– ¿Y cómo exactamente me lo harás saber a mí? Macro sonrió.
– No asciendes a centurión si no se te puede oír a distancia.
– En esto tiene toda la razón -dijo Cato entre dientes.
– Pero, ¿por qué yo? ¿Por qué no dejar aquí a Cato? Me necesitáis como intérprete.
– No hará falta hablar mucho. Además, Prasutago y yo estamos llegando a un entendimiento, si se le puede llamar así. Ahora ya sabe unas cuantas palabras. Unas cuantas palabras de un verdadero idioma, eso es. ¿No tengo razón?
Prasutago movió su greñuda cabeza en señal de asentimiento.
– Así pues, mantén aguzado el oído. Si grito tu nombre, yo o cualquiera de nosotros, ésa es la señal. Los hemos encontrado. No esperes ni un momento. Regresa donde están los caballos, monta en uno y galopa como el viento. Informa de todo a Vespasiano.
– ¿Y qué pasa con vosotros? -preguntó Boadicea. -Si nos oyes gritar a alguno, lo más probable es que ésas sean nuestras últimas palabras. -Macro alzó una mano y la asió suavemente por el hombro-. ¿Te ha quedado todo claro?
– Sí.
– Bien, entonces éste es un lugar tan bueno como cualquier otro para esperar. Quédate aquí. En cuanto haya oscurecido lo suficiente nos despojaremos de las túnicas y las espadas y seguiremos a Prasutago hasta la isla.
– Y para variar -dijo Macro en voz baja-, estamos metidos hasta las pelotas en agua helada.
El olor a descomposición que emanaba de las perturbadas aguas que los rodeaban era tan acre que Cato creyó que vomitaría. Aquello era peor que cualquier otra cosa que había olido antes. Peor incluso que la curtiduría situada al otro lado de las murallas de Roma y que una vez visitó con su padre. Los fuertes curtidores, indiferentes al hedor desde hacía tiempo, se habían reído a más no poder al ver a aquel niñito vestido con los estupendos ropajes imperiales vomitando hasta el hígado en una cuba llena de vísceras de oveja.
Allí en aquel manglar, la acritud de la vegetación podrida se combinaba con el olor a excrementos humanos y el hedor dulzón de carne en descomposición. Cato se tapó la nariz con la mano y se tragó la bilis que le subía a la garganta. Al menos la oscuridad ocultaba los desechos que flotaban en torno a sus rodillas. Por delante de él, más allá de la ancha y oscura mole de Macro, sólo podía-ver la alta figura de Prasutago que abría la marcha a través de los juncos. Los tallos crujían cada vez que el Britano avanzaba lentamente de una estaca a otra. La mayoría de ellas aún estaban en su sitio y Prasutago sólo se había perdido en una ocasión, en la que había caído en aguas más profundas con un chapoteo y un grito agudo. Los tres se habían quedado paralizados al tiempo que aguzaban el oído por si percibían cualquier indicación de alarma proveniente de la oscura masa de la isla de los Druidas por encima del agua fangosa. Cuando el agua revuelta se apaciguó de nuevo, Prasutago volvió con mucho cuidado a un terreno más firme y sonrió débilmente al centurión.
– Mucho tiempo antes yo aquí -susurró.
– Está bien -repuso Macro en voz queda-. Ahora mantén la boca cerrada y concéntrate en la tarea.
– ¿Eh?
– Que sigas adelante, joder.
– Oh. Sa! Al final salieron de entre los juncos y Prasutago se detuvo. La isla aún parecía encontrarse a cierta distancia pero Cato se fijó en que los carrizos se acercaban más a ella en aquel punto y entendió el motivo de que Prasutago hubiera elegido aquella ruta para sus citas nocturnas. En el agua que quedaba al descubierto ya no había más estacas para guiarlos. Prasutago iba cambiando de posición y miraba la isla con mucha atención.
Siguiendo su mirada, Cato pudo ver dos troncos de pino muertos que se destacaban del resto de los árboles de la isla. Estaban tan juntos que desde ciertos ángulos daban la impresión de ser un solo tronco, y Cato se dio cuenta de que era mediante su alineación que Prasutago se guiaba a través de las despejadas aguas hacia la isla. El Iceni se desvió a la izquierda arrastrando los pies y les hizo una señal a los otros dos para que le siguieran.
Moviéndose con lentitud, con el agua que se arremolinaba suavemente en torno a sus rodillas, el grupo puso rumbo hacia la oscura y agorera sombra de la isla de los Druidas.
La fetidez disminuyó a medida que se iban alejando de los carrizos. Cato se permitió inspirar profundamente unas cuantas veces mientras seguía avanzando cuidadosamente alineado con los demás. Bajo sus pies, notaba el fondo extrañamente blando y flexible, y la firmeza de alguna rama de vez en cuando. Por un momento se preguntó cómo era posible que Prasutago hubiese construido aquel sendero sumergido. Entonces decidió que debía tratarse únicamente de la enmarañada acumulación de materia caída y muerta que el Britano debió haber encontrado por casualidad y de la que había sacado provecho. Cato se sonrió para sus adentros. Tal vez le había sacado provecho, pero había servido para que lo expulsaran de la orden de la Luna Oscura.
Pensar en los Druidas hizo que su mente regresara de pronto al presente. El oscuro perfil de la isla se hallaba cada vez más cerca, imponente contra la más débil sombra del cielo nocturno, y daba la sensación de que la isla flotara no en el agua, sino en la etérea neblina que emanaba del lago. Sin duda alguna parecía un lugar muy siniestro, reflexionó Cato. El terror que la cara de Prasutago reflejaba cada vez que se había referido a este lugar durante los dos últimos días daba a entender que la cosa no terminaba ahí. Pero, ¿qué podía haber en este mundo que fuera tan terrible como para asustar a aquel enorme guerrero? La imaginación de Cato se puso en marcha para proporcionar una respuesta y él sintió que un escalofrío de horror le recorría la espalda. Se maldijo por aquel exceso de superstición pero, a medida que iban deslizándose en silencio a través del agua, sus agudizados sentidos siguieron exagerando cada sonido y cambio en las sombras. Necesitó una gran fuerza de voluntad para evitar que su imaginación invocara a los demonios que acechaban invisibles en las orillas de la sagrada isla de los Druidas.
En aquellos momentos se hallaban lo bastante cerca de la costa como para que las ramas exteriores de sus árboles centenarios colgaran sobre ellos. Al levantar la vista a través de los negros y retorcidos zarcillos del sobresaliente ramaje, Cato vio las estrellas, fijas e impasibles por encima de la neblina. Luego giró la vista, por encima de las aguas sombrías, hacia el lugar donde Boadicea los esperaba. Se preguntó si volvería a verla de nuevo y se encontró deseando desesperadamente ver su rostro una vez más. Aquel espontáneo y vehemente deseo fue bastante impactante y Cato se asombró ante semejante revelación de sí mismo.
Se sobresaltó cuando Macro lo agarró del brazo y al echarse atrás provocó un chapoteo en el agua.
– ¡No te muevas! -le dijo Macro con un siseo-. ¿Quieres que hasta el último condenado druida de Britania se entere de que estamos aquí?
– Lo siento. Macro se volvió de nuevo hacia Prasutago, que farfullaba algo entre dientes. El susurro de sus palabras fluía con una cadencia y ritmo que no se parecían en nada al habla cotidiana y Macro se dio cuenta de que aquello debía de ser algún tipo de hechizo. Cuando el Britano se calló, Macro le rozó suavemente el hombro.
– Vamos, amigo. Prasutago, lo miró fijamente un momento, silencioso e inmóvil como una piedra, antes de mover la cabeza con gravedad y volver a avanzar sigilosamente. Aquella parte de la costa se hallaba bordeada de mimbreras reforzadas con pilares de madera y se encontraba a unos sesenta centímetros por encima de las gélidas aguas. Subieron tratando de hacer el menor ruido posible, pero inevitablemente el agua goteó y salpicó, con un rumor peligrosamente alto. Prasutago miró con inquietud hacia las sombras bajo los árboles, seguro de que los debían de haber oído. Pero nada se movió, ni siquiera un soplo de aire agitó las más ligeras de las oscuras ramas. Los tres se quedaron quietos un rato, en cuclillas y escuchando. Cato tiritaba mientras esperaba a que Prasutago les hiciera la señal para seguir adelante. Se abrieron camino siguiendo la costa un corto trecho hasta que llegaron a un sendero que se adentraba en el tenebroso grupo de árboles. A Cato le pareció que de pronto la noche se había vuelto más fría, como si soplara una brisa, pero en torno a él el aire estaba totalmente en calma.