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Apagaron las luces y fueron hacia allá. Al pasar ante el teléfono que estaba en el pasillo Plinio cogió el cuaderno de direcciones.

Encendieron el brasero y una lámpara de mesa y se sentaron en amor y compaña. Liaron suscaldos y Plinio, con los primeros humos, se caló las gafas y empezó a ojear el cuaderno con su acostumbrada cachaza. En la lista de diligencias que le entregó el agente Jiménez, se veía poca labor y facilona.

El veterinario, con el sombrero hasta las cejas, el rostro astuto y el cigarrillo en la comisura, miraba a todos los rincones de aquella pieza, la más pequeña de la casa, pero en la que sin duda debían hacer su menuda y solitaria vida las hermanas coloradas. Según la información de Jiménez, no tenían más servicio que la asistenta que venía un día sí y otro no para lavar y hacer la limpieza. El resto de la semana permanecían solas las huérfanas del notario, según contó al comisario la propia asistenta, que fue la que descubrió la desaparición de sus viejas señoritas.

Llamaba la atención en aquel cuarto, que lo más visible de cada pared estaba cubierto de pequeñas y medianas fotografías enmarcadas, de familiares y amigos. Debían estar allí para tener siempre presente lo que fue lo más y mejor de su vida.

Don Lotario empezó un examen detenido mientras Plinio seguía con el cuaderno de los teléfonos. Muchas de las fotos estaban ya en pleno crepúsculo de sus sepias. Pronto, descoloridas por la luz, serían cartulinas pajizas sin perfiles ni manchas. Don Lotario pasaba rápido sobre los rostros de gentes desconocidas para él y pensaba que el recuerdo de las personas al poco de su muerte se despegaba de las memorias amigas y familiares como las sepias de aquellos retratos. Y pronto llegaba el día, que en todas las cabezas que nos retrataron y corazones que nos quisieron, no quedaba absolutamente ningún rabo de recuerdo. Y más luego, hechas partijas de nuestros papeles, enseres y trajes, desmontado el nicho para otros vecinos y rota la lápida, lo que fue nuestra vida v presencia, nuestra palabra y dengue, quedaban tan fuera de la realidad, tan aire, como antes de haber nacido. Y recordó al propósito, que cierta vez, que desolaron el piso de la sala de su casa, halló en el envés de una de aquellas baldosas de mármol antiguo, que en tiempos debió ser piedra de nicho, esta escritura: «Justo Martínez Lo… (1802- 1837)». Obsesionado por el hallazgo, durante meses indagó en el pueblo entre Lobos, López y Lorenzos. Entre Martínez y Justos Martínez por si alguien le daba seña del amo de aquel nombre que él y sus antepasados inmediatos pisaron durante toda la vida. Y fracasó. Que el archivo parroquial lo quemaron durante la guerra y el civil no alcanzaba tan lejos. O sea -se decía- que el tal Justo Martínez Lo… vivió treinta y cinco años sobre esta cáscara despectiva sin haber dejado la más liviana pestaña de memoria.

– ¡Justo Martínez Lo…! -gritó de pronto más atento a la realidad de su pensamiento que a la de fuera- sólo queda de ti en este valle de legañosos tu nombre cojo, que por una casual yo conservo en la memoria.

Al oírle aquel especie de planto, Plinio levantó los ojos del cuadernillo y quedó mirándole sobre los lentes. Pero como don Lotario continuó su examen sin darse por enterado del efecto de su recitación, el guardia, con gesto de no entender, volvió a sus teléfonos.

Hasta bien pasado un rato no habló don Lotario para decir:

– Mira Manuel, aquí hay más fotos del pueblo.

Se levantó y fue a mirar donde le señalaba el albéitar.

– Fíjate: están en la puerta del Ayuntamiento con el alcalde Francisco Carretero.

– Qué gordo estaba entonces el hermano Francisco.

– Debió ser un día señalado, porque los dos parecen muy bien trajeaos y Francisco lleva la vara.

– Oiga usted, don Lotario, ¿quién es un tal Justo Martínez Lo…?

– ¡Coño! ¿Y tú cómo sabes ese nombre?

– Lo acaba usted de mentar hace un momento.

– ¿Yo?

– Sí señor, usted ha dicho en voz alta: Justo Martínez Lo… Presente y qué sé yo qué retahila.

– Habré dicho: ausente.

– No recuerdo bien lo que siguió. Pero ya hace usted tertulia consigo mismo como aquel viajante catalán que iba al Círculo Liberal antaño, y se vendía a sí mismo la mercancía entre café y café. ¿No se acuerda usted?

– Sí hombre, ¡no me voy a acordar! Si una noche se lio a bofetadas con un cacho de aire a la vez que le decía: Toma Melitona, por puta. Toma, toma.

– Y cuando se tomaba seis u ocho copas de coñac… que se tomaba más cada noche, parecía que hablaba con mucha gente a la vez. Cuanto más coñac bebía, con más señores debatía. Ramoncillo Marín le llamaba el de la tertulia espiritual.

– … Pues usted anda por el mismo camino conversando con ese Justo Martínez…

Don Lotario se rio y contó a Plinio la historia de la baldosa de su casa.

Cuando acabaron estos devaneos, los dos amigos se pusieron a llamar a los teléfonos que venían en el cuadernillo de acuerdo con un plan que se hizo el guardia.

El primer teléfono correspondía a una tienda de ultramarinos. Don Lotario tomó la dirección que le dictó Plinio. Al segundo no contestó nadie. El tercero era de la casa donde avisaban a la asistenta, según explicaron. El cuarto, de la casa de don Jacinto Amat, confesor de las dos hermanas. Plinio pidió que se pusiese el cura y aprovechó para pedirle una entrevista. Se citaron para el día siguiente en el café Universal. Continuaron un buen rato con las llamadas hasta sacar una lista de gentes entre las que estaban una modista, un herbolario, el practicante, la lechería y gentes por el estilo. De todas maneras, a la vista de lo que ya sabían se hicieron el plan de trabajo para el otro día, y se disponían a marcharse a cenar al hotel cuando sonó el timbre de la puerta.

– Coño, Manuel, a que son las hermanas coloradasy nos quedamos sin caso -dijo el vete con todo el dolor de su alma.

Plinio no pudo evitar la carcajada y tosiendo por ella y el humo del cigarro que le llegó hasta las más estrechas angosturas de los bronquios, salió a abrir.

Era una mujer reseca y nerviosa, todavía joven, pero maltratada por el trabajo y tal vez la necesidad.

– Soy Gertrudis, la asistenta de las señoritas -dijo muy redicha.

Y como a pesar de la poca luz reconoció a Plinio, añadió:

– Anda, Dios mío, si es el Jefe Plinio.

– Pero, Gertrudis, no sabía que vivías en Madrid.

– Sí, señor, desde hace dos años. Como todo el mundo. ¡Atiza, y don Lotario aquí también! -añadió gozosa al verlo asomar-. ¡Cuando yo digo…! Qué gusto me da verlos. Así al pronto vestío de chaqueta no me apercibí, pero en cuanto que le oí hablar… ¿Y qué hacen ustés aquí?

– Nada. Que me han llamado a ver si aclaro la desaparición de tus amas.

– Ángela María. Pues yo es que he ido anca mi otra ama, donde voy algunos días, y me han dicho que me han llamao dende aquí. Y me he dicho, pues voy al contao… Como están cerquita, no sea que vaya a haber algún nuevo estropicio.

– No hay nada nuevo. Anda, siéntate.

– Si quieren ustés primero les sirvo unas cervezas, que están ahí en la nevera y se van a echar a perder. Y también hay jamón.

– Pues muy bien -dijo don Lotario-, pero tráete también para ti.

– ¡Ay qué gusto que me da verlos! ¡Qué gusto y qué gusto! -se fue diciendo por el largo pasillo.

Cuando iban a medias con el jamón y la cerveza, sentados los tres al amorcillo del brasero, empezó Plinio su interrogatorio:

– ¿Y tú cómo caíste en esta casa?

– Vaya, porque las señoritas siempre quieren pa' to' gente del pueblo. Aquí se come de to' lo de allí: morcillas, chorizos de Catalino, vino de González Fernández, queso de la Inocencia Torres. Y yo les hago de cuando en cuando gachas, galianos, migas con uvas. Ya digo, de to'. Le tomaron el gusto cuando vivieron allí… Y muy buenas que son las señoritas. Buenas a carta cabal. Más listas que cardona. Y movidicas, muy movidicas. Siempre de acá pallá. Limpias como los chorros del oro. Todos los días se lavotean de arriba abajo sin dejarse rodal. Y de primores los que se quiera. No tienen sacio, mire usted. Pa lavarse y trabajar no tienen sacio. Como son medias, piensan igual y hacen igual. Yo, muchas veces, sobre todo vistas en camisón, no sé cuál es una y cuál es otra. Una, ustés me entienden, es más nerviosa y dicharachera. La otra más mansa, con más pachorra, pero se mueven igualico y hacen los mismos gestos. Yo, ¿sabe usted, Manuel, por qué las distingo? Porque una de ellas, la señorita Alicia, tiene muy fea la uña del dedo gordo de la mano derecha. Se conoce que la mudó.