– ¡Es estupendo!
CAPÍTULO XXIV
Cato apartó suavemente los altos juncos y avanzó con sigilo, camino al bajo montículo donde horas antes había dejado a Macro. En torno a él, el denso olor de la vegetación putrefacta impregnaba la fría y húmeda atmósfera. Sus pies chapoteaban por el barro que le manchaba de negro las pantorrillas a medida que avanzaba haciendo el menor ruido posible, arrastrando tras de sí una rama de acebo que había cortado. Al final el suelo se volvió firme y Cato se agachó, subiendo con cautela por el altozano y agudizando la vista y el oído para intentar captar alguna señal de su centurión.
– ¡Pssst! Aquí. Una mano salió de entre los juncos que había en lo alto del montículo y le hizo señas. Cato avanzó con cuidado, procurando no agitar los juncos, no fuera que alguien en el pueblo estuviera mirando en su dirección. justo debajo se hallaba la pequeña zona que habían despejado en silencio antes del amanecer. Macro estaba tumbado sobre un lecho de carrizos y atisbaba por entre los secos restos pardos de las plantas crecidas el verano anterior. Cato soltó el extremo de la rama de acebo y se estiró en el suelo junto a su centurión. Al otro lado del altozano, los juncos se extendían por las riberas de un río de lenta corriente que serpenteaba alrededor de una aldea Durotrige y le proporcionaba una defensa natural. Al otro extremo del pueblo se alzaba un elevado terraplén rematado con una sólida empalizada que se podía franquear a través de una estrecha puerta. La aldea en sí consistía en uno de esos habituales lugares sombríos que al parecer eran lo mejor que podían construir los celtas más rústicos. Una revuelta maraña de chozas redondas de adobe y cañas coronadas por un techo de juncos cortados provenientes de la orilla del río. Desde la ligera elevación del montículo, Cato y Macro tenían una buena vista del pueblo.
La choza más grande estaba situada junto a la orilla que Cato y Macro tenían enfrente y poseía su propia empalizada. Unas chozas más pequeñas bordeaban el círculo de estacas por la parte interior. Unos cuantos postes gruesos se erguían a un lado del complejo. Les eran muy familiares a los Romanos: postes para practicar el manejo de la espada. En ese preciso momento, mientras observaban, un pequeño grupo de hombres con capas negras salió de una de las chozas más pequeñas, se despojaron de las capas y desenvainaron sus largas espadas. Cada uno de ellos eligió un poste y empezaron a arremeter contra él con unos golpes bien ejecutados. Los secos chasquidos y ruidos sordos se oían con claridad desde el otro lado de la vítrea superficie del río. La mirada de Cato se posó en una peculiar estructura construida a un lado de la choza grande. Tenía aspecto de ser algún tipo de pequeña cabaña. Pero no tenía ventanas, y la única abertura visible la tapaba una portezuela de madera asegurada por fuera con una sólida tranca. Otra figura con capa negra montaba guardia en la entrada con una lanza de guerra en una mano y la otra descansando en el borde de un escudo en forma de cometa que tenía apoyado en el suelo.
– ¿Alguna señal de los rehenes, señor?
– No. Pero si están en algún lugar de la aldea, apuesto a que es en esa cabaña. Hace un rato vi que alguien entraba ahí con una jarra y un poco de pan.
Macro apartó la mirada del pueblo y se volvió a tumbar con cuidado sobre la crujiente masa de juncos cortados.
– ¿Ya está todo dispuesto? -Sí, señor. Nuestros caballos se hallan a salvo en la hondonada que Prasutago nos enseñó. He acordado una señal con Boadicea en caso de que haya algún problema. -Cato señaló la rama de acebo.
– Si esperan mucho más se hará de noche antes de empezar -dijo Macro en voz baja.
– Prasutago dijo que me daría tiempo suficiente para volver aquí con usted y que entonces se pondrían en marcha.
– ¿Los dejaste en la hondonada? -Sí, señor. -Entiendo. -Macro frunció el ceño y luego se levantó y se puso de nuevo en posición para seguir vigilando la aldea--. Pues supongo que tendremos que esperar un poco más antes de que aparezcan.
Aunque los meses de invierno ya casi habían llegado a su fin, todavía hacía frío y la persistente llovizna había penetrado totalmente en sus ropas. Al cabo de un rato a Cato ya le castañeteaban los dientes y tiritaba. Tensó los músculos para tratar de combatir dicha sensación. Aquellos últimos días habían sido los más desagradables de su vida. Aparte de las incomodidades físicas que habían soportado, el miedo constante a que los descubrieran y el terror ante lo que les pasaría entonces habían hecho que cada instante fuera un tormento para los nervios. En aquellos momentos, mientras se hallaban tendidos en la húmeda orilla de un río con las piernas cubiertas de estiércol maloliente, congelados de frío y muriéndose por un buen plato de comida caliente, Cato empezó a fantasear con la idea de conseguir que le dieran la baja de la legión de forma honorable. No era la primera vez que se le pasaba por la cabeza dejar el ejército. No era la primera vez ni mucho menos. Ya le resultaba familiar aquel pensamiento que fundamentalmente se centraba en cómo obtener rápidamente una baja remunerada con una pensión sin sufrir una herida que lo inutilizara. Por desgracia, los equipos de agudos administrativos imperiales habían estudiado minuciosamente el reglamento mucho antes de que Cato naciera y habían logrado eliminar casi todas las escapatorias. Pero en algún lugar, de algún modo, tenía que haber una forma de que pudiera derrotar al sistema.
De pronto Macro soltó un gruñido.
– Ahí están. Debe de haberse dado el gusto de echar un polvito.
– ¿Qué?
– Nada, muchacho. Están ahí, en el sendero frente a la puerta.
Cato miró más allá de la aldea y vio dos diminutas formas grises a caballo que salían del bosque. Cuando bajaron trotando con audacia por el camino que conducía al pueblo, el vigilante que había en lo alto de la puerta se dio la vuelta y les gritó algo a un grupo de hombres acurrucados alrededor de una resplandeciente fogata. Éstos respondieron inmediatamente a su llamamiento y subieron por los rudimentarios escalones de madera que había en la parte interior del terraplén. Prasutago y Boadicea se perdieron de vista al acercarse a la puerta. Cuando vio a los habitantes de la aldea blandiendo sus armas en la empalizada, por un momento Cato sintió unas punzadas de preocupación. Pero al cabo de un instante los portones se abrieron hacia adentro y los dos Iceni entraron.
Enseguida los rodearon y cogieron las riendas de sus monturas. Incluso desde el otro lado del río Macro y Cato pudieron oír a Prasutago dando bramidos de indignación y haciendo público su reto de acuerdo con su papel de luchador ambulante. Uno de los lugareños salió corriendo y desapareció entre las chozas antes de entrar súbitamente en el cercado que rodeaba la cabaña más grande. Entró en ella a toda prisa y volvió a salir con rapidez en compañía de una alta y erguida figura que llevaba la capa negra abrochada en el hombro con un enorme broche de oro. El hombre de la capa siguió con calma al vigilante de nuevo hacia la puerta principal. Mientras tanto, Prasutago siguió gritando su desafío a los habitantes de la aldea con su voz profunda y retumbante y cuando llegó el jefe ya se había congregado una numerosa multitud al pie del terraplén. El cabecilla se abrió camino a empujones y con grandes pasos se acercó a los visitantes que aún seguían a lomos de sus monturas. Prasutago demostró la arrogancia justa cruzando los brazos y quedándose así un momento. Luego pasó la pierna sobre su bestia con indiferencia y se deslizó hasta el suelo. Aun así era más alto que el jefe y alzó la barbilla para dar énfasis a su desdeñosa mirada.
Prasutago volvió a repetir su desafío. En aquella ocasión se desabrochó la capa y se la lanzó a Boadicea, que también había desmontado y había permanecido junto a los caballos tras recuperar las riendas de manos de los lugareños. El guerrero Iceni se quitó la túnica y se quedó con el pecho desnudo, los brazos en alto y los puños apretados, contrayendo la musculatura para deleite de la multitud.