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– Pues es la verdad. A la última la lapidaron esta mañana.

– ¿A la puta? No asistí a la ceremonia, pero me la han contado…

Atiq se adosa a la pared, junta los dedos sobre el vientre y contempla los escombros de lo que fue, en la generación anterior, una de las avenidas más bulliciosas de Kabul.

– Te encuentro muy triste, Atiq.

– ¿De veras?

– Pues sí, es lo primero que salta a la vista. Nada más ponerte el ojo encima, me he dicho: Puf, el pobre Atiq no está normal.

Atiq se encoge de hombros. Mirza Shah y él fueron amigos de pequeños. Crecieron en un barrio humilde, trataron con las mismas personas y estuvieron en los mismos sitios. Sus respectivos padres trabajaban en una fábrica modesta de objetos de vidrio. Tenían demasiadas preocupaciones para estar pendientes de ellos. Así que Mirza se alistó en el ejército con toda naturalidad a los dieciocho años mientras que Atiq trabajó de sustituto de un camionero antes de probar una increíble cantidad de trabajos de poca monta que le aportaban de día lo que se le llevaba la noche. Se perdieron de vista hasta que los rusos invadieron el país. Mirza Shah fue uno de los primeros militares que desertaron de su unidad para unirse a los muyahidines. Por su valor y su implicación no tardó en ascender a tej. Atiq se lo encontró en el frente y sirvió a sus órdenes durante una temporada, hasta que un proyectil de obús cortó en seco el brío de su yihad. Lo evacuaron a Peshawar. Mirza siguió combatiendo con extraordinaria entrega. Tras la retirada de las fuerzas soviéticas, le ofrecieron puestos de responsabilidad en la administración y no los aceptó. La política y el poder no lo entusiasmaban. Merced a sus relaciones, puso en marcha empresas pequeñas que sirvieron de tapadera a sus inversiones paralelas, centradas sobre todo en el contrabando y el tráfico de drogas. La llegada al poder de los talibanes moderó sus afanes pero no desmanteló sus circuitos. Renunció de buen grado a algunos autocares y a algunas chapuzas en provecho de la causa, contribuyó a su manera al esfuerzo bélico de los gamberros mesiánicos que luchaban contra sus ex compañeros de armas y consiguió salvaguardar sus privilegios. Mirza sabe que a la fe de un menesteroso le cuesta resistirse a las ganancias fáciles; en consecuencia, unta a los nuevos amos del país y, de esa forma, vive tan ricamente en medio de la tormenta. Varias veces le ha propuesto a su amigo de toda la vida que trabaje para él. Atiq rehúsa sistemáticamente la oferta; prefiere pasarlo mal en una vida efímera antes que tener que padecer toda la eternidad.

Mirza hace girar el rosario con el dedo sin quitarle ojo a su amigo. Y éste, violento, hace como que se mira las uñas.

– ¿Qué es lo que va mal, guardia?

– Eso me gustaría saber a mí.

– ¿Por eso hablabas solo hace un rato?

– A lo mejor.

– ¿No encuentras a nadie para charlar?

– ¿Hace falta?

– Tal y como van las cosas, ¿por qué no? Estabas tan metido en tus preocupaciones que no oíste acercarse la carreta. Enseguida me he dicho: o Atiq se está volviendo chiflado o está tramando un golpe de estado inminente…

– Ten cuidado con lo que dices -lo interrumpe Atiq, incómodo-. Alguien podría creérselo de verdad.

– Si es para hacerte rabiar.

– En Kabul no se puede andar con bromas; lo sabes muy bien.

Mirza le da unas palmaditas en el dorso de la mano para calmarlo.

– De pequeños éramos muy amigos. ¿Ya se te ha olvidado?

– Las malas cabezas no tienen memoria.

– Nos lo contábamos todo.

– Hoy ya no es posible.

A Mirza se le crispa la mano.

– ¿Qué ha cambiado hoy, Atiq? Nada, nada en absoluto. Circulan las mismas armas, se ven las mismas jetas, ladran los mismos perros y pasan las mismas caravanas. Siempre hemos vivido así. Se fue el rey y otra divinidad ocupó su sitio. Es verdad que los escudos heráldicos han cambiado de logotipo, pero siguen pretendiendo los mismos abusos. No nos engañemos. La forma de pensar sigue siendo la misma de hace siglos. Los que esperan que surja una nueva era en el horizonte pierden el tiempo. Desde que el mundo es mundo, están los que viven con lo que hay y los que se niegan a aceptarlo. Y está claro que el sabio es quien acepta las cosas como vienen. Ése lo entiende como es debido. Y tú también tienes que entenderlo. No estás bien porque no sabes lo que quieres, y punto. Y los amigos están para ayudarte a que veas claras las cosas. Si crees que todavía soy amigo tuyo, cuéntame algo de lo que te desespera.

Atiq suspira. Aparta la muñeca de la mano de Mirza, busca en sus ojos alguna ayuda; tras titubear brevemente, se rinde:

– Mi mujer está mala. El médico dice que se le descompone la sangre muy deprisa, que no hay medicinas para su enfermedad.

Mirza se queda perplejo un instante al ver que un hombre puede hablar de su mujer en plena calle; luego, alisándose la barba teñida con alheña, cabecea y dice:

– ¿No es acaso la voluntad de Dios?

– ¿Quién se atrevería a rebelarse contra ella, Mirza? Yo no, desde luego. La acepto por completo, con infinita devoción. Pero es que estoy solo y desvalido. No tengo a nadie que me ayude.

– Pues es muy sencillo: repúdiala.

– No tiene familia -contesta ingenuamente Atiq, sin percatarse del creciente desprecio que le va cambiando la cara a su amigo, visiblemente espantado de tener que demorarse en un tema tan denigrante-. Sus padres murieron, sus hermanos se fueron cada cual por su lado. Y, además, no puedo hacerle eso.

– ¿Y por qué no?

– Acuérdate de que me salvó la vida.

Mirza echa el torso hacia atrás, como si los argumentos del carcelero lo cogieran por sorpresa. Adelanta los labios, inclina la cara hacia un hombro para poder vigilar al bies a su interlocutor.

– ¡Sandeces! -exclama-. Sólo Dios dispone de la vida y la muerte. Te hirieron cuando combatías a mayor gloria suya. Como no podía enviar a Gabriel a socorrerte, puso a esa mujer en tu camino. Te cuidó por la voluntad de Dios. Se limitó a cumplir con Su voluntad. Tú hiciste cien veces más: te casaste con ella. ¿Qué más podía esperar una mujer que te lleva tres años y era, por entonces, una solterona sin ilusiones y sin atractivos? ¿Puede haber generosidad mayor con una mujer que brindarle techo, amparo, honra y un apellido? No le debes nada. Ella es quien tiene que reverenciar ese gesto que tuviste, Atiq, y besarte uno a uno los dedos de los pies cada vez que te descalces. No está de más si no tenemos en cuenta lo que tú representas para ella. Sólo es una subalterna. Y, además, ningún hombre le debe nunca nada a una mujer. Las desdichas del mundo vienen precisamente de esa mala interpretación.

De repente, frunce el entrecejo.

– ¿No estarás tan loco como para quererla?

– Llevamos viviendo juntos alrededor de veinte años. No es ninguna tontería.

Mirza está escandalizado; pero se contiene e intenta no tratar con brusquedad a su amigo de la infancia.

– Vivo con cuatro mujeres, mi buen Atiq. Con la primera me casé hace veinticinco años; con la última, hace nueve meses. No me inspiran todas sino desconfianza porque en ningún momento he sido capaz de entender cómo les funciona la cabeza. Estoy convencido de que nunca me enteraré del todo de cómo piensan las mujeres. Será cosa de creer que las ideas les dan vueltas en sentido contrario a las agujas de un reloj. Da lo mismo que vivas un año o un siglo con una concubina, con tu madre o con tu propia hija; siempre tendrás la sensación de un vacío, algo así como una zanja traidora que te va aislando poco a poco para dejarte más expuesto a los imprevistos de tus descuidos. Cuanto más crees que has domesticado a esas criaturas visceralmente hipócritas e imprevisibles, menos oportunidades tienes de no caer en sus maleficios. Aunque calentases a una víbora pegada al pecho, eso no te inmunizaría contra su veneno. Y, en eso que dices de los años, su paso sólo puede apaciguar un hogar en que el amor de las mujeres traiciona la inconsistencia de los hombres.