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– ¿O sea que… bien? -preguntó Paton.

Lune se sonrojó.

– Eres asqueroso. No comprendes los sentimientos en absoluto.

– El caso es que no la ves esta tarde, ¿no? -dijo Paton.

– No -dijo Lune-. ¿Qué podría hacer para entretener la velada?

– Si quieres podemos ir a los Almacenes Generales -dijo Paton-, Siempre hay gente que acude a birlar comestibles.

– No estamos de servicio -dijo Lune.

– No importa, bastará con que vayamos -dijo Paton-, Resulta divertido, y siempre tendremos oportunidad de detener a alguien. Claro que, si lo prefieres, podemos ir al…

– Paton -dijo Lune-, no creí que fueras tan cerdo. ¿Es que acaso no te das cuenta? No podría hacer eso en estos momentos.

– Estás sonado -dijo Paton-. Bueno, no quiero ponerme pesado. Iremos a los Almacenes Generales. Pero llévate el iguala-cristianos, tal vez hasta consigamos hacer algún blanco.

– ¡Cómo que alguno! -dijo Lune, muy excitado-. Por lo menos nos cargamos a dos docenas…

– Me parece que te has enamorado en serio -dijo Paton.

V

Paton entró en primer lugar. Lune le seguía de cerca. Recorrieron el muro de ladrillo machacado y llegaron a la brecha cuidadosamente mantenida por el vigilante para evitar que los ladrones degradasen el muro al escalarlo. Pasaron por ella. La brecha daba a un estrecho sendero provisto, a una y otra parte, de alambradas de púas que sólo dejaban a los ladrones la posibilidad de adentrarse por el camino marcado. En el suelo, aquí y allá, se habían acondicionado agujeros para permitir a los polis agazaparse y apuntar con cuidado. Lune y Paton escogieron uno de dos plazas. Se instalaron cómodamente en él, y todavía no habían transcurrido dos minutos cuando llegó a sus oídos el ruido del motor del autobús que traía a los ladrones a pie de obra. Oyeron, en efecto, el tintineo de la campanilla, y los primeros ratas aparecieron en la brecha. Lune y Paton se cubrieron los ojos para no verlos. Resultaba más divertido cargárselos al regreso. Pasaron. Iban todos descalzos, a causa del ruido y también porque los zapatos son caros. Habían pasado ya.

– Confiesa que te gustaría más estar con ella -dijo Paton.

– Sí -dijo Lune-. No sé lo que me pasa. Debo estar enamorado.

– Ya te lo he dicho -confirmó Paton-. Además, le haces regalos.

– Sí -dijo Lune-, Le he regalado un brazalete de abeto azul. Se puso muy contenta.

– Se contenta con poco -dijo Paton-. Ya no se llevan.

– ¿Quién te lo ha dicho? -preguntó Lune.

– Eso no te incumbe -dijo Paton-. ¿Le metes mano cuando estás con ella?

– Cállate -dijo Lune-. No se debe bromear con eso.

– Siempre has tenido debilidad por las rubias -dijo Paton-, Pero se te pasará, como con las otras. Es muy flaca.

– Habla de otra cosa -dijo Lune-. Tampoco me gusta que digas eso.

– Me aburres -dijo Paton-. Acabarás perdiendo puestos en la Escuela si no piensas más que en ella.

– No -dijo Lune-. ¡Atención, ahí vuelven…!

Dejaron pasar al primero, un señor calvo que se llevaba un saco de ratones en almíbar. A continuación, Paton disparó. Uno muy flaco cayó haciendo «¡cuic…!», y sus paquetes rodaron por el suelo. Paton acabó de darle su merecido, y Lune disparó a su vez. Consiguió alcanzar a dos, pero volvieron a levantarse y lograron llegar a la brecha. Lune echaba pestes como un verdadero demonio, y la pistola de Paton se encasquilló. Otros tres se escabulleron delante de sus narices. Una mujer venía en último lugar, y Lune, furioso, vació su cargador sobre ella, mientras que Paton salía del agujero para completar el trabajo. Pero ya estaba muerta del todo. Una rubia muy linda. En sus desnudos pies, la sangre barnizaba las uñas de rojo y lucía un flamante brazalete de abeto azul en la muñeca izquierda. Era muy flaca. Debía de haber muerto en ayunas, lo que resulta mejor para la salud.

El viaje a Khonostrov *

I

La locomotora lanzó un grito estridente. El maquinista comprendió que el freno actuaba con demasiada fuerza y giró la manivela en el buen sentido, al mismo tiempo que un hombre con gorra blanca silbaba a su vez para decir la última palabra. El tren se puso en marcha lentamente. La estación estaba húmeda y oscura y no le apetecía quedarse en ella.

Había seis personas en el departamento, cuatro hombres y dos mujeres. Cinco de entre ellas intercambiaban vocablos, pero la sexta no. Partiendo de la ventana, en el asiento de enfrente y de izquierda a derecha, estaban Jacques, Raymond, Brice y una joven rubia muy bonita, Corinne. Frente a ésta se sentaba un hombre cuyo nombre no conocía nadie, Saturne Lamiel, y, frente a Raymond, otra mujer, morena, no demasiado guapa, pero que enseñaba las piernas. Se llamaba Garamuche.

– El tren vuelve a ponerse en marcha -dijo Jacques.

– Hace frío -dijo Garamuche.

– ¿Jugamos a las cartas? -dijo Raymond.

– ¡Trucos no! -dijo Brice.

– La verdad, no son ustedes muy galantes -dijo Corinne.

– ¿Y si se pusiera usted entre Raymond y yo? -dijo Jacques.

– Eso, sí -dijo Raymond.

– Me parece muy buena idea -dijo Brice, que no era galante.

– Entonces quedará frente a mí -dijo Garamuche.

– Yo me pondré a su lado -dijo Brice.

– No se muevan -dijo Raymond.

– Venga de una vez -dijo Jacques.

– Ya voy -dijo Corinne.

Se levantaron todos a la vez e intercambiaron los asientos, por lo que resulta necesario volver a empezar desde el principio. Sólo Saturne Lamiel no había cambiado de lugar, y seguía sin decir palabra. De manera que, partiendo de la ventana, en el asiento de allá y de izquierda a derecha, estaban Brice, Garamuche, un espacio vacío y Saturne Lamiel. Frente a Saturne Lamiel, un espacio vacío. Y a continuación, Jacques, Corinne y Raymond.

– Estamos mejor así -dijo Raymond.

Lanzó una mirada a Saturne Lamiel, quien la recibió de lleno en los ojos y parpadeó, pero no dijo nada.

– No estamos peor -dijo Brice-, pero casi.

Garamuche volvió a colocarse bien la falda. Empezaban a poder verse los gemelos niquelados de que se servía para sujetar las medias… y se las arregló para que pudiera verse lo mismo desde un lado que desde el otro.

– ¿No le gustan mis piernas? -le dijo a Brice.

– Escuche -dijo Corinne-, se está comportando mal. No se pueden preguntar esas cosas.

– Qué cosas tiene usted -dijo Jacques a Corinne-. Si su cara fuera como la suya, también enseñaría las piernas.

Miró a Saturne Lamiel, pero éste, sin volver a otro lado la cabeza, fijó su atención en algo que parecía bastante lejano.

– ¿Y si jugáramos a las cartas? -dijo Raymond.

– ¡No! -dijo Corinne-, Las cartas no me divierten. Prefiero charlar.

Se produjo un instante de tensión y todos sabían por qué. Brice buscaba pelea.

– Si no hubiera en este departamento personas que se niegan a responder cuando se les habla -dijo-, las cosas irían mejor.

– ¡Vaya! -dijo Garamuche-, ¿Por qué me ha mirado a mí, eh, antes de decir eso? ¿Acaso no le respondo?

– No se estaba refiriendo a usted -dijo Jacques.

Tenía el cabello castaño y los ojos azules, así como una bonita voz de bajo. Iba recién afeitado, pero la piel de sus mejillas resultaba tan azul como el dorso de una caballa cruda.

– Si Brice tiene algo contra mí -dijo Raymond-, tal vez sería mejor que lo dijera claramente.

Miró a Saturno Lamiel por segunda vez. Saturno Lamiel parecía absorto en sus pensamientos.

– En otras épocas -dijo Corinne- se conocían procedimientos para hacer hablar a las personas. Por ejemplo, durante la Inquisición. He leído algo a ese respecto.

El tren marchaba deprisa ahora, pero ello no le impedía hacer con sus ruedas la misma reflexión cada medio segundo. Fuera, la noche estaba fea, y en la arena de la estepa se reflejaban algunas estrellas. De vez en cuando un árbol abofeteaba con sus hojas más adelantadas el vidrio grande y gélido.

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* Titulo originaclass="underline" Le voyage à Khonostrov.