– ¡Sugestivo…! -apreció el mayor, mientras un escalofrío le recorría el espinazo.
XII
Noémi era verdaderamente linda, y lo siguió siendo incluso después de que el camión la hubiera despedido contra la acera. Su cabeza resonó y sus dientes entrechocaron con violencia. Su amiga se puso a gritar. La ambulancia no llegó acto seguido, y el hospital más cercano era el de Hôtel-Dieu.
Después la transportaron sobre una camilla. Por los pasillos, las enfermeras pasaban vaciando los cubos llenos de amígdalas o de apéndices que los ayudantes de los cirujanos acababan de sacar a la puerta de las salas de operaciones. Dos de ellas jugaban con un gran balón de oxígeno con bandas rojas y amarillas. Sobre la camilla, Noémi seguía teniendo bonitos labios rojos bien dibujados, sus cabellos de color rojo oscuro y su rectilínea nariz, pero sus ojos estaban cerrados.
XIII
– Ocurra lo que ocurra -dijo el mayor-, en esta llamada vas a decirle que venga de una vez y rápidamente, porque si no yo me largo.
– Sí -dijo Fidèle-. Voy a insistir. Nos está jorobando con sus enfermos…
– …Pero es que no puedo -dijo Laurent-. Acaban de traerme a una muchacha a la que ha atropellado un camión…
– Ven en cualquier caso -dijo Fidèle-. Deja que otro se ocupe de ella.
– Escucha -dijo Laurent-. No me gustaría… Además, es muy linda…
– Me das asco -dijo Fidèle-. Lo que acabas de decir te condena. Por favor, haz un esfuerzo.
– Está bien -dijo Laurent-. Pero si el burro de Duval se la carga, será culpa tuya.
– ¡A la mesa…! -bramaba el mayor.
XIV
Y, naturalmente, la operación salió bien, pero no para Noémi, quien falleció. Y como no quedaba ni un sitio para poner su cuerpo, se avisó en seguida a sus padres para que se lo llevaran a casa inmediatamente. Ella estaba ya envuelta en una sábana, pues resulta penoso constatar los efectos del trabajo que exige una fractura de cráneo, pero a los viejos les entregaron sus cabellos. Había habido que cortarlos, pues eran demasiado largos.
Los peces muertos *
I
La puerta del vagón se resistía, como de costumbre. En la otra punta del convoy el jefe de la gorra apretaba con fuerza el botón rojo, y el aire comprimido brotaba a chorros en el interior de los tubos. El ayudante se afanaba en intentar separar las dos hojas. Tenía calor. Gotas de sudor gris zigzagueaban sobre su rostro, como moscas, y podía verse el sucio cuello de su camisa de céfiro blindado.
El convoy estaba a punto de volver a ponerse en marcha, cuando el jefe soltó el botón. El aire regurgitó alegremente por debajo del tren y el ayudante estuvo a punto de perder el equilibrio, pues la puerta acababa de ceder de improviso. Se bajó dando traspiés, no sin desgarrar su macuto con el mecanismo de cierre.
El tren volvió a ponerse en marcha, y el desplazamiento atmosférico resultante lanzó al ayudante hacia las malolientes letrinas, en las que dos árabes estaban discutiendo de política a navajazos.
El ayudante se sacudió y se dio unos golpecitos en el pelo, que se aplastó sobre su fofo cráneo como hierba podrida. Un leve humillo brotaba de su semidescubierto pecho, en el que se dibujaban las clavículas prominentes, así como el agradable espectáculo de uno o dos pares de costillas desairadas y mal implantadas. Con paso torpe recorrió el andén, embaldosado con hexágonos rojos y verdes maculados de vez en cuando por prolongados regueros negros. Habían llovido pulpos durante toda la tarde, pero los empleados de la estación pasaban en ocupaciones inconfesables el tiempo que, según su monumental código, hubieran debido consagrar a la limpieza de los andenes.
El ayudante hurgó en los bolsillos y sus dedos dieron por fin con el grueso cartón ondulado que debía entregar a la salida. Sentía molestias en las rodillas, y la humedad de las charcas exploradas durante el día hacía chirriar sus mal afianzadas articulaciones.
En su macuto llevaba un botín más que respetable, hay que reconocerlo.
Alargó su billete al indeterminado hombre que estaba de pie detrás de la reja. El hombre lo cogió, lo miró y sonrió con ferocidad.
– ¿No tiene otro? -dijo.
– No… -dijo el ayudante.
– Este es falso…
– Pues ha sido mi patrón quien me lo ha dado… -dijo el ayudante amablemente, con una sonrisita y un imperceptible gesto.
El empleado rió con ironía.
– Entonces no me extraña que sea falso. Esta misma mañana nos compró diez.
– ¿Diez qué? -dijo el ayudante.
– Diez billetes falsos.
– Pero, ¿para qué? -dijo el ayudante.
Su sonrisa se iba atenuando y ladeándose hacia la izquierda.
– Para dárselos a usted -dijo el empleado-. En primer lugar, para que usted se ganara la bronca, bronca que ya le estoy echando; primo y secundo, para que se viera obligado a pagar la multa.
– ¿Multa por qué? -dijo el ayudante-. Tengo muy poco dinero.
– Porque es una cerdada viajar con billete falso… -dijo el empleado.
– ¡Pero si son ustedes los que los fabrican!
– Resulta necesario, puesto que hay individuos lo bastante cerdos como para viajar con billetes falsos. ¿O crees que es divertido fabricar billetes falsos todo el día?
– Seguro que harían mejor limpiando el andén -dijo el ayudante.
– Déjese de juegos de palabras -dijo el empleado-, Pague la multa. Son treinta francos.
– Eso no es verdad -dijo el ayudante-. Son sólo doce francos cuando no se lleva billete.
– Es mucho más grave llevar uno falso -dijo el empleado-. ¡Pague o llamo al perro!
– No vendrá -dijo el ayudante.
– No -dijo el empleado-. Pero, con todo, a usted le zumbarán los oídos.
El ayudante contempló el rostro lúgubre y descarnado del empleado, quien le devolvió una mirada venenosa.
– Tengo muy poco dinero -murmuró.
– Yo también -dijo el empleado-. Pague…
– Me da sólo cincuenta francos diarios… -dijo el ayudante-, y tengo que comer…
El empleado tiró de la visera de su gorra, y un toldillo azul descendió por delante de su rostro.
– Pague… -dijo mientras el índice y el pulgar de su mano se frotaban entre sí.
El ayudante sacó un monedero lustroso y recosido. Extrajo de él dos billetes de diez francos llenos de cicatrices, y uno más pequeño, de cinco, que sangraba todavía.
– Veinticinco… -propuso sin convicción.
– Treinta… -dijeron los tres dedos extendidos del empleado.
El ayudante suspiró y el rostro de su patrón vino a aparecer entre los dedos de su pie. Le escupió encima, justo en el ojo. Su corazón latía con más intensidad. El rostro se difuminó y se deslució. Depositó el dinero en la mano tendida y salió. Aún llegó a oír el ruidito que hacía la visera de la gorra al recuperar su posición habitual. Con paso lento llegó hasta el borde del repecho. El macuto le lastimaba las escuálidas caderas, y el mango de bambú de su red le golpeaba, siguiendo el ritmo de su paso, las malformadas y enclenques pantorrillas.
II
Empujó la verja de hierro, que cedió con un chirriar espantoso. Una gran lámpara roja se encendió en lo alto de la escalinata, y un timbre resonó débilmente desde el interior del vestíbulo. Entró con la mayor rapidez que pudo y volvió a cerrar la verja no sin electrocutarse, pues el dispositivo antirrobo no se encontraba en aquel momento en su posición habitual.
Comenzó a caminar por la alameda. Justo a mitad de camino, su pie tropezó con un objeto duro, y un chorro de agua helada brotó del suelo penetrándole entré el tobillo y el pantalón y empapándole hasta la rodilla.