Sin prestar atención al gorgoteo de las agónicas bocanadas de aquel hombre, Cato se dio la vuelta con la espada a punto. Prasutago se estaba acercando al líder Superviviente. Al darse cuenta de la directa acometida, el primer druida había desenvainado la espada y había dado la vuelta a su caballo. Clavó sus talones y galopó directamente hacia el guerrero Iceni. Prasutago se vio obligado a echarse a un lado y a agachar la cabeza para evitar el ataque con espada que siguió. El druida soltó una maldición, volvió a clavar los talones en su montura y galopó hacia Cato. El optio se mantuvo firme, con la espada en alto. El druida lanzó un salvaje gruñido ante la temeridad de aquel hombre que, armado únicamente con la espada corta de las legiones, se enfrentaba a un rival a caballo que empuñaba una espada larga.
Con la sangre martilleándole en los oídos, Cato observó cómo el caballo se acercaba a él a toda velocidad y su jinete levantaba el brazo de la espada con la intención de propinarle un golpe mortífero. En el preciso momento en que notó el cálido resoplido de los ollares del caballo, Cato alzó la espada bruscamente, la hizo descender golpeando con ella al animal en los ojos y se alejó rodando por el suelo. El caballo dio un relincho, ciego de un ojo y desesperado por el dolor que le producía el hueso destrozado en toda la anchura de la cabeza. El animal se empinó agitando los cascos de las patas delanteras y tiró a su jinete antes de salir corriendo por la llanura, sacudiendo la cabeza de un lado a otro y lanzando oscuras gotas de sangre. De nuevo en pie, Cato recorrió a toda velocidad la corta distancia que lo separaba del jinete, el cual trataba desesperadamente de alzar su arma. Con un seco sonido de entrechocar de espadas, Cato se apartó para esquivar el golpe e hincó su arma en el pecho del druida. Aterrorizados por el ataque, los dos caballos sin jinete salieron corriendo y se perdieron en el atardecer.
Cato se dio la vuelta y vio que Macro estaba lidiando con el último druida. A unos treinta pasos de distancia se estaba produciendo un duelo desigual. El druida se había recuperado de la sorpresa del ataque antes de que Macro pudiera alcanzarle. Con su larga espada desenvainada asestaba golpes y cuchilladas contra el fornido centurión, que había conseguido dar la vuelta para bloquear el camino de vuelta al puente.
– ¡Me iría bien un poco de ayuda! -gritó Macro al tiempo que alzaba su espada para parar otra resonante arremetida.
Prasutago ya estaba en pie y se apresuró a acudir en su ayuda y Cato salió corriendo tras él. Antes de que ninguno de los dos alcanzara al centurión, éste tropezó y cayó al suelo. El druida aprovechó la oportunidad y le propinó una cuchillada con su espada, inclinándose sobre el centurión para asegurar el golpe. La hoja hizo impacto con un ruido sordo y rebotó en la cabeza de Macro. Sin emitir un solo sonido, Macro se fue de bruces y por un instante Cato no pudo hacer otra cosa que quedarse mirando fijamente, paralizado a causa del horror. Un aullido de furia por parte de Prasutago hizo que volviera en sí y Cato se volvió hacia el druida, decidido a derramar su sangre. Pero el druida era lo bastante sensato como para no enfrentarse a dos enemigos a la vez y sabía que debía conseguir ayuda. Dio la vuelta a su caballo y volvió a enfilar al galope el camino que llevaba al poblado fortificado al tiempo que gritaba para que lo oyeran sus compañeros.
Cato enfundó su ensangrentada espada y cayó de rodillas junto a la inmóvil figura de Macro. -¡Señor! -Cato lo agarró del hombro y puso de espaldas al centurión, estremeciéndose al ver la salvaje herida que tenía a un lado de la cabeza. La espada del druida le había causado un corte que llegaba hasta el hueso y que le había desgarrado un buen trozo de cuero cabelludo. La sangre cubría el rostro inerte de Macro. Cato metió la mano bajo su túnica. El corazón del centurión aún latía. Prasutago se encontraba arrodillado a su lado y sacudía la cabeza, apenado.
– ¡Vamos! Agárralo de los pies. Llevémosle al carro. Regresaban con dificultad con el inerte centurión a cuestas cuando Boadicea apareció de entre los árboles llevando a uno de los críos en cada mano. Se detuvo cuando vio el cuerpo de Macro. Junto a ella, la pequeña se estremeció ante aquella visión.
– ¡Oh, no…
– Está vivo -gruñó Cato.
Dejaron cuidadosamente a Macro en el suelo de la carreta mientras Boadicea recuperaba un odre de agua que había debajo del pescante. Palideció cuando pudo ver bien la herida del centurión, luego sacó el tapón del odre y vertió un poco de agua sobre la ensangrentada maraña de piel y pelo.
– Dame el pañuelo que llevas al cuello -le ordenó a Cato y él se lo desató rápidamente y le entregó la tira de tela. Con una mueca, Boadicea volvió a colocar en su sitio con sumo cuidado el trozo de carne de la cabeza de Macro y ató el pañuelo firmemente alrededor de la herida. Entonces le quitó a Macro su fular, que ya estaba manchado de sangre, y se lo ató también.
El centurión no recuperó la conciencia y Cato oyó que su respiración era superficial y dificultosa.
– Va a morir.
– ¡No! -exclamó Boadicea con fiereza-. No. ¿Me oyes? Tenemos que sacarlo de aquí.
Cato se volvió hacia Pomponia. -No podemos irnos. No sin usted y sus hijos. -Optio -dijo Pomponia en tono suave-, llévate a tu centurión y a mis hijos y márchate ahora mismo. Antes de que regresen los Druidas.
– No. -Cato también negó con la cabeza-. Nos iremos todos.
Ella levantó el pie encadenado. -Yo no puedo irme. Pero tú debes llevarte de aquí a mis hijos. Te lo ruego. No puedes hacer nada por mí. Sálvalos a ellos.
Cato se obligó a mirarla a la cara y vio la desesperada súplica en sus ojos.
– Tenemos que marcharnos, Cato -dijo entre dientes Boadicea, a su lado-. Debemos irnos. El druida ha ido a buscar a los demás. No hay tiempo. Tenemos que irnos.
El corazón de Cato se hundió en un pozo de negra desesperación. Boadicea tenía razón. A menos que le cortaran el pie a Pomponia, no había otra manera de que pudieran soltarla antes de que los Druidas regresaran en masa.
– Me lo podríais hacer más fácil -dijo Pomponia con un prudente movimiento de la cabeza en dirección a sus hijos-. Pero primero lleváoslos de aquí.
A Cato se le heló la sangre en las venas.
– ¿No lo dirá en serio?
– Por supuesto que sí. O eso o me quemarán viva. -No… No puedo hacerlo. -Por favor -susurró ella-. Te lo ruego. Por piedad.
– ¡Vamos! -interrumpió Prasutago en voz alta-. ¡Ya vienen! ¡Rápido, rápido!
Instintivamente, Cato desenvainó la espada y la apuntó hacia el pecho de Pomponia. Ella apretó los ojos.
Boadicea bajó la hoja de un golpe. -¡Delante de los niños no! Deja que primero los monte en el caballo.
Pero era demasiado tarde. El niño se había percatado de lo que estaba ocurriendo y abrió los ojos de par en par, horrorizado. Antes de que Cato o Boadicea pudieran reaccionar, trepó por la parte de atrás del carro y estrechó a su madre con fuerza entre sus brazos. Boadicea agarró a la hija de Pomponia del brazo antes de que pudiera seguir a su hermano.
– ¡Dejadla en paz! -gritó el niño con las lágrimas resbalándole por sus sucias mejillas-. ¡No la toquéis! ¡No dejaré que le hagáis daño a mi mamá!
Cato bajó la espada y masculló: -No puedo hacerlo. -Tienes que hacerlo -le dijo entre dientes Pomponia por encima de la cabeza de su hijo-. ¡Llévatelo, vamos!
– ¡No! -gritó el niño, y se asió con fuerza del brazo de su madre-. ¡No te dejaré, mamá! ¡Por favor, mami, por favor, no me hagas irme!
Por encima de los sollozos del niño Cato oyó otro sonido: unos débiles gritos que provenían de la misma dirección en la que se encontraba la plaza fuerte. El druida que había escapado de la emboscada debía de haber alcanzado a sus compañeros. Quedaba muy poco tiempo.