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Mientras el señor Lyell hablaba, el Frances se acuclilló junto al ictiosaurio y deslizó un dedo por sus costillas, que estaban casi completas y bellamente espaciadas como barrotes de hierro. No podía quedarme allí sentada mientras él estaba agachado con los muslos tan cerca de mí. Cogí una cuchilla, me arrodillé junto a la quijada del icti y empecé a raspar el esquisto que tenía pegado.

– Nos gustaría examinar con mayor detenimiento los especímenes que ha encontrado, si es posible, señorita Anning -prosiguió el señor Lyell-. También nos gustaría ver el lugar del que proceden… estos ejemplares y el plesiosaurio que descubrió en diciembre. Un espécimen excepcional, con un cuello y una cabeza extraordinarios.

Me quedé paralizada. Me parecía sospechoso que sacara a colación la parte más preocupante del plesi.

– ¿Lo ha visto?

– Por supuesto. Estaba presente cuando llegó a la sede de la Sociedad Geológica. ¿No se ha enterado de lo que ocurrió?

– No me he enterado de nada. A veces me siento como si estuviera en la luna, porque apenas me entero de lo que pasa en el mundo científico. Una persona me iba a mantener informada, pero… Señor Lyell, ¿conoce a Elizabeth Philpot?

– ¿Philpot? No, no he oído ese apellido, lo siento. ¿Debería conocerla?

– No, no. -Sí, pensé. Sí, debería conocerla-. ¿Qué estaba diciendo… del plesiosaurio?

– Llegó a Londres más tarde de lo previsto -explicó el señor Lyell-, casi dos semanas después de la reunión de la sociedad en la que el reverendo Conybeare habló de él. Debe saber, señorita An-ning, que en la reunión el reverendo Buckland elogió su técnica de recogida de fósiles.

– ¿De verdad?

– Ya lo creo. El caso es que cuando por fin llegó el plesiosaurio los hombres no pudieron subirlo por la escalera porque era demasiado ancho.

– Un metro ochenta de ancho medía el armazón. Lo sé porque lo construí yo. Tuvimos que colocarlo de lado para sacarlo por la puerta.

– Desde luego. Se pasaron casi un día entero intentando subirlo a las salas de conferencias. Sin embargo, al final hubo que dejarlo en la entrada, donde muchos miembros de la sociedad acudieron a verlo.

Vi que el Frances avanzaba a gatas entre el icti y el plesi para llegar a la aleta delantera de este. Moví la cabeza en su dirección.

– ¿Lo ha visto él?

– No en Londres, pero cuando fuimos de Oxford a Birmingham, paramos en Stowe House, adonde lo ha llevado el duque de Buckingham. -El señor Lyell, aun siendo educado como correspondía a un caballero, hizo una pequeña mueca-. Es un espécimen espléndido, pero está bastante apretado entre la extensa colección de objetos brillantes del duque.

Guardé silencio, con la mano en la quijada del icti. De modo que aquel pobre espécimen iría a parar a la casa de un hombre rico, donde pasaría inadvertido entre todos los objetos de plata y oro. Me habría echado a llorar.

– Entonces ¿él.-pregunté señalando con la cabeza a monsieur Prévost-va a decirle a monsieur Cuvier que el plesiosaurio no es falso? ¿Que de verdad tiene la cabeza pequeña y el cuello largo, y que no hemos juntado dos animales distintos?

Monsieur Prévost alzó la vista del plesi que estaba examinando con una expresión de interés que me hizo pensar que entendía nuestra lengua mejor de lo que la hablaba.

El señor Lyell me sonrió.

– No es necesario, señorita Anning. El barón de Cuvier estaba plenamente convencido de la autenticidad del espécimen antes de que monsieur Prévost lo viera. Ha mantenido abundante correspondencia sobre el plesiosaurio con varios de sus defensores: el reverendo Buckland, el reverendo Conybeare, el señor Johnson, el señor Cumberland…

– Yo no los llamaría defensores precisamente -murmuré-. Les caigo bien cuando necesitan algo.

– La respetan mucho, señorita Anning -afirmó Charles Lyell.

– Bueno.

No iba a discutir con él sobre lo que los hombres pensaban de mí. Tenía trabajo pendiente. Empecé a rascar de nuevo.

Constant Prévost se levantó, se limpió el polvo de las rodillas y habló con el señor Lyell.

– A monsieur Prévost le gustaría saber si ya tiene comprador para el plesiosaurio -explicó el señor Lyell-. Si no es así, le gustaría comprarlo para el museo de París.

Dejé la cuchilla y me acuclillé.

– ¿Para Cuvier? ¿Monsieur Cuvier quiere comprar uno de mis plesis? -Me quedé tan asombrada que los dos hombres se echaron a reír.

Mamá no tardó en hacerme bajar de la nube en la que estaba flotando. -¿Cuánto van a pagar los franceses por la curi? -preguntó en cuanto los hombres se fueron a cenar al Three Cups y pudo abandonar la mesa del exterior-. ¿Son más desprendidos o la quieren más barata que un inglés?

– No lo sé, mamá…, no hemos hablado de cifras -mentí. Ya encontraría una ocasión mejor para decirle que me interesaba tanto el Frances que había accedido a vendérselo por solo diez libras-. Me da igual cuánto pague -añadí-. Solo sé que monsieur Cuvier tiene una opinión lo bastante buena de mi trabajo para querer más. Eso es suficiente pago para mí.

Mamá se apoyó en la jamba y me lanzó una mirada maliciosa.

– Así que crees que el plesi es tuyo, ¿verdad?

Fruncí el entrecejo, pero no contesté.

– Lo encontraron los Day, ¿no? -continuó, implacable como siempre-. Ellos lo encontraron y lo desenterraron, y tú se lo compraste como el señor Buckland o lord Henley o el coronel Birch te compraban especímenes que luego decían que eran suyos. Te has convertido en una coleccionista como ellos. O en una tratante, porque se lo vas a vender a otra persona.

– Eso no es justo, mamá. He buscado fósiles toda mi vida. Y encuentro la mayoría de mis especímenes. Yo no tengo la culpa de que los Day encontraran uno y no supieran qué hacer con él. Si ellos lo hubieran sacado, lo hubieran limpiado y lo hubieran vendido, sería suyo, pero no lo querían y acudieron a mí. Yo supervisé su trabajo y les pagué por él, y ahora tengo el plesi aquí. Soy responsable de él, y por eso es mío.

Mamá se pasó la lengua por los dientes.

– Siempre te has quejado de que no tenías el reconocimiento de los hombres, que decían que las curis eran suyas después de comprártelas. ¿Significa eso que vas a decir al Frances que ponga los nombres de los Day junto con el tuyo en la etiqueta cuando lo exponga en París?

– Por supuesto que no. De todas formas, tampoco van a incluir el mío en la etiqueta. Nadie lo ha hecho nunca. -Dije esto para tratar de desviar la conversación del argumento de mi madre, pues sabía que tenía razón.

– A lo mejor la diferencia entre los que buscan fósiles y los coleccionistas no es tan grande como has dado a entender durante todos estos años.

– ¡Mamá! ¿Por qué me das la tabarra cuando acabo de recibir una buena noticia? ¿No puedes dejarlo estar?

Mamá suspiró y se enderezó la cofia preparándose para volver con los clientes de la mesa.

– Lo único que una madre quiere es ver a sus hijos bien situados. Te he visto preocupada por el reconocimiento durante todos estos años. Más valdría que te preocuparas por el dinero. Eso es lo que de verdad importa. Las curis son un negocio.

Aunque sabía que su intención era buena, me dolieron sus palabras. Sí, necesitaba que me pagaran por lo que hacía, pero ahora los fósiles eran para mí algo más que dinero: se habían convertido en una forma de vida, un mundo entero de piedra del que yo formaba parte. A veces pensaba incluso en mi cuerpo una vez que hubiera muerto y en que se transformaría en piedra miles de años después. ¿Qué pensarían de mí si me desenterraban?