CAPÍTULO XXV
– ¡Está claro que alguien se lo dijo, maldita sea! -exclamó Macro con brusquedad-. Me refiero a que no es la clase de trampa que uno tiende por si acaso. Y si ha sido él, me comeré sus pelotas para desayunar. -Le dio con el dedo a Prasutago, que estaba sentado en un árbol caído, masticando una tira de carne de ternera seca.
Macro fulminó con la mirada a Boadicea. -Díselo.
Ella alzó los ojos con cansada frustración.
– Díselo tú mismo. ¿En serio quieres pelea? ¿Con él?
– ¿Pelea? -Prasutago dejó de masticar y su mano derecha se posó con toda tranquilidad en el talabarte-. ¿Vas a pelear conmigo, Romano?
– Tu diminuto cerebro está empezando a conocer el mejor idioma del mundo, ¿no es cierto, majete?
Prasutago se encogió de hombros.
– ¿Quieres pelear? Macro pensó en ello un momento y luego dijo que no con la cabeza.
– Puedo esperar.
– No tiene ningún sentido -dijo Cato-. Prasutago corre tanto peligro como el resto de nosotros. Si alguien les dijo a los Durotriges que veníamos tuvo que ser otra persona. Ese granjero, por ejemplo. Vellocato.
– Es posible -admitió Macro-. El cabrón tenía un aspecto sospechoso. ¿Y ahora qué? El enemigo sabe lo que nos traemos entre manos. Estarán en guardia allí donde vayamos. El tarugo este no podrá ni acercarse a los lugareños para conseguir información sobre la familia del general. Yo diría que ahora ya no tenemos ninguna posibilidad de encontrarlos. Organizar un rescate es imposible.
Cato tuvo que darle la razón. El lado racional de su mente sabía que debían abandonar la misión y regresar a la segunda legión. Cato estaba seguro de que Vespasiano era lo bastante inteligente para darse cuenta de que ellos habían hecho todo lo que habían podido antes de regresar. Sería una imprudencia continuar cuando los Durotriges los andaban buscando. Tal como estaban las cosas, ya sería bastante peligroso intentar volver a territorio amigo. Pero, al tiempo que la noción de amenaza se introducía furtivamente en su conciencia, Cato no pudo evitar pensar en el peligro infinitamente mayor en el que se encontraba la familia del general. Como poseía la lacra de una viva imaginación, casi podía ver a la mujer de Plautio y a sus hijos viviendo cada día aterrorizados ante la posibilidad de que los ataran y los metieran en uno de esos gigantescos muñecos de mimbre que a los Druidas les gustaba construir. Los quemarían vivos allí dentro, y la imagen mental de sus rostros dando gritos le sobrevino con tal intensidad que Cato se estremeció. El hijo del general, al que no conocía, adquirió los rasgos del niño rubio que había visto en el pozo…
No. No podía dejar que eso ocurriera. Dar la vuelta y seguir viviendo a sabiendas de que no había hecho nada para evitar la muerte del niño le sería insoportable. Aquella era la irreducible verdad de la situación. Daba igual lo mucho que se reprendiera a sí mismo por ser presa de sus emociones, por ser demasiado sentimental para actuar según el razonamiento objetivo, no podía desviarse del curso de la acción que le exigía un perverso instinto tan interiorizado que eludía cualquier tipo de análisis.
Cato se dirigió a Macro.
– ¿Está diciendo que debemos regresar, señor?
– Es lo más sensato. ¿Tú qué opinas, Boadicea? Tú y él.
Los Iceni intercambiaron unas palabras. Prasutago no daba la impresión de estar muy interesado en la propuesta del centurión y sólo Boadicea parecía tener un punto de vista y al parecer lo animaba a actuar de una manera determinada. Al final desistió y bajó la vista a su regazo.
– ¿Y bien? ¿Cuál es la opinión del druida de la casa?
– A él le da igual. Es vuestra gente a quien se supone que tenemos que salvar. A él le da lo mismo si viven o mueren. Si queréis dejar que los quemen es cosa vuestra. Dice que será una interesante prueba de carácter.
– ¿Una prueba de carácter, eh? -Macro miró fríamente al guerrero Iceni-. A diferencia de vosotros, nosotros los Romanos somos capaces de tomar decisiones difíciles. No nos limitamos a ir a la carga y morir por pura estupidez. Mira dónde os han conducido a los celtas vuestras tontas heroicidades a lo largo de los años. Nosotros hemos hecho lo que hemos podido aquí. Ahora descansaremos un poco e iniciaremos la marcha de vuelta a la legión en cuanto caiga la noche.
Macro miró a Cato. El optio le devolvió una mirada inexpresiva. Eso desconcertó al centurión.
– ¿Qué pasa, muchacho?
– ¿Señor? -Cato pareció salir de una especie de trance y Macro recordó que habían dormido muy poco durante los últimos días. Debía de tratarse de eso-. Estaba pensando…
Macro sintió un fuerte peso que lo desanimó; cuando Cato empezaba a compartir sus ideas, tenía una tendencia a la complicación que sacaba de quicio a los que intentaban seguir el ritmo de sus pensamientos. Por qué demonios se negaba Cato a ver el mundo con la misma sencillez con la que lo hacían otras personas era una de las grandes frustraciones que Macro tenía que padecer en su trato con el optio.
– ¿Qué estabas pensando exactamente?
– Que tiene usted razón, señor. Lo mejor para nosotros es poner pies en polvorosa y alejarnos todo lo que podamos de esos Druidas. No tiene sentido correr riesgos innecesarios.
– No. No tiene sentido.
– Seguro que el general entiende su razonamiento, señor. Él se cerciorará de que nadie lo acuse de carecer de… ¿cómo lo diría?… de carecer de fibra.
– ¿Carecer de fibra? -A Macro no le gustó cómo sonaba la frase. Le hacía parecer un civil haragán cualquiera. Macro era de ese tipo de personas que se sentían contrariadas al ser descritas como carentes de cualquier cosa y le lanzó una mirada acusadora a su optio-. Ahora no me vengas con ninguna de tus tonterías rimbombantes, chico. Limítate a decir claramente lo que piensas. ¿Me estás diciendo que tal vez nos acusen de cobardía cuando regresemos a la legión? ¿Es eso?
– Podría ser. Sería un error comprensible, claro está. Algunos podrían decir que estuvimos a punto de meternos en líos y que con eso tuvimos suficiente. Naturalmente el general comprenderá las implicaciones de que Prasutago se haya quedado sin tapadera. Aunque ello signifique la muerte certera de su familia, él se asegurará de tratar de persuadir a los demás de que no teníamos otra alternativa. Con el tiempo todo el mundo se dará cuenta y aceptará su manera de pensar.
– ¡Hurn! -Macro asintió lentamente con la cabeza, con los nudillos de una mano apretados contra la frente como si eso ayudara a concentrar su cansada mente. Necesitaba tiempo para considerarlo detenidamente.
– Cabalgaremos con el mínimo equipo, ¿no, señor? -continuó diciendo Cato alegremente-. Supongo que lo mejor será que descargue todo lo que no nos haga falta. Todo aquello que pudiera hacernos ir más despacio cuando volvamos corriendo a la legión.
– ¡Nadie va a volver corriendo a ningún sitio!
– Lo siento, señor. No pretendía que sonara así. Yo estoy ansioso por ponerme en marcha.
– ¿Ah, sí? Pues mira, ya puedes dejar de estarlo. Deja tranquilo el equipo.
– ¿Señor?
– He dicho que lo dejes. No vamos a volver. Al menos de momento. No hasta que hayamos buscado un poco más.
– Pero usted acaba de decir…
– ¡Cierra el pico! Ya he tomado una decisión. Seguiremos buscando. ¿Alguien más tiene alguna objeción? -Macro se dirigió a los Iceni, impulsando hacia delante el mentón, animándolos a que lo desafiaran. Boadicea hizo lo que pudo para ocultar una sonrisa burlona. Prasutago, como siempre, lo entendió al revés y asintió moviendo la cabeza enérgicamente.