– ¿Estamos contentos? -le preguntó Macro con una sonrisa burlona, mientras cabalgaba a su lado.
– ¡Estamos jodidos! -Cato completó el dicho del ejército con sentimiento.
– Fue idea tuya, ¿recuerdas? ¡Tendría que haber dejado que fueras tú solo, maldita sea!
– Sí, señor. El lecho del río empezó a ascender gradualmente hacia la otra orilla y los caballos salieron con impaciencia de las gélidas aguas. Al mirar atrás por encima de la revuelta superficie apenas pudieron ver nada en la otra orilla, el último vistazo a tierra amiga. Por si acaso las sospechas de Cato sobre Vellocato eran justificadas, primero se dirigieron río arriba, alejándose de las fortalezas de los Durotriges, y se pusieron a un rápido trote para que el sonido de los cascos sobre el camino de tierra llegara a oídos del granjero en la otra ribera en caso de que estuviera esperando y escuchando bajo los sauces.
Tras seguir el sendero durante una milla se detuvieron, pusieron rumbo sudoeste y avanzaron en silencio con los caballos al paso a través del frío pantano hasta que volvieron a tomar el camino que conducía tierra adentro desde el vado. Cuando las primeras luces del día empezaron a filtrarse por entre la oscuridad, Prasutago apretó el paso, ansioso de que el amanecer no le sorprendiera en campo abierto. Siguieron el camino a un suave medio galope hasta que el terreno circundante se volvió más firme y los pantanos dieron paso a unos prados, y luego a unos grupos de árboles más robustos. Poco después habían entrado en un pequeño bosque. Prasutago siguió el camino una corta distancia y luego torció por una serpenteante senda lateral que se adentraba en una zona en la que crecían los pinos, de tronco recto y hoja perenne. Como las ramas más bajas se extendían a ambos lados del camino, tuvieron que desmontar y conducir sus caballos a pie. Finalmente, el estrecho sendero desembocó en un reducido claro. Cato se sorprendió al ver una pequeña choza de madera recubierta de turba por uno de los lados. A su alrededor se alzaban unos desnudos armazones de madera. Del dintel de la puerta de la choza colgaba la calavera de un venado con una espectacular cornamenta. No se percibía ni un solo movimiento.
– Creí que se suponía que teníamos que evitar a los lugareños -le dijo Macro a Boadicea con un bufido.
– Y lo estamos haciendo. -Ella transmitió la respuesta--. Esto es una caseta de caza de los Druidas. Pasaremos el día aquí, descansando. Seguiremos por el camino principal al anochecer.
En cuanto los caballos fueron aliviados de su carga y amarrados, Prasutago echó a un lado el pesado telón de cuero que servía de puerta a la choza y entraron. Se trataba del habitual suelo de tierra batida y de un armazón hecho con ramas de pino que sostenía el tupido entramado de paja y juncos del techo. Un intenso aroma a pino y a moho les inundó el olfato.
En un extremo había un pequeño hogar bajo una abertura en el techo y una hilera de sencillos catres de madera cubrían la pared del fondo. Los helechos de los catres estaban ligeramente húmedos pero aún servían.
– Parece bastante confortable -dijo Macro-. Pero, ¿estamos seguros aquí?
– Estamos seguros -replicó Boadicea-. Los Druidas sólo utilizan la cabaña en verano y la mayoría de los Durotriges tienen demasiado miedo de los Druidas como para aventurarse a venir por aquí cerca.
Macro probó uno de los camastros con la mano y luego se tumbó sobre los crujientes helechos.
– ¡Ahhh! A esto sí que lo llamo yo comodidad. -Será mejor que descanses cuanto puedas. Todavía nos queda un buen trecho que recorrer en cuanto anochezca.
– Está bien.
Cato se acomodó con cuidado en el catre de al lado, con los ojos que ya se le cerraban solos ante la perspectiva de dormir un poco. Sus dudas acuciantes sobre la honradez de Vellocato le habían privado del sueño la noche anterior y tenía la mente embotada debido al agotamiento. Se tumbó y se tapó bien con la capa. Sus doloridos ojos se cerraron y su pensamiento se alejó enseguida' de las duras incomodidades del mundo real.
Prasutago contempló a los Romanos con una débil mirada de desprecio, luego se dio la vuelta y se dirigió hacia la baja entrada. Macro se incorporó rápidamente.
– ¿Adónde crees que vas? Prasutago se acercó la mano a la boca.
– A buscar comida.
Macro miró fríamente al Britano, preguntándose hasta qué punto era de fiar.
Prasutago sostuvo su mirada un momento, luego se dio la vuelta y agachó la cabeza para salir de la choza. Un destello de perlada luz del día inundó el interior antes de que la cortina de cuero cayera de nuevo tapando la puerta y todo quedara tranquilo y silencioso dentro de la cabaña. Con su instinto de veterano de aprovechar cualquier oportunidad que se le presentara para descansar, Macro se quedó dormido casi al instante.
Se despertó con un sobresalto, abrió los ojos de golpe y se quedó perplejo ante la maraña de ramas de pino que había por encima de su cabeza. Luego recuperó el sentido de la ubicación y recordó que estaba en la cabaña. Por la palidez de la luz que se filtraba por una estrecha rendija de la pared era evidente que estaba a punto de anochecer. Por lo tanto, había dormido casi todo el día. Se oyó un brusco crujido de ramitas en el otro extremo de la choza y Macro volvió la cabeza. Boadicea estaba agachada junto a la chimenea con un montón de astillas para encender el fuego a su lado. Tomó otro puñado de ellas mientras él miraba. No había ni rastro de Prasutago y no se oía ningún sonido proveniente del exterior. Cato estaba aún profundamente dormido y yacía con la boca abierta, su respiración acompañada por un ocasional chasquido que surgía de su garganta.
– Es hora de que hablemos -dijo Macro en voz baja. Boadicea pareció no haberlo oído y continuó partiendo ramitas y colocándolas en forma de nido alrededor del montoncito de helechos secos que había sacado de uno de los camastros.
– Boadicea, he dicho que es hora de que hablemos.
– Ya te he oído -respondió ella sin volverse-. Pero, ¿qué sentido tiene hacerlo? Todo ha terminado entre nosotros.
– ¿Desde cuándo? -Desde que me prometí a Prasutago. Vamos a casarnos en cuanto regresemos a Camuloduno.
Macro se incorporó y bajó las piernas por un lado del camastro.
– ¿Casarte? ¿Con él? ¿Y cuándo se decidió todo esto? No ha pasado ni un mes desde que nos vimos por última vez. Entonces no podías ni verle. Al menos, así lo parecía a juzgar por tu comportamiento. ¿A qué estás jugando, mujer?
– Jugando? -Boadicea repitió la palabra con una débil sonrisa. Luego se dio la vuelta y lo miró-. Ya se me han acabado los juegos, Macro. Ahora soy una mujer y se supone que debo comportarme como tal. Eso es lo que me dijeron.
– ¿Quién te lo dijo? -Mi familia. Cuando terminaron de pegarme. -Bajó la mirada al suelo-. Al parecer los avergoncé un poco tras aquella última noche que pasamos en la posada. Cuando llegué a casa de mi tío me estaban esperando todos. De alguna manera se habían enterado. Mi tío me llevó al establo y me azotó.
No dejaba de gritar que lo había avergonzado a él, a mi familia y a mi tribu. Y no dejó de azotarme todo el tiempo. Yo… yo no sabía que se pudiera llegar a sentir tanto dolor…
A Macro le habían pegado unas cuantas veces en sus años mozos… un centurión que blandía una vara de vid con toda la brutalidad de la que el oficial era capaz. Recordaba muy bien el sufrimiento y comprendía lo que ella debía de haber soportado. Lo invadieron la rabia y la compasión. Se levantó del camastro y fue a sentarse junto a ella.
– Pensé que iba a matarme -susurró Boadicea. Macro le pasó el brazo por el hombro y le dio un apretón reconfortante. Notó que su cuerpo se encogía al tocarla.
– No lo hagas, Macro. No me toques, por compasión. No puedo soportarlo.
El frío desespero de aquel rechazo hizo que a Macro se le helaran las entrañas. Frunció el ceño, enojado consigo mismo por haber dejado que aquella mujer se hubiera metido tan dentro de su corazón. Ya podía imaginarse a los demás centuriones riéndose desdeñosamente sobre sus copas si alguna vez llegaban a enterarse de su encaprichamiento con una chica nativa. Tirárselas era una cosa; entablar con ellas una relación emocional era algo muy distinto. Se trataba precisamente de esa clase de comportamiento patético que él mismo había criticado tanto anteriormente. Recordó las burlas que le había dedicado a Cato cuando el muchacho se había enamorado de la esclava Lavinia. Pero eso había sido una inofensiva aventura de adolescente, justo lo que se podía esperar de los jóvenes antes de que las duras exigencias de la edad adulta pusieran fin a semejante experimentación con todo lo que la vida ofrecía. Macro tenía treinta y cinco años, era casi diez años mayor que Boadicea. Existían relaciones con una diferencia de edad aún mayor, cierto, pero la mayoría de personas se burlaban de ellas y con toda la razón. Esa diferencia de edad que tan completamente lo había cautivado unos meses antes ahora lo ponía en ridículo. El centurión se sentía como uno de aquellos patéticos viejos sobones que rondaban el Circo Máximo y lo intentaban con mujeres que podían ser sus nietas. La comparación hizo que le hirviera la sangre de vergüenza. Se agitó, incómodo.