Выбрать главу

Y se inclinó sobre Saturne.

– ¿Va usted a Khonostrov?

Saturne abrió un ojo y volvió a cerrarlo.

– ¡Qué cerdo! -dijo Brice con rabia.

Arrodillándose a su vez delante de Saturne, levantó uno de sus pies, sin fijarse bien en cuál.

– Si le queman primero las uñas -explicó Corinne-, la cosa duele más y tarda más tiempo en cicatrizar.

– Dame el soplete -le dijo Brice a Raymond.

Raymond le alargó el soplete, y Brice paseó la llama por la puerta del departamento para ver si calentaba. El barniz empezó a fundirse despidiendo un desagradable olor.

Los calcetines de Saturne olieron todavía peor cuando empezaron a arder a su vez, señal por la que Garamuche reconoció que eran de pura lana. Corinne no miraba, sino que había abierto un libro. Raymond y Jacques esperaban. Del pie de Saturne brotaba humo, así como un intenso chisporroteo y un olor a cuerno quemado, y goterones negros empezaron a caer en el suelo. El pie de Saturne se contraía en la sudorosa mano de Brice, quien tenía dificultades para retenerlo. Corinne dejó un instante su libro y bajó un poco el cristal para que saliese el olor.

– Un momento -dijo Jacques-, Intentémoslo otra vez.

– ¿Quiere jugar a las cartas? -propuso Raymond con amabilidad, volviéndose hacia Saturne.

Saturne se acurrucó en su rincón del departamento. Tenía la boca un poco torcida y la frente algo crispada. Consiguió sonreír, no obstante, y cerró los ojos con más fuerza.

– Inútil -dijo Jacques-. Se niega a hablar.

– ¡Pedazo de cerdo! -dijo Brice.

– Es un individuo mal educado -dijo Raymond-. Cuando se encuentran seis personas en un departamento de ferrocarril, lo correcto es hablar.

– O hacer algo divertido -dijo Garamuche.

– ¡Cierre el pico de una vez! -dijo Brice-. Ya sabemos lo que le apetece.

– Podría intentarlo con las tenazas -observó Corinne en aquel momento.

Y al levantar su linda cara, sus párpados aletearon como élitros de mariposa.

– En el hueco de las manos podrá encontrar interesantes elementos a los que dedicarse.

– ¿Dejamos entonces el soplete? -dijo Brice.

– No, no; continúen los dos -dijo Corinne-. ¿Qué prisa tienen? Khonostrov queda lejos todavía.

– Verán cómo termina por hablar -dijo Jacques.

– ¡Seguro! -dijo Garamuche-. Pero en cualquier caso, es un grosero.

Sobre el rostro oval de Saturne Lamiel se dibujó una fugitiva sonrisa. Brice volvió a empuñar el soplete y se concentró en el otro pie, justo en medio de la planta, en tanto que Raymond revolvía en el contenido del maletín.

La azulina llama del soplete consiguió atravesar el pie de Saturne en el preciso momento en que Raymond daba con el nervio. Jacques le animaba.

– Prueben a continuación debajo de la rodilla -sugirió Corinne.

Extendieron el cuerpo de Saturne sobre uno de los dos asientos para trabajar con más comodidad.

El rostro de Saturne estaba blanco por completo, y sus ojos habían cesado de moverse debajo de sus párpados. En el departamento se dejaba notar una violenta corriente de aire, pues el olor a carne achicharrada había aumentado hasta hacerse insoportable, y a Corinne eso no le agradaba.

Brice apagó el soplete. De los pies de Saturne se desprendía un negruzco humor sobre el manchado asiento.

– ¿Y si descansamos un minuto? -dijo Jacques.

Y se secó la cara con el dorso de una mano. Raymond se llevó una de las suyas a la boca, pues sentía deseos de cantar.

La mano derecha de Saturne, por su parte, parecía un higo reventado. De lo que había sido pendían trozos de carne y de tendones.

– Es un tío duro -dijo Raymond.

Y se sobresaltó al ver el resto de la mano de Saturne cayendo a plomo sobre el asiento.

No podían sentarse los cinco en el otro, y entonces Raymond salió al pasillo, después de haber sacado una hoja de papel de lija y una lima del maletín amarillo para pulirse las manos. De tal modo, desde la ventana a la puerta se podía reconocer a Corinne, Garamuche, Jacques y Brice.

– ¡Pedazo de grosero! -dijo Jacques.

– No quiere hablar -dijo Garamuche.

– ¡Eso lo vamos a ver! -dijo Brice.

– Voy a proponerles otra cosa -dijo Corinne.

II

El tren seguía rodando por la blanca estepa, y se cruzaba con filas de mendigos que regresaban del mercado subterráneo de Goldzine.

Era pleno día ahora, y Corinne contemplaba el paisaje, que se dio cuenta y se escondió modestamente en una conejera.

A Saturne Lamiel no le quedaba más que un pie y brazo y medio, pero, como se había dormido, razonablemente no cabía esperar que hablara.

Goldzine quedó atrás. En seguida Khonostrov. Apenas seis verstas.

Brice, Jacques y Raymond se sentían agotados, pero su moral se mantenía alta gracias a tres cordones verdes, uno para cada uno.

La campanilla teologal resonó en el pasillo, y Saturne tuvo un sobresalto. Brice soltó la aguja y Jacques estuvo a punto de quemarse con la plancha eléctrica que tenía en la mano. Raymond continuó buscando con dedicación el emplazamiento exacto del hígado, pero el tirachinas de Brice carecía de precisión.

Saturne abrió los párpados. Se sentó con grandes esfuerzos, pues la falta de la nalga izquierda parecía desequilibrarle, y se subió la manta escocesa a lo largo de su pierna hecha jirones. Los zapatos de los demás chapoteaban en el suelo, y había sangre en todos los rincones.

Fue entonces, sacudiendo su pelo rubio, cuando Saturne les dedicó una agradable sonrisa.

– No soy muy dicharachero, ¿verdad? -dijo.

Justo en aquel momento el tren entraba en la estación de Khonostrov. En ella se apeaban todos.

El cangrejo *

I

Jacques Thejardin estaba en la cama, enfermo. Había atrapado la peste de los cangrejos tocando su flautín agreste expuesto a una perniciosa corriente de aire. La orquesta de música de cámara de la que formaba parte se avenía, en efecto, puesto que los tiempos eran duros, a prodigarse en un simple pasillo. Pero aunque los músicos conseguían de tal manera sobrevivir a pesar de la mencionada inclemencia de los tiempos, ello no era grave sin riesgo para su salud. Jacques Thejardin no se sentía bien. La cabeza se le había alargado en un solo sentido, sin que el cerebro hubiera seguido esa tendencia. Así, poco a poco, y en el vacío que se había formado, se le fueron introduciendo cuerpos extraños, pensamientos parasitarios y, más fluido e invasor, un dolor en forma de lentejuelas semejante a ácido bórico rallado. De cuando en vez, Jacques Thejardin tosía, y entonces los cuerpos extraños se estrellaban violentamente contra la pared de su cráneo, subiendo a continuación con brusquedad a lo largo de su curvatura, al igual que las olas en una bañera, para volver a caer sobre sí mismos con un crujir de saltamontes despachurrados. Aquí y allá estallaba a veces una burbuja, y menudas proyecciones blanquecinas, pastosas como el mondongo de una araña, constelaban la bóveda ósea, resultando arrastradas casi inmediatamente después por los remolinos. Jacques Thejardin acechaba con angustia, después de cada acceso, el momento en que volvería a toser, y a tales efectos contaba los segundos con ayuda de un reloj de arena graduado que reposaba sobre su mesilla de noche. Le atormentaba también la idea de no poder ejercitarse con su flautín, como de costumbre. Sus labios se iban a reblandecer, y sus dedos a desachatar, por lo que sería preciso empezar de nuevo. El flautín agreste exige, en efecto, de sus adeptos una voluntad aterradora, pues es muy difícil aprender a tocarlo, y se olvida muy deprisa lo poco que se aprende. Mentalmente procuraba repasar la cadencia del decimoctavo movimiento sinfónico en bemol llano que estaba estudiando, y los trinos del quincuagésimo sexto y quincuagésimo séptimo compases contribuyeron a incrementar su malestar. Como sintiese llegar el acceso, se llevó la mano a la boca para intentar contener por lo menos una parte. Pero aquél terminó por subir, se hinchó en su tráquea, y brotó en aparatosos y turbulentos chorros. El rostro de Jacques Thejardin adquirió una tonalidad púrpura, y sus ojos se inyectaron en sangre. Se los enjugó con la punta de un pañuelo que había escogido de color rojo para no mancharlo.

вернуться

* Título originaclass="underline" L'écrevisse.