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Pero no se había atrevido a decirle esas palabras que siempre embarazan cuando se es tímido. Sí, regresó al hotel con ella, pero simplemente le dijo «buenas noches», como los días anteriores.

Ahora bien, aquella mañana pensaba decirle de una vez tales palabras. Mas en aquel momento la puerta de la habitación del mayor se abrió, y Olivier se quedó entre la hoja y la pared. Y Jacqueline, con un pijama de seda blanca escotado sobre sus firmes senos, salió de ella, cruzó el pasillo y se dirigió a la suya para peinarse y vestirse…

VI

La puerta del mayor no podría volver a cerrarse, porque el agua salada de las lágrimas había oxidado las bisagras…

El extr a *

I

Tendría que atravesar París en Metro, así que colocó todas las agujas de su despertador a las seis y media, y lo paró, además, para estar seguro de que no se pasaría de la hora. Deslizó debajo de él, a fin de no olvidarse de cogerla, la convocatoria de los Estudios, y preparó su par de calcetines blancos, así como una camisa limpia. La que llevaba puesta no la echó por ello a lo sucio, pues usada solamente durante dos días, debería prestarle servicio todavía dos días más. Limpió sus zapatos, cepilló su traje a lo largo, a lo ancho y en profundidad, terminó de desvestirse y se acostó. La noche, aquel día, resbaló, según iba cayendo, sobre un chaparrón particularmente húmedo, y cerró del todo un poco antes de lo que preveía el calendario. El cómputo eclesiástico quedó desarreglado, en consecuencia, durante dos días.

Se produjeron, además, desde medianoche hasta las tres y cinco, una serie de fenómenos especiales, tales como la desviación paradójica del extremo romo de la aguja de la brújula, la florescencia del soporte oeste de la Torre Eiffel, una tormenta irrevocable bajo la latitud 239 y una diabólica conjunción de Saturno con la nebulosa de arriba a la izquierda. De tal modo, al levantarse, no vio la convocatoria debajo del despertador, por lo que tuvo que llevarse éste en su lugar. A las siete y media se apeaba del último vagón del Metro, y tuvo que recorrer todo el andén para salir por el acceso deseado. En lo alto de las escaleras, al lado del quiosco de la vendedora de prensa, cuya estantería se enorgullecía de una cabeza disecada del presidente Krüger, recuerdo de la guerra de los boers, tres jóvenes estaban esperando junto a un contrabajo y diversos estuches oblongos, con revestimiento negro y de aspecto inquietante.

Cuando pasaba a la altura del grupo, un trombón logró escapar y salió corriendo a lo largo de las paredes alicatadas de blanco, serpenteando a toda velocidad. Colaboró a su captura y, a continuación, a su reencuentro en el estuche, y le pareció que la jornada comenzaba bien.

Al salir del Metro, había que caminar hasta el puente, atravesar el río y, después de girar a la derecha, costear la orilla durante unos doscientos o trescientos metros.

Hacía un bonito y despejado día con inquietudes en la superficie del agua. Algo fresco, pues todavía era muy temprano, y un poco ventoso sobre el puente.

A la derecha, en el extremo de una isla bastante verde, pudo distinguir una pequeña edificación circular constituida por un tejado de pizarra sostenido por ocho columnas estriadas, y que podría describirse mucho más sucintamente y con precisión acrecentada con sólo compararlo con el Templo llamado del Amor, en Versalles, departamento de Seine-et-Oise. Los animosos bañistas de las cinco de la tarde solían dejar en él sus ropas y virtud.

El camino descendía, a partir del puente, hacia los Estudios y, vereda abajo, amontonamientos de piedras de respetable tamaño se alineaban junto a la orilla a lo largo de cincuenta metros, destinados, sin duda alguna, al inacabado paramento de los accesos del puente, llamado eslinga entre las gentes del oficio. El bastante pronunciado estiaje dejaba al descubierto una franja de miserable vegetación, así como zonas de negruzca arena sembradas de inmundicias diversas entre las que quejumbrosos desarrapados buscaban su pan cotidiano con ayuda de un cayado. Y pescadores vestidos con monos descoloridos y con alpargatas, estaban agitando ya putrefactos gusanos ante los cansinos hocicos de febriles peces.

Algunos árboles surgieron de la acera a unos cuantos decámetros de él, y justo antes de empezar a desarraigarles de pasada, se topó con la puerta cochera de los Estudios. Se componía ésta de dos hojas de palastro unidas en la parte superior por un listón de metal y, abajo, por el suelo, sobre el que se caminaba, y que constituía el cuarto lado del marco. El conjunto aparecía pintado de verde oscuro, deslucido por la humedad y los meteoros. Una puerta más pequeña se abría sobre la hoja de la derecha, la puerta peatonal, y fue por ella por donde pasó. En el patio había un hermoso árbol, verdadero, automóviles antiguos y menos antiguos, y una grúa formada por un tubo de calderería acodado y atirantado, proveniente sin duda del naufragio de la Duse. También se veía, en una esquina, el cadáver de un lapón.

Al fondo del patio y un poco a la izquierda, distinguió la acristalada caseta del conserje, situada junto al reloj fichador, así como un largo pasadizo bordeado de talleres y de almacenes de decorados. El pasadizo giraba en un ángulo recto al cabo de unos doce metros, y se trifurcaba, por una parte hacia el plató B, por otra hacia los camerinos y el plató A, llevando la tercera vía directamente al cielo. En la trifurcación se hallaba también la sala de proyecciones, con la cabina del operador, un corpulento hermafrodita que a los doce años se zampaba ya cinco escalopas de ternera en cada comida. Una gran vidriera cubría el conjunto, y las paredes de los corredores, de los almacenes y de los talleres, no llegaban hasta el techo, lo que daba al conjunto la apariencia de una ciudad en miniatura perpetuamente cubierta, monstruosa cópula, como diría el hermano E. Zola, de la que no resultaban más que escuchimizados figurones por completo desprovistos de color en el corte.

Antes de llegar a los camerinos se encontraba, a la izquierda, el estudio de los dibujantes, a continuación el cubil del director de producción, con su secretaria, una morena de ojos azules cuya dermis se exfoliaba desagradablemente en el dorso de sus ijares. Los camerinos y las dos salas de maquillaje estaban distribuidos alrededor de dicho cubil de una manera demasiado irregular como para que cualquier tipo de descripción que no fuera fotográfica pudiese dar una idea satisfactoria.

Tal fue la primera impresión que tuvo de los Estudios Cinestropicio.

Se cruzó al pasar con dos tramoyistas y obtuvo un tercer y canijo tramoyista vestido por completo, y con los mismos colores que los dos precedentes. Entró en el despacho del director de producción y la secretaria de éste visó su convocatoria, encontrada en el último instante dentro de su bolsillo debajo del despertador, y le indicó cuál era su camerino. Salió, atravesando el corredor principal, y se internó por un pasillo secundario perpendicular, que llevaba a los camerinos del 11 al 20. Él ocupaba el 16 junto con otros dos extras. El camerino era estrecho, garabateado en color blanco crema, y disponía de dos espejos, un lavabo y tres potentes bombillas eléctricas que iluminaban, con sordo fragor, una zona atmosférica con forma de concoide.

El lavabo, de pórfido y guano, brillaba con el esplendor de sus bruñidos cromados, y el desagüe no funcionaba.

Sus dos compañeros de camerino no habían llegado todavía. Se quitó la chaqueta, colocó en un estante su cartera, que contenía la camisa limpia y su almuerzo, compuesto por una rodaja de pescador escabechado colocada entre dos rebanadas de pan, y dos tomates anestesiados por precaución, bebió en el cuenco de sus dos manos un poco de agua del grifo, pues sentía el gaznate seco y ruidoso como papel crepé, y volvió a salir para observar los que iban llegando.

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