y masticó con fuerza un trozo de cartílago.
La hospitalidad de Vellocato y de su esposa se amplió a una bandeja de plata llena de bizcochos de miel en cuanto se hubieron terminado el cuenco de caldo. Cato cogió un bizcocho y se fijó en el diseño geométrico de la bandeja que había debajo. Bajó la cabeza para observarlo más de cerca.
– Otro de los artículos del griego, me imagino -dijo Boadicea al tiempo que tomaba un bizcocho para ella--. Debe de ganarse bien la vida con ello.
– Apuesto a que sí -dijo Macro, y mordió el bizcocho. Sus Ojos se iluminaron al instante y miró a su anfitriona moviendo la cabeza en señal de aprobación-. ¡Buenísimo!
Ella sonrió encantada y le ofreció otro. -Mujer, no te diría que no -aceptó Macro mientras unas migas caían sobre su túnica-. ¡Venga, Cato! ¡Hártate, muchacho!
Pero Cato estaba sumido en la reflexión, mirando fijamente la bandeja de plata hasta que la retiraron y la volvieron a meter en el cesto de mimbre. Estaba seguro de haberla visto antes y le había impresionado mucho volverla a ver. Allí, donde su presencia resultaba extraña. Mientras los demás se comían alegremente los bizcochos, él tuvo que obligarse a mordisquear el suyo. Observó a Vellocato y a su mujer con una creciente sensación de inquietud y desasosiego.
– ¿Estás segura de que están dormidos? -susurró Macro.
Boadicea echó un último vistazo a las quietas formas acurrucadas bajo sus pieles en los bajos lechos y asintió con un movimiento de cabeza.
– Bien, será mejor que dejes que Prasutago diga lo que tiene que decir.
Antes, el guerrero Iceni le había pedido en voz baja a Boadicea que les comunicara a los demás su intención de hablar con ellos antes de que al día siguiente penetraran en territorio Durotrige. Su anfitrión se había empeñado en espitar un barril de cerveza y había realizado suficientes brindis para asegurarse una alegre embriaguez antes de acercarse a su mujer haciendo eses y caer dormido. Ahora respiraba con el ritmo profundo y regular de alguien que no iba a despertarse en las próximas horas. Con el fondo de los esporádicos ronquidos que surgían de entre las sombras, Prasutago informó al resto del grupo en un tono de voz bajo y serio. Observó detenidamente a los demás mientras Boadicea traducía, para asegurarse de que se comprendía del todo la gravedad de sus palabras.