Todavía tumbado en el suelo, André había reptado hasta la ventana y acechaba con angustia la llegada de los aviones y el ruido de la bomba que despertaría al abogado.
Se incorporó, intentó hacer correr agua del grifo, cuyo discreto chapoteo había dejado de oír, pero no obtuvo más que un ronco gorgoteo. El portero acababa de cerrar el contador en el sótano. Aun así se bebió el alcohol de la botella, que descendió en barrena por su esófago con un ronquido extraño, terminando por hacer el ruido de una bañera cuando se acaba de vaciar.
Un sentimiento humanitario le obligaba a avisar al abogado.
A tientas, en la oscuridad, volvió a quitarle dos zapatos a la cama, e introdujo con mucho esfuerzo sus pies en ellos. Se vio obligado a luchar con el lecho para conseguirlo, y una de las ruedecillas de hierro le despellejó la muñeca a lo largo de unos diez centímetros. Entonces, y disimuladamente, él le quitó dos tornillos por la parte de debajo y la cama se derrumbó, vencida, con un estrépito de chatarra muerta.
El ruido no despertó al abogado. Tendría que bajar.
Salió al descansillo, cerrando maquinalmente la puerta tras de sí, y entonces se dio cuenta de que las llaves se le debían haber olvidado en la chaqueta, sobre la silla. Se aseguró de su error hurgando maquinalmente en los bolsillos del pantalón. En ellos no llevaba más que un pañuelo y la navaja.
Cautamente, evitando hacer chirriar el segundo escalón, bajó pegado a la pared. El agujero más negro de la caja de la escalera, abismo submarino del que en cualquier momento podía surgir cualquier horror desconocido, dejaba escapar tufaradas de un olor mefítico, un relente de establo y alcantarilla. Aquella tarde habían cocido col en casa de la portera.
El timbre de la puerta del abogado estaba a la izquierda, a un metro veinte del suelo. Al primer intento, sin haber tanteado previamente, apretó a un lado.
Errando por la jamba, su mano encontró por fin el liso hueco de latón. Apretó, en su centro, la elástica protuberancia, cuyo contacto le produjo un estremecimiento.
La corriente eléctrica estaba cortada, pero quedaba una poca en los cables, y con ella bastaría, tal vez, para despertar al abogado. Para asegurarse aún más, André dio fuertes puntapiés en la puerta.
Mal cerrada por el embriagado abogado, ésta cedió a los golpes, y él se adentró en las tinieblas.
Tropezó, se pegó a la pared, y por fin llegó al comedor. Totalmente abierta, la ventana dejaba pasar una cincuentena de rayos de luna de grueso calibre, y el ancla, parada, refulgía débilmente bajo la lámina de cristal.
Entonces, el tiempo cesó por fin de escaparse, y André no oyó al abogado salir de su habitación, pues éste vivía ya en un mundo un minuto más viejo.
No le oyó, pero le vio, aunque muy lejos, y tuvo que alargar la navaja para franquear la distancia, y la vio a continuación escaparse, arrebatada por el tiempo junto con el sangrante pescuezo y el cuerpo sin vigor del abogado.
De repente, el final de la alerta impuso a la noche su acorde disonante. De un solo golpe, las luces volvieron a encenderse, y el ancla cesó de existir.
VI
La sombra del hueco de la escalera se difuminaba junto a las ventanas compuestas por trozos de vidrio multicolor contorneados con plomo.
Pesados y doloridos, sus pies le empujaban hacia la calle. Dos gatos blancos corrieron por delante de él tras surgir de un cubo de basura como la espuma surge de una botella de champaña.
El puente no estaba lejos, y la lisa superficie del parapeto convenía más a la marcha que el alquitrán descascarillado de la acera.
Entonces, la silueta del mayor, furioso por no haber aparecido en el relato, se irguió detrás de él y le agarró por el cuello. Con los hombros levantados, los brazos extendidos y la cabeza inclinada hacia delante, André gesticulaba unos centímetros por encima del parapeto, y gritaba:
– ¡Suélteme!
Pero era el único que sabía que el mayor lo había levantado en vilo, pues éste acababa de hacerse invisible. Y, para el resto del mundo, André desapareció en el río.
El ganso azul *
I
A dieciocho kilómetros del mediodía, es decir, nueve minutos antes de que el reloj dé las doce campanadas, puesto que iba a ciento veinte por hora, y ello en un vehículo automóvil, Faetón Sol se detuvo al borde de la umbrosa carretera, obedeciendo a la indicación de un pulgar apuntado hacia adelante y que era prolongación de un cuerpo prometedor.
Anaïs no se había decidido a practicar el autostop más que como último recurso, en virtud de la escasez de vil metal. La escasez concomitante y no menos efectiva de calzado explicaba su decisión final.
Faetón Sol se llamaba en realidad Olivier, y le abrió la portezuela. Jacqueline subió (Anaïs sólo era un nombre supuesto).
– ¿Vas a Carcassonne? -preguntó con voz de sirena.
– ¿Por qué no? -respondió Olivier-. Pero ¿qué carretera se debe tomar a la salida de Rouen?
En efecto, estaban muy cerca de El Havre, y rodaban hacia París.
– Yo te diré cuál -respondió Jacqueline.
Tres kilómetros más tarde, Olivier, que era de natural tímido, detuvo de nuevo su Faetón y se inclinó sobre la aleta izquierda provisto de una llave inglesa, a fin de modificar el ángulo del retrovisor.
Desde su asiento, y volviendo la cabeza a la izquierda, podría contemplar de tal modo, en sus tres cuartas partes, lo que resulta mejor que nada, a la joven sentada a su derecha, perspectiva que dibujó una maliciosa sonrisa en los labios del cerebro de Olivier, y una simple sonrisa en sus labios.
En la parte de atrás del coche iban, exactamente, el mayor, un perro y dos maletas. El mayor dormía, y las dos maletas no podían permitirse la ociosidad de hacer de rabiar al perro, sentado demasiado lejos de ellas.
Olivier colocó la llave inglesa en la caja metálica situada debajo del salpicadero, se acomodó y volvió a poner el coche en marcha.
Estaba deseando aquellas vacaciones desde el final de las precedentes, como todas las personas que trabajan mucho. Desde once meses atrás se preparaba, en efecto, para el momento, caro entre todos -sobre todo si se toma el tren-, de la huida en una mañana clara hacia las ardientes soledades de la Auvernia tropical, que se extienden hasta el Aude y no se enfrían hasta el crepúsculo. Recordaba ahora su última mañana en la oficina, el esfuerzo de colocar un pie a cada lado del teléfono y de arrojar al cesto de los papeles el taco de correspondencia recién recibida, la melosidad del aire huyendo de debajo del ascensor con un rechinar sedoso, el rayo de sol bailando delante de él, reflejado por su metálica pulsera, cuando regresaba a su apartamento en la calle del Muelle, los gritos de las gaviotas y de los pajarillos negros y grises, la animación un poco desmadejada del puerto, y el poderoso olor de la brea en el establecimiento del boticario Latulipe, su vecino de abajo.
Un carguero noruego estaba desembarcando en aquel momento un cargamento de remotos pinos cortados en maderos de tres a cuatro pies de largo, e imágenes de una vida libre en una cabaña de troncos cerca del lago Ontario recorrían el espacio ávidamente escrutado por los ojos de Olivier, que tropezó con un calabrote y se encontró sumergido en el agua enturbiada por el mazut, o por decirlo mejor, aligerada de mazut, ya que pesa menos que ella para igual volumen, y por las inmundicias del verano.