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– ¡Señor! -exclamó Cato, pero antes de que Macro pudiera reaccionar a la advertencia, una figura surgió de la penumbra del extremo de la cabaña y se abalanzó lanza en ristre para clavarla en el desnudo costado de Macro. Se oyó un seco chasquido cuando Cato arremetió con su espada contra el astil de la lanza y el filo en forma de hoja se clavó en la tierra prensada a unos centímetros del agitado pecho de Macro. Cuando a causa del impulso el Britano se fue hacia delante, Cato hizo girar su espada de una sacudida, el hombre cayó de cara y la punta del arma le atravesó la garganta. La hoja penetró en su cerebro y el Britano murió en el acto.

– ¡Mierda! ¡Me ha ido de un pelo! -Macro pestañeó mirando la lanza incrustada en el suelo junto a su pecho-. ¡Gracias, muchacho!

Cato asintió al tiempo que extraía su espada del cráneo del segundo hombre. La hoja salió con un débil crujido, manchada de sangre. A pesar de todas las muertes que había visto en el poco tiempo que llevaba sirviendo con las águilas, Cato se estremeció. Había matado antes, en combate, pero era algo instintivo y no había tiempo para reflexionar sobre el asunto. Al contrario que entonces.

– ¿Hay alguien aquí? -preguntó Macro al tiempo que escudriñaba con la mirada la penumbra de la cabaña. No hubo respuesta. En uno de los extremos había una pila de troncos partidos. En el otro, unas formas indistintas yacían amontonadas en el suelo junto a la jarra y lo que quedaba de los panes que Macro había visto introducir en la cabaña un poco antes.

– ¿Mi señora? -llamó Cato-. ¿Mi señora? No hubo ni un solo movimiento, ni un sonido, ninguna señal de vida en la cabaña. Cato levantó la espada y se acercó lentamente, con un angustioso sentimiento de desesperación que le brotaba de las entrañas. Habían llegado demasiado tarde. Con la punta del arma levantó la primera capa de harapos y los echó a un lado. Debajo había un montón de capas de lana y pieles. Era ropa de cama, no cadáveres. Cato frunció el ceño un instante y luego movió la cabeza afirmativamente.

– Es una trampa -dijo. -¿Cómo? -La familia del general nunca ha estado aquí, señor. Los Druidas debieron de imaginarse que intentaríamos un rescate y quisieron alejarnos del lugar en el que realmente tienen a los prisioneros. De modo que hicieron correr el rumor de que los cautivos estaban retenidos en esta aldea. Prasutago se enteró y aquí estamos. Nos han tendido una trampa.

– Y nosotros hemos picado -replicó Macro. El alivio instantáneo que había sentido al no encontrar ningún cadáver se convirtió con la misma rapidez en un terror glacial-. Tenemos que salir de aquí.

– ¿Y qué pasa con los demás? -Podemos hacerles una señal cuando regresemos al montículo.

– ¿Y si los Durotriges descubren los cuerpos de sus hombres antes de que podamos hacer la señal?

– Pues mala suerte. Macro empujó a Cato fuera de la cabaña, cerró la puerta y se apresuró a volver a colocar la tranca en su sitio. Agachados, corrieron hacia la parte de atrás de la choza y bajaron deslizándose por la orilla del río. Cato recogió su flotador de entre los juncos al borde del agua y se sumergió, apretando 'los dientes al tiempo que el agua le iba cubriendo el pecho desnudo. Luego se puso a agitar los pies mientras trataba desesperadamente de alcanzar a su centurión. El trayecto de vuelta se le hizo más largo. Cato escuchó por si oía los primeros gritos que indicaran que el enemigo había descubierto los cadáveres de los Druidas, pero afortunadamente el vocerío proveniente de la aldea continuaba con todo su fervor y al fin, entumecido a causa del frío, se adentró detrás de Macro en los carrizos de la otra orilla.

Momentos después ya estaban sentados junto a sus ropas y equipo, ambos con sus pesadas capas de lana apretadas sobre sus cuerpos temblorosos. Macro volvió la vista hacia el pueblo, donde Prasutago y su último contendiente se hallaban enzarzados en una incómoda y tambaleante llave cuyo fin último era derribar al contrario. A-un lado, en medio del terraplén, estaba Boadicea.

– Está allí. Haz la señal -ordenó Macro-. Lo más rápido que puedas.

Cato agarró la rama de acebo y la sostuvo erguida sobre el suelo blando justo por debajo de la cima del altozano. -¿La ha visto, señor?

– No lo sé… No. ¡Oh, mierda! -¿Qué ocurre, señor? -Alguien ha regresado al cercado. Mientras Macro observaba, la figura con capa negra pasó de largo la cabaña sin ni siquiera mirarla y siguió andando a grandes zancadas junto a la hilera de postes de entrenamiento antes de dar la vuelta hacia una de las chozas más pequeñas y perderse de vista. Macro respiró profundamente, aliviado, luego volvió a mirar hacia la puerta del pueblo. Boadicea seguía inmóvil, como si estuviera mirando el combate. Cuando Prasutago tiró al suelo a su rival, Boadicea siguió sin reaccionar. De pronto se llevó la mano a la capucha y se la quitó.

– ¡La ha visto! ¡Ya puedes bajar esa cosa!

Cato bajó la rama rápidamente y avanzó culebreando para reunirse con su centurión. Prasutago estaba de pie junto a las puertas, erguido; su magnífica arrogancia era evidente incluso a esa distancia. Los aldeanos gritaban para que saliera otro contendiente. Cuando Boadicea se acercó a Prasutago y le tendió la túnica y la capa el rugido de la multitud se convirtió en enojo. El jefe guerrero, con unas plumas negras que adornaban su casco, se encaró con Prasutago. El Iceni movió la cabeza en señal de negación y alargó la mano pidiendo el premio que se le debía por haber derrotado a sus oponentes. El jefe lanzó un furioso grito y, despojado de su capa, él mismo retó a Prasutago.

– ¡Ni se te ocurra! -dijo Macro entre dientes. -¡Señor! -Cato señaló hacia la cerca. El hombre que habían visto antes había vuelto a salir de su choza e iba caminando hacia la puerta del cercado con un monedero colgado en la mano. Justo antes de torcer hacia la estrecha entrada, se detuvo y miró hacia la cabaña. Gritó algo, esperó, y volvió a gritar.

Al no obtener respuesta, se encaminó hacia la cabaña al tiempo que se ataba el monedero al cinturón.

Macro volvió la vista de nuevo hacia la puerta de la aldea, donde aún se encontraba Prasutago, con la cabeza alta en actitud altiva y al parecer considerando el desafío del jefe. Macro dio un puñetazo contra el suelo.

– ¡Muévete, imbécil! En el complejo, el guerrero Durotrige había llegado a la cabaña. Volvió a llamar, esa vez enojado, con las manos en las caderas y la capa por detrás de los codos. Entonces dio la casualidad de que miró al suelo. Al minuto siguiente se agachó y sus dedos investigaron algo que había a sus pies. Levantó la vista y se llevó la mano a la espada. El Durotrige se puso en pie y rodeó la cabaña con cautela. Se detuvo cuando vio el cadáver que habían dejado en la esquina junto a la choza.

– Ahora sí que estamos listos -murmuró Cato. En la puerta de la aldea, Prasutago acabó cediendo y se puso la túnica y la capa. La multitud expresó su desprecio a gritos. El jefe se volvió hacia su gente y alzó los puños al cielo triunfalmente, ya que su enemigo se había echado atrás. Dentro del cercado, el Durotrige desatrancó la puerta de la cabaña y entró. Al cabo de un momento volvió a salir precipitadamente y corrió hacia la puerta del recinto, gritando a más no poder.

– ¡Vamos, Prasutago, cabrón, muévete! -gruñó Macro. El Iceni subió a lomos del caballo que Boadicea sujetaba para él. Entonces, en medio de los abucheos de los aldeanos, los dos atravesaron las puertas del pueblo tratando de que no pareciera que tenían prisa. Cuando habían recorrido unos cincuenta pasos del camino que conducía al bosque, el guerrero Durotrige llegó a toda la multitud y se abrió camino a empujones para llegar a su jefe. Momentos después el jefe ya estaba bramando órdenes. La multitud quedó en silencio. Los hombres se dirigieron a toda prisa hacia el cercado y el jefe los siguió a grandes zancadas, luego se detuvo, giró sobre sus talones y señaló a través de la puerta a Prasutago y Boadicea. Fuera lo que fuera lo que gritó, los Iceni lo oyeron e inmediatamente hostigaron a sus monturas con los talones y galoparon hacia el bosque para salvar la vida.