– Está bien imitado -dijo el hombre.
– Salvo que no es de madera, sino de cartón -dijo el ayudante.
– ¿De veras? -dijo el hombre-. Juraría que es de madera. A no ser que no supiera que es de cartón, claro está.
– En cualquier caso -dijo el ayudante-, pensar que mi patrón me lo ha dado como si fuera verdadero…
– Uno de los buenos no cuesta más que doce francos -dijo el hombre-. Estos le salen mucho más caros.
– ¿Cuánto? -preguntó el ayudante.
– Le daré por él treinta francos -dijo el hombre, y se echó mano al bolsillo.
Por la soltura de tal gesto, el ayudante se dio cuenta de que debía tener malas costumbres. Pero el hombre sacó solamente tres billetes de diez francos falsificados con cáscara de nuez.
– Aquí tiene -añadió.
– ¿Serán falsos, por supuesto? -preguntó el ayudante.
– No puedo darle dinero del bueno a cambio de un billete falso, compréndalo -dijo el empleado.
– Claro -dijo el ayudante-, pero me quedo con el billete.
Contrayéndose, tomó un gran impulso, gracias al cual su delgado puño consiguió desnudar de su piel toda la parte derecha de la cara engorrada. El hombre se llevó la mano a la visera y cayó en posición de saludo, lo que originó que se golpeara el codo contra el duro cemento del andén, embaldosado con hexágonos, y en aquel preciso lugar, azules y fosforescentes.
El ayudante saltó por encima del cuerpo y siguió adelante. Se sentía impregnado por una vida caliente y límpida, y apretó el paso para trepar al repecho. Liberó su red de la correhuela que la sujetaba, y se sirvió de ella para la escalada. De pasada, iba atrapando los chapiteles de los postes de hierro que sostenían la reja de protección a lo largo de la vía construida en desmonte, y, tirando del mango, salvaba diestramente las cortantes piedras del sendero. Al cabo de algunos metros, la red, deshilachada, salió volando. Pensó que pasaría el aro de alambre alrededor del cuello de su patrón.
Muy pronto estuvo ante la verja, y la empujó sin precauciones. Esperaba recibir alguna descarga que vivificase aún más su cólera, pero no sintió nada y se detuvo. Delante de los escalones, algo se movía débilmente. Corrió a lo largo de la alameda. A pesar del frío, su piel empezaba a enrojecer, y notaba el olor olvidado de su cuerpo, del que emanaba cierto aroma a paja y a cucarachas.
Endureció sus bíceps filiformes, y sus dedos se crisparon sobre el mango de bambú. Su patrón, sin duda alguna, había matado a alguien.
Paró en seco, estupefacto, al reconocer el traje oscuro y el cuello reluciente de almidón. La cabeza de su patrón no era ya más que una masa negruzca, y sus piernas habían terminado de excavar dos profundos surcos rayados.
Una especie de desesperación se apoderó de él y comenzó a temblar con todos sus miembros, agitado por su cólera y por su deseo de matanza. A continuación, miró a su alrededor inquieto y trastornado. Había preparado montones de cosas que decir. Y era preciso decirlas.
– ¿Por qué lo hiciste, marrano?
«Marrano» resonó en el aire neutral con una sonoridad arcaica e insuficiente.
– ¡Marrano! ¡Cerdo! ¡Cabrón! ¡Merdoso! ¡Sucio cabrón! ¡Ladrón! ¡Crápula! ¡Cabrón!
Algunas lágrimas caían de sus ojos, pues el patrón no respondía. Entonces agarró el mango de bambú y se lo clavó en mitad de la espalda.
– Responde, viejo imbécil. Me diste un billete falso…
Apretó con todas sus fuerzas, y el mango penetró en los tejidos ablandados por el veneno. Le dio vueltas para obligar a salir a los gusanos, maniobrando el otro extremo del mango como si se tratase del astil de un giroscopio.
– Un billete falso, paja con cucarachas, mis treinta francos y además tengo hambre. ¿Y mis cincuenta francos de hoy?
El patrón ya casi no se movía y los gusanos habían dejado de salir.
– Quería matarte, sucio cabrón. Era preciso que te matara. Que te matara bien muerto, viejo imbécil, a ti, sí. ¿Y mis cincuenta francos, eh?
Sacó el mango de la herida y golpeó con gran fuerza sobre el carbonizado cráneo, que se deshizo como la corteza de un sufflé demasiado cocido. En el lugar de la cabeza del patrón ya no quedaba nada. La cosa terminaba en el cuello.
El ayudante dejó de temblar.
– ¿Prefieres desaparecer? De acuerdo. Pero, por mi parte, es preciso que mate a alguien.
Se sentó en el suelo, lloró como lo había hecho la víspera, y su cosa viviente acudió a paso ligero, en busca del calor de una amistad. El ayudante cerró los ojos. Sentía sobre la mejilla el contacto suave y tierno, y sus dedos se cerraron sobre el delicado cuello. La cosa viviente no hizo ni un solo movimiento para desasirse, y cuando la caricia se hizo fría en su mejilla, se dio cuenta de que la había estrangulado. Entonces se levantó. Fue dando traspiés a lo largo de la alameda y salió por fin al sendero. Giró a la derecha sin saber por qué, y el patrón ya no se movía en absoluto.
VII
Vio la gran charca de los sellos azules justo delante de él. La noche caía y el agua refulgía con reflejos misteriosos y lejanos. La charca era poco profunda. En ella había sellos por centenares, pero no tenían mucho valor, pues se reproducían durante todo el año.
Sacó dos estacas de su macuto y las clavó en las proximidades de la charca, a un metro la una de la otra. Entre las dos tendió un alambre de acero estridente, y pulsó con el dedo para obtener una nota triste. El alambre estaba situado a diez centímetros del suelo, paralelo a la orilla de la charca.
El ayudante se alejó algunos pasos, después se volvió haciéndole frente al agua, y caminó derecho hacia el hilo. Llevaba los ojos cerrados y silbaba una melodía tierna, la que más le gustaba a su cosa viviente. Andaba levemente, con pasos menudos, y sus pies tropezaron con el alambre. Cayó, con la cabeza en el agua. Su cuerpo permanecía inmóvil y, bajo la muda superficie, algunos sellos azules empezaban ya a adherirse a sus mejillas macilentas.
Blues por un gato negro *
I
Peter Gna salió del cine con su hermana. El aire fresco de la noche, con perfume de limón, sentaba bien después de la atmósfera de la sala, pintada de azul de Auvernia, con las lógicas consecuencias. Habían visto unos dibujos animados profundamente inmorales, y Peter Gna, furioso, hacía molinetes con su chaquetón canadiense, de tal manera que se cargó a una vieja dama todavía intacta. Los olores precedían a las personas por las aceras. Iluminada por las farolas y por las luces de los cines y de los coches, la calle cabrilleaba un poco. La cosa se ponía todavía más compacta en las callejuelas transversales, y ellos torcieron hacia Folies-Bergere. Un bar cada dos casas; dos chicas delante de cada bar.
– ¡Hato de sifilíticas! -refunfuñó Gna.
– ¿Todas? -preguntó su hermana.
– Todas -aseguró Gna-. Me las encuentro en el hospital y a veces te ofrecen las nalgas so pretexto de que se las han enlucido.
Su hermana sintió un escalofrío por la espalda.
– ¿Qué significa enlucido?
– Es cuando ya no se da la reacción Wassermann -dijo Gna-. Pero eso no prueba nada.
– Y que los hombres no se desganen… -dijo su hermana.
Giraron a la derecha e inmediatamente después a la izquierda, y algo maullaba bajo la acera. Entonces se detuvieron para ver de qué se trataba.
II
En principio, el gato no tenía ganas de pelea, pero cada diez minutos al gallo emitía un chillido estridente. Se trataba del gallo de la señora del primero. Lo estaban cebando para comérselo en el momento oportuno. Los judíos acostumbran comerse siempre un gallo en determinada fecha y, hay que decirlo, éste se deja comer. El gato estaba hasta la coronilla del gallo. Si por lo menos jugase… Pero no, siempre sobre sus dos patas y haciéndose el astuto.