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– Oye -le cortó Plinio-. ¿Y tú qué crees que puede haber pasado?

– Ni ajo. Ya se lo dije a los pulicias de aquí de Madrid. Ni ajo. Robarles no les han robao, porque sus cuartos, que deben ser bastanticos, los tienen en el banco. Aquí después de irse ellas no han tocao manos. Además, ¿qué les voy a decir? Ya lo sabrán ustedes, ellas salieron tan campantes y por lo demás son un alma de Dios, ¿quién iba a malquererlas? Y en tocante a las ansias, ya no están para trotar colchones. Qué lástima. Más castas son que san José bendito.

– ¿Y de la gente que venía por aquí?

– Conozco a to' el mundo que viene por aquí. Toas gentes, como Dios manda. Muchos de Tomelloso. Qué les voy a decir a ustés. Esto es un misterio más grande que el de la Encarnación.

– He notado que están todos los muebles cerrados con llave.

– Ah, eso sí. Aunque en la casa sólo estaban ellas. Vamos, y yo que es como si fuera de la familia, to' lo tenían siempre cerraíco. Ellas mismas se reían de su afán.

– ¿Y dónde guardan las llaves?

– Toas en el cajón derecho de la coqueta grande.

– ¿Y la del cajón de la coqueta?

– En su bolso. Una cada una. Pero no van ustés a encontrar na sospechoso. Pierdan cuidao.

La Gertrudis se expresaba con ademanes radicales y esquemáticos. Su verbo, aun mal pronunciado, rascaba como una rúbrica incisiva. A veces levantaba en el aire su mano deformada por el trabajo, con el índice muy derecho. Y cuando escuchaba, sus ojos hundidos en la carne mate y sin jugo se movían como azogue, sin pestañeo.

– ¿Las dos eran solteras y sin compromiso?

– ¡Uh, qué lástima! Pues claro. La María tuvo un novio, su único novio, que desapareció en la guerra. A la otra, según creo, nadie le dijo ajo. Guapas, la verdad, no han sido. Y además a mí siempre me parecieron mujeres de poco… vamos, de poco calor… Y ustés me entienden.

Don Lotario se sonrió.

– Ea, pos si es la verdad. A las mujeres calientes, aunque sean mayores, se les nota el trajín de la sangre. Pero éstas…

– Bueno -dijo Plinio apurando la cerveza-, como tendremos que preguntarte cosas de cuando en cuando, te llamaré a ese teléfono.

– Eso es. Yo voy a esa casa todos los días. Ustedes me llaman y vengo como una bicicleta, porque es ahí mismo, en Gravina. Pa' lo que necesiten, aquí está la Gertrudis. Y más siendo quienes son. ¡Pues no es na', Plinio y don Lotario!

Cansados del viaje decidieron no salir aquella noche, y después de cenar en el hotel, se pasaron al saloncillo que hay conforme se entra a la derecha por ver si venía el Faraón y fumarse un cigarro antes de irse a la cama.

En un sillón había cierta señora muy mayor, con aspecto de extranjera, que tenía un pequinés sobre el halda. En otro sillón, un negro joven leyendo un libro en inglés.

Desde que entraron, la señora del perro no les quitaba ojo. Por fin, al cabo de un rato les preguntó con acento francés:

– ¿Ustedes también son de Tomelloso?

– Sí, señora -contestó don Lotario-. ¿En qué lo ha notado?

– Porque todos los que vienen a este hotel son de ese pueblo.

– Menos ése -dijo señalando al negro con disimulo.

– No. Ni yo tampoco, pero este perrito, sí.

– ¿Sí?

– Sí. Me lo regaló una niña de Tomelloso. Es mi hijito.

Y quedó callada acariciando suavemente al pequinés, que parecía muy a gusto.

– Yo no tengo más familia que este «pegito». Todos murieron en Francia.

– ¿Y hace mucho tiempo que vive usted en España?

– Cinco años.

– ¿Le gusta nuestro país?

– No. Pero da lo mismo morir en un sitio que en otro.

Se hizo un silencio tan denso que hasta el negro lo notó y levantó del libro sus ojos de loza blanca.

Y la señora francesa, con el perro bajo el brazo, se levantó muy digna, hizo una inclinación de cabeza y se marchó.

Don Lotario hizo un gesto de extrañeza a Plinio. El negro volvió a su lectura arrellanándose en el sillón.

Asomó don Eustasio a ver quiénes quedaban en el saloncillo. Por encima de las gafas miró al negro. Charlaron un rato con él, que les contó cosas de la señora francesa, y en vista de que no venía el Faraón, bostezando, se fueron a sus dormitorios que estaban en el piso superior.

A primera hora de la mañana volvieron a Augusto Figueroa. Con ayuda de un agente que enviaron de la Dirección, abrieron el buzón y el cajón de la coqueta donde estaban todas las llaves de la casa. Y, pacientemente, empezaron el examen de ropas, cartas, fotos, recuerdos, armarios, cómodas y comodínes por si encontraban algo que les diese señal.

De cuanto pasó por sus manos y ante sus ojos durante la mañana, la única cosa que llamó la atención de Plinio y de don Lotario fue un feto, como de pocas semanas, conservado en un frasco de alcohol. Estaba en un rincón del estante más alto del armario de tres cuerpos, que había en la alcoba que debió ser de los señores Peláez.

– Será una reliquia familiar -dijo don Lotario.

Plinio dio la razón a don Lotario y confirmaron aquella condición de relicarios que debían tener las hermanas Peláez, porque también hallaron en cajas diversas matas de pelo, dientes de leche, un braguero de quebrado y un guante femenino con quemaduras.

– Sí… deben ser gentes muy recordadoras y muerteras.

Pasado el mediodía llamó la Gertrudis a avisarles que venía «al contao» a echarles unas cervecillas.

– No creas que esto de venir a Madrid y estar todo el día metido en este pisanco… -dijo de pronto don Lotario con aire de pataleta, mientras se asomaba al balcón.

Plinio quedó mirándolo con cara de «gagá»:

– Pues qué quiere usted que hagamos, ¿ir a Pasapoga? Hemos venido a trabajar.

– Sí, hombre, pero todo se puede hacer a la vez. Por ejemplo, darse un paseo por el Rastro, tomar un caldo en Lhardy, ir al Retiro un ratejo… Qué sé yo… A mí es que no me gusta trabajar así ba¡o cubierto.

– Pues lo que sea de aquí ha de salir… Y tiempo tendremos. Cuando acabemos el caso, dedicamos un día al folclore.

Plinio recordó el armario grande de un cuarto contiguo a la cocina y se fue hacia allá con el humor un poco averiado. Don Lotario continuó un rato ante el balcón lleno de sol y de claras fachadas, con cara mohína, y por fin, arrastrando los pies y con maldita la gana, fue donde estaba el Jefe.

Había conseguido abrir el gran armario. Estaba totalmente lleno de muñecos y muñecas de distintos tamaños, épocas y calidad. Todos limpios, bien trajeados y colocados con un orden casi aburrido. Docenas de ojos de cristal mirando a aquellos hombres. Manos alzadas con los dedos abiertos. Sonrisas congeladas. Labios rojos y muchas cabecillas rubias. Plinio contemplaba aquel muñequerío con ternura. Allí estaba, en múltiples figuras de China, cartón y plástico, simbolizada la maternidad frustada de las hermanas coloradas. Y a sus sesenta años largos, se las imaginaba en las tardes solaces, junto a aquel almacén de peponas, canturreándoles, mudándoles vestidos, durmiéndolas con nanas reviejas y quizás en un descuido, arrimándoselas al calor de sus tetas pasas, a sus labios barbecheras o acunándolas en sus haldas sin pecado. Tal vez por la noche se llevaban alguna, la preferida, hasta el embozo frío de su cama para intentar calentarlas con sus costillares tallados, con el blancor de su camisón, con la pelirroja hoquedad de sus sobacos. Todos los niños y niñas que no parieron y pensaron estaban multiplicados en aquel armario. Unos con chupetes, otras con lacitos, otras con un sombrero de playa inverosímil… Y Plinio trasladó el pensamiento a su hija, a su pobre hija, ya madura, que tal vez quedase sin matrimonio, soñando también en partos clamorosos, en hijos como capullones arrebujados en mantillas, en babas, besos y llantos nocherniegos. Una mujer con el papo intonso y la barriga sin creación es el ciprés más triste y entristecedor del mundo. Hay que darle su juego a la barriga y sudar en las noches entre abrazos y suspiros chillados; hay que parir de cuando en cuando echando cuerpos, placentas, licores y gritos. Hay, coño, que darle a la mitad del cuerpo de abajo lo que es suyo y no pasarse las noches como un busto de mármol sobre el embozo.