– Podríamos hacerlo.
– ¡He aquí nuestra oportunidad! -gritó Macro-. ¡Prasutago! ¡Mira allí!
El guerrero Iceni captó enseguida la situación y movió enérgicamente la cabeza.
– Vamos.
– ¿Y qué pasa con Boadicea? -preguntó Cato.
– ¿Qué pasa con ella? -replicó Macro con brusquedad-. ¿A qué esperamos? ¡Adelante!
Macro clavó los talones en las ijadas de su caballo y empezó a descender por la ladera en dirección a la carreta.
CAPÍTULO XXVIII
Bajando a toda velocidad por la ladera cubierta de hierba, el viento rugía en los oídos de Cato y el corazón le estallaba en el pecho. Hacía unos instantes se encontraban avanzando con mucho cuidado a lo largo de un sendero muy poco transitado. Ahora el destino les había proporcionado una pequeña oportunidad de rescatar a la familia del general y Cato sentía el loco y excitante terror de la acción inminente. Al mirar al frente, vio que la plaza fuerte quedaba entonces oculta tras los árboles que se extendían a lo largo del camino. A media milla de distancia el carro avanzaba lentamente sobre sus sólidas ruedas de madera, tirado por un par de lanudos ponis. Los dos Druidas del pescante aún no se habían dado cuenta de la aproximación de los jinetes e iban sentados derechos, con el cuello estirado hacia delante para ver si vislumbraban los terraplenes de la Gran Fortaleza. Tras ellos, sobre el eje, una cubierta de cuero ocultaba a sus prisioneros. Mientras los cascos golpeaban el suelo por debajo de él, a Cato le pareció imposible que no hubieran detectado su presencia y rogó a cualquier dios que lo oyera que pasaran inadvertidos un momento más, Lo suficiente para evitar que los Druidas pusieran los ponis al trote a golpe de látigo y ganaran el tiempo necesario para alertar a los compañeros que se habían adelantado.
Pero los dioses, o bien ignoraban aquel minúsculo drama humano, o acaso conspiraban cruelmente con los Druidas.
De pronto el acompañante del conductor echó un vistazo hacia atrás y se levantó de un salto del pescante al tiempo que daba gritos y señalaba a los Romanos que se aproximaban. Con un fuerte chasquido que se oyó claramente a lo largo de todo el terreno abierto, el conductor arremetió contra las anchas grupas de sus ponis, el carro dio una pesada sacudida hacia delante y el eje protestó con un crujido. El otro druida volvió a sentarse en el pescante, tizo bocina con las manos y gritó pidiendo ayuda, pero la curva de la línea de los árboles impedía que sus compañeros lo vieran y sus gritos no se oyeron.
Cato se encontraba entonces lo bastante cerca como para distinguir los rasgos de los dos Druidas por encima de la agitada crin de su caballo y vio que el conductor tenía el pelo cano y exceso de peso, mientras que su compañero era un joven delgado, de piel cetrina y rostro de aspecto enfermizo. La lucha terminaría rápidamente. Con suerte podrían liberar a los rehenes y se alejarían a toda velocidad de la fortaleza mucho antes de que los Druidas a caballo empezaran a extrañarse de la tardanza del carro. Bajo la frenética insistencia del conductor, la carreta siguió adelante con estruendo a un ritmo cada vez mayor, dando violentos tumbos y sacudidas a lo largo del sendero lleno de rodadas mientras se dirigía hacia la curva que describían los árboles cerca del puente. Sus perseguidores se encontraban a poca distancia de ellos, clavando los talones en sus monturas salpicadas de espuma, hostigándolas para que siguieran adelante.
Cato oyó un agudo chillido de pánico a sus espaldas y miró hacia atrás para ver que el caballo de Boadicea caía de cabeza y sus patas traseras se agitaron en el aire antes de chocar contra el cuello del animal. Boadicea salió despedida hacia delante y, por instinto, agachó la cabeza y se hizo un ovillo antes de caer al suelo. Rebotó contra los montículos cubiertos de hierba con un grito- Sus compañeros se detuvieron. Su caballo yacía retorcido, con la espalda rota y las patas delanteras tratando en vano de levantar la mitad trasera de su cuerpo. Boadicea había ido a parar a un charco y se estaba poniendo en pie con aire vacilante.
– ¡Dejadla! -gritó Macro al tiempo que espoleaba su caballo-. ¡Alcancemos el maldito carro antes de que sea demasiado tarde!
Los Druidas les habían tomado una valiosa ventaja a sus perseguidores. La carreta retumbaba furiosamente a apenas unos cien pasos del puente; pronto quedaría a plena vista de la fortificación y de los jinetes Druidas que iban no mucho más adelante. Hundiendo con fiereza los talones en los ijares de su montura, Cato salió a toda prisa tras su centurión con Prasutago a su lado. Iban galopando en paralelo al camino, evitando sus traicioneros surcos, y por delante de ellos veían los atados faldones de cuero de la parte posterior del carro. El druida más joven volvió de nuevo la vista atrás para mirarlos, con una expresión de terror en el rostro.
Al doblar la curva del camino aparecieron las sólidas defensas del poblado fortificado; Cato obligó a su caballo a hacer un último y desesperado esfuerzo y rápidamente se acercó al carro. Las enormes ruedas de madera de roble maciza le lanzaron terrones de barro a la cara. Parpadeó, agarró la empuñadura de su espada y la desenvainó con un áspero ruido de la hoja al ser extraída. Frente a él, Macro adelantó al conductor e hizo virar bruscamente a su caballo para bloquear el paso a los ponis. Con unos relinchos aterrorizados, éstos últimos trataron de detenerse pero los arneses los empujaron hacia delante debido al impulso del carro que iba dando sacudidas tras ellos. Cato sostuvo su espada baja a un lado, lista para atacar. Mientras se arrimaba al pescante hubo un confuso y borroso movimiento y el druida más joven se le echó encima. Ambos cayeron al suelo. El impacto dejó sin respiración a Cato y un destello le cegó cuando su cabeza golpeó contra la tierra. Se le despejó la visión y se encontró con el rostro gruñón del joven druida a pocos centímetros del suyo. Entonces, mientras la saliva le goteaba de su manchada dentadura, el druida dio un grito ahogado, abrió los ojos de par en par con expresión de sorpresa y se desplomó hacia delante.
Cato apartó de sí aquel cuerpo inerte y vio que el guardamano de su espada estaba apretado contra la oscura tela de la capa del druida. No había ni rastro de la hoja, sólo una mancha que se extendía alrededor de la guarda. La hoja había penetrado en el vientre del druida y se había clavado en los órganos vitales bajo las costillas. Con una mueca, Cato se puso en pie y tiró de la empuñadura. Con un escalofriante sonido de succión la hoja salió, no sin dificultad. Rápidamente el optio miró a su alrededor buscando al otro druida.
Ya estaba muerto, desplomado sobre la cubierta de cuero mientras la sangre manaba a borbotones de una herida abierta en su cuello, allí donde Prasutago le había hecho un tajo con su larga espada celta. El guerrero Iceni había desmontado y estaba dando tirones a las ataduras de la parte trasera de la lona. Desde el interior del carro llegó a sus oídos el grito amortiguado de un niño. Se desató el último nudo y Prasutago echó a un lado las portezuelas y metió la cabeza dentro. Unos nuevos chillidos hendieron el aire.
– ¡No pasa nada! -exclamó Boadicea en latín al tiempo que subía corriendo por el camino. Le dirigió unas palabras enojadas a Prasutago en su lengua nativa y lo apartó de un empujón-. No pasa nada. Hemos venido a rescataros. ¡Cato! ¡Acércate! Necesitan ver una cara Romana.
Boadicea volvió a meter la cabeza en la carreta e intentó que su voz sonara calmada.
– Hay dos oficiales Romanos con nosotros. Estáis a salvo. Cato llegó a la parte de atrás del carro y miró en el sombrío interior. Había una mujer sentada, encorvada, que con los brazos rodeaba los hombros de un niño pequeño y una niña apenas mayor, que estaban lloriqueando con unos ojos aterrorizados y abiertos de par en par. Las ropas que llevaban, antes de excelente calidad, se hallaban entonces sucias y rotas. Tenían aspecto de vulgares mendigos callejeros y estaban acurrucados y asustados.