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Por encima de las entrelazadas ramas que se agitaban, el cielo se iba oscureciendo y aún no había señales de Prasutago. Al final Boadicea se puso en pie y estiró los brazos por detrás de la espalda con un profundo gruñido.

– Seguiré un poco el camino -dijo-. A ver si lo veo.

– No -replicó Macro con firmeza-. Siéntate y no te muevas. No podemos arriesgarnos.

– ¿Arriesgarnos? ¿Quién en su sano juicio saldría en un día así?

– ¿Aparte de nosotros? -se rió Macro entre dientes-. No quiero ni pensarlo.

– Bueno, de todos modos voy a ir.

– No, no vas a hacerlo. Siéntate.

Boadicea se quedó de pie y habló en voz baja.

– De verdad que pensaba que eras mejor persona, Macro. Cato se revolvió, hundiéndose más en su capa, y se quedó mirando fijamente la hoguera aún sin encender, deseando poder desaparecer.

– Sólo estoy siendo prudente -explicó Macro-. Espero que tu hombre vuelva pronto. No tienes que preocuparte por él. Así que siéntate y no te muevas.

– Lo siento, tengo que cagar. No puedo esperar más. De modo que si no dejas que vaya a un lugar más discreto tendré que hacerlo aquí.

Macro se puso rojo de vergüenza e ira, consciente de que sería una estupidez acusarla de mentir. Apretó los puños con frustración.

– ¡Entonces ve! Pero no te alejes demasiado y vuelve enseguida.

– Tardaré lo que haga falta -replicó ella con brusquedad y, pisando fuerte, se adentró en las sombras del bosque.

– ¡Condenadas mujeres! -masculló Macro-. No son más que un maldito incordio, todas ellas. ¿Quieres un consejo, muchacho? No tengas nada que ver con ellas. No causan más que problemas.

– Sí, señor. ¿Quiere que encienda el fuego? -¿Qué? Sí, es una buena idea. Mientras Cato golpeaba el pedernal en su yesquero, Macro continuó esperando el regreso de Boadicea y Prasutago. Una pequeña llama anaranjada prendió en los trozos de helecho del recipiente y Cato la trasladó con cuidado a la hoguera, procurando protegerla del viento con su cuerpo. Las astillas prendieron enseguida y poco después Cato pudo calentarse las manos frente a una crepitante hoguera mientras el fuego seguía atacando los trozos de madera más grandes con los que había alimentado las llamas. Un débil brillo azafranado tembló en los árboles circundantes al tiempo que empezaba a caer la noche.

Boadicea no volvía y Cato empezó a preguntarse si les habría pasado algo a los dos Britanos. Aunque no hubiese ocurrido nada, ¿sería capaz Boadicea de encontrar el camino de vuelta en la oscuridad? ¿Y si los habían capturado los Durotriges? ¿Los torturarían para sonsacarles información sobre sus cómplices? ¿Acaso los Durotriges estarían ya buscándoles a él y a su centurión?

– ¿Señor? Macro se volvió, apartando la mirada del oscuro bosque.

– ¿Qué?

– ¿Cree que les ha ocurrido algo?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? -respondió Macro con brusquedad-. Por lo que sé puede que hayan ido a negociar con los lugareños el precio de nuestras cabezas.

Era una estupidez y casi inmediatamente Macro lamentó haberlo dicho. Era la inquietud por Boadicea lo que le había hecho hablar así, y la preocupación por lo que les sucedería si Prasutago no regresaba. Las perspectivas no eran muy esperanzadoras para dos legionarios abandonados en un bosque oscuro en medio de territorio enemigo.

– A mí me pareció una persona bastante de fiar -dijo Cato, angustiado-. ¿Usted no confía en él, señor?

– Es Britano. Esos Durotriges puede que sean de una tribu distinta a la suya, pero tienen muchas más cosas en común con ellos que con nosotros. -Macro hizo una pausa-. He visto a gente que vendía a sus compatriotas a Roma en casi todas las fronteras en las que he estado de servicio. Te lo digo yo, Cato, no has visto nada hasta que no has servido en Judea. Aquellos venderían a sus propias madres si creyeran que eso podría ayudarles a superar en lo más mínimo a otro rival. Éstos no son mucho mejores. Mira cuántos de esos nobles Britanos exiliados han hecho un trato con Roma para recuperar sus reinos. Se prostituirían con cualquiera a cambio de un poco de poder e influencia. Prasutago y Boadicea no son distintos. Permanecerán leales a Roma siempre y cuando les interese hacerlo. Entonces te darás cuenta de su verdadero valor como amigos y aliados. Ya lo verás.

Cato frunció el ceño.

– ¿De verdad lo piensa?

– Quizá. -De pronto el curtido rostro de Macro rompió en una sonrisa jovial-. ¡Pero me alegraría mucho estar equivocado!

Una ramita se rompió por allí cerca. En un instante los Romanos se pusieron en pie con las espadas desenvainadas.

– ¿Quién anda ahí? -dijo Macro-. ¿Boadicea? Con un susurro de hojas muertas y más crujidos de las chascas, dos figuras salieron de las negras sombras al titilante resplandor ámbar de la hoguera. Macro se relajó y bajó la espada.

– ¿Dónde diablos habéis estado?

Prasutago sonreía y hablaba con excitación al tiempo que se acercaba al fuego a grandes zancadas y le daba una palmada en el hombro a Macro. Como siempre, había traído consigo un poco de carne, un lechón ya abierto colgaba de una correa de su cinturón. Prasutago dejó el cuerpo del animal junto al fuego y continuó hablando. Boadicea lo tradujo lo más rápidamente que pudo.

– ¡Dice que los ha encontrado… a la familia del general!

– ¿Cómo? ¿Está seguro? Ella asintió con la cabeza.

– Ha estado hablando con el cabecilla local. Se encuentran retenidos en otro pueblo a unas pocas millas de distancia. El jefe de esa aldea es uno de los seguidores más leales de los Druidas. Es él quien adiestra a su escolta personal. Recluta a los jóvenes más prometedores de todos los poblados de la periferia y los forma para que sean fanáticamente fieles a sus nuevos señores. Cuando terminan su instrucción prefieren morir antes que decepcionar al jefe. Hace unos cuantos días estuvo en la aldea que Prasutago acaba de visitar. Vino a reclamar su cupo de nuevos reclutas. Estaba bebiendo con los guerreros del pueblo y fue entonces cuando se le escapó que tenía bajo custodia a unos rehenes importantes.

Prasutago movió la cabeza en señal de asentimiento y los ojos le brillaban de entusiasmo ante la perspectiva de entrar en acción. Puso una de sus anchas manos en el hombro de Macro.

– ¡Es estupendo, Romano! ¿Sí? Macro se quedó mirando un momento el rostro radiante del guerrero Iceni y todo el desasosiego de los últimos días desapareció bajo una oleada de alivio, pues su misión había alcanzado su primer objetivo. El próximo paso sería mucho más peligroso. Pero por el momento Macro estaba satisfecho y correspondió a la excitada expresión de Prasutago con una afectuosa sonrisa.