– Le aseguro -protesté- que tengo en muy alta estima el menor de sus actos. Que no le quepa duda alguna sobre mi humildad.
– Bueno -dijo-. En el fondo no soy mal muchacho. Así que voy a hacer una cosa. Voy a volver a dejarlo todo tal y como el otro lo había instalado. Porque, en cualquier caso, fue un colega quien se ocupó del asunto, y un fontanero tiene siempre sus razones. Con frecuencia se dice: «He ahí un tubo que no está derecho…» Y la gente se pregunta por qué, y con toda naturalidad acaba acusando al fontanero. Pero si de verdad se quiere llegar al fondo de la cuestión, se trata habitualmente de una razón que no se conoce, por lo que es preferible llegar a conceder que el tubo no estaba derecho. Pero no; la realidad es que era la pared… Mas, volviendo a nuestro asunto: lo dejaré todo como estaba. Después, tengo la seguridad de que funcionará.
Se me vino a la cabeza una observación: todo funcionaba antes de que llegase. Pero de hecho, quizá yo no tenía ni idea. La parábola del tubo derecho se me había quedado en la mente, así que me callé.
Conseguí volver a encontrar mi cama. Ruido de impacientes pasos resonaba en el piso superior. La gente resulta molesta. ¿No podrían acostarse nerviosamente en lugar de medir nerviosamente el suelo de su dormitorio? Acabé por rendirme a la evidencia: no.
La imagen de Jasmin me obsesionaba hasta la evidencia también, y maldije a su madre por alejarla de mí con una mala uva que nada justificaba. Jasmin tenía diecinueve años, y yo sabía que había conocido ya a otros hombres. Razón de más para que no dudase en admitirme en su intimidad. Sí, se trataba de su madre y de los celos. Sin embargo, me esforcé en pensar en una cosa muy distinta, en una gratuita ruindad, y me costó tanto trabajo llegar a concebir su forma exacta, materializada por medio de hilas de algodón rojo y blanco, que me desvanecí a mi vez durante un largo período. Desde el cuarto de baño, el zumbido del soplete de soldadura azuleaba los bordes de mi sueño con flecos desigualmente oxidados.
II
El fontanero llevaba ya en mi casa cuarenta y nueve horas seguidas. El trabajo estaba aún más lejos de quedar acabado, y pasaba yo por el vestíbulo para dirigirme a la cocina, cuando oí golpes en la puerta.
– ¡Abra! -me decían-, ¡Se trata de una emergencia…!
Abrí y vi a la vecina de arriba de pie delante de mí, y de luto riguroso. Su rostro mostraba las marcas de una desgracia reciente, y estaba chorreando sobre mi felpudo. Parecía que acabase de salir del Sena.
– ¿Se ha caído al agua? -le pregunté con interés.
– Perdone que le moleste, señor -dijo ella-. Es que tengo un escape de agua en mi casa… Llamé al fontanero, y tendría que haber venido hace tres días…
– Dentro tengo uno -contesté-, ¿No será quizá el suyo?
– Mis siete hijos se han ahogado -continuó diciendo-, Sólo los dos mayores respiran todavía, y ello porque el agua no les llega más que hasta el mentón. Pero si al fontanero le queda trabajo aún en su casa… No, no quiero molestarle…
– Me imagino que se equivocó -aventuré-. En cualquier caso, voy a preguntárselo para tener la certeza. En realidad, mi cuarto de baño funcionaba de manera satisfactoria.
III
Cuando entré en el cuarto de baño, estaba dando la última mano a una soldadura en forma de iris que venía a adornar una zona desnuda de la pared.
– Creo que tal y como ha quedado aguantará -me dijo-. Lo he vuelto a dejar todo exactamente como estaba. Tan sólo he añadido algunas soldaduras porque es lo que mejor se me da, y me gusta el trabajo bien hecho.
– Una señora pregunta por usted -le dije-. ¿No sería al piso de arriba al que debía ir?
– ¿No es éste el cuarto?
– El tercero -le dije.
– Sí, entonces me he equivocado -concluyó-. Voy a ver a esa señora. La empresa le mandará la factura. Pero no lamente nada… En un cuarto de baño siempre hay trabajo para un fontanero.
El camino desierto *
I
Un joven se disponía a casarse. Estaba terminando sus estudios de marmolista funerario en todos los estilos, y era de buena familia. Su padre dirigía la sección K de Calderas Tubulares y su madre pesaba sesenta y siete kilos. Vivían en el número 15 de la calle des Deux-Frères, y el papel de su comedor, desdichadamente, no se había cambiado desde 1926, y representaba naranjas de color naranja sobre un fondo azul de Prusia, lo que resulta feo. En los tiempos que corren no se hubiese puesto nada, y ello sobre un fondo de color diferente, más claro por ejemplo. Se llamaba Fidèle, y su padre Juste. Su madre también tenía nombre.
Como cada tarde, tomó el Metro para ir a clase, con una losa sepulcral debajo del brazo y sus herramientas en un maletín. A causa de la losa, acostumbraba viajar en litera a fin de evitarse las observaciones con frecuencia áridas, y capaces de estropear por tanto el pulido grano del material calcáreo, que uno se gana en los vagones ordinarios cuando va muy cargado.
En la estación de Denfert-Rocherau subió al mismo departamento un compañero de estudios, pero de la sección superior. Llevaba una losa sepulcral de mayores dimensiones, y en un capacho llevaba, además, una hermosa cruz de cuentas de vidrio violetas. Fidèle le saludó. La disciplina académica era severa, y todos los discípulos debían vestir traje negro y cambiarse de ropa interior dos veces por semana. Debían también abstenerse de actitudes fuera de lugar, tales como salir sin sombrero o fumar por la calle. Fidèle envidiaba la cruz violeta, pero el año avanzaba, y en dos meses más pasaría también él al curso superior. Entonces tendría acceso a las grandes losas sepulcrales y a dos cruces de cuentas de vidrio y una de granito que, en principio, no tenían derecho a llevarse a casa para trabajar. Dado su elevado precio, el material estaba marcado con el nombre del director del curso, pero de vez en cuando los alumnos recibían autorización para trabajar en sus propias casas determinadas combinaciones estéticas, a fin de que sacaran un provecho completo de las enseñanzas recibidas en clase. En la primera sección se estudiaban los mármoles destinados a niños de hasta trece, años, después se tenía derecho a los J-3 y, finalmente, en la tercera sección, se operaba sobre tumbas de adultos, que resultaban más interesantes y más variadas. Se trataba, por supuesto, de estudios teóricos: los conocimientos adquiridos se referían al proyecto y a la disposición de las losas. La ejecución del tallado y la realización material de la entalladura correspondían a los alumnos de la División de Realización. La Escuela disponía de una oficina de colocación y, por lo general, conseguía empleos para los alumnos que superaban las pruebas de la oposición de salidas, por parejas: un proyectista y un realizador seleccionados según sus respectivas afinidades, y después de una serie de pruebas según los métodos de la Sociedad de Transportes Parisinos. El futuro proyectista estudiaba igualmente la vertiente comercial del oficio y las relaciones con la clientela, lo que justificaba la necesidad de una perfecta corrección en cuanto a indumentaria y maneras.
Los dos condiscípulos se apearon juntos en la estación de Saint-Michel, y subieron por el bulevar. La sede social de los cursos estaba situada en las ruinas de las Termas de Juliano el Apóstata por autorización especial de los abates de Cluny, y una parte de las enseñanzas tenían lugar por la noche, al aire libre y en mitad de las ruinas, a fin de colocar a los alumnos en el estado de receptividad apropiado para el posterior afloramiento de una estética funeraria moderna y refinada.
Según se aproximaban a las ruinas, oyeron resonar el fúnebre tañido, y apretaron el paso, pues era la hora.